Hace unos días tuve la alegría de participar en el Congreso de Escuelas Católicas en Valladolid, y la suerte de hacerlo de manera activa, en una breve tertulia con Juan Carrión sobre el liderazgo creativo. El Congreso ha sido todo un propósito de cambio, de aire nuevo, ya hacía falta poder disfrutar de un estilo y de unos mensajes acordes con todos los cambios pedagógicos y pastorales que se están alcanzando en nuestros colegios. Gracias a los organizadores por la apuesta valiente y arriesgada, a los ponentes de auténtico lujo y especialmente a todos esos educadores apasionados y entregados, porque son ellos los que el lunes, sin tregua al cansancio, sin oídos para los profetas de calamidades, han puesto una sonrisa en su cara y han creído de nuevo en sus posibilidades y en sus alumnos.
Este post viene a razón de una pequeña polémica que se generó por unas palabras mías en la tertulia sobre el liderazgo creativo en nuestros colegios: Para que realmente podamos llamar creativo al tipo de liderazgo que queremos y necesitamos, debemos estar dispuestos a quitarnos el corsé de las grandes palabras, del siempre se ha hecho así, de los espacios y tiempos, incluso de los idearios y documentos de carácter propio que nos definen. El primer muro a mis palabras vino de altas jerarquías de algunas organizaciones de enseñanza, es por ello que quiero matizar aquí mis palabras.
Si creemos que la creatividad es la base necesaria para el cambio y para la participación, estamos llamados a creer en las nuevas ideas que se generan, a aceptar otros enfoques que no sean los institucionales, a dejar fluir en aguas de las que no esperábamos pescar. Un colegio con liderazgo creativo es un centro que promueve sinergias y experiencias de sentido, que aprovecha la pasión de cada uno de los que forman la comunidad educativa, que pondera la horizontalidad y conoce la humildad de sus líderes.
Sin un ideario, sin un carácter propio claro y abierto, estaremos condenados a vagar por rutas de desconcierto. Esto es cierto, pero también lo es que se nos reclama una mayor participación de todos en el momento de definir ese ideario, y cuando se generan nuevas ideas y nuevos horizontes cambian los caminos y las formas, desabsolutizamos incluso los conceptos que considerábamos intocables, tal vez porque ya no responden a la presencia evangelizadora y transformadora que la realidad nos pone en lo alto del pupitre.
En el ritmo frenético de cambios sociales y pedagógicos, ¿cómo seguir insistiendo en definir valores y visiones para quince o veinte años? Precisamente somos las instituciones religiosas, a causa de la rica y larga historia que nos precede, las más reacias a conceder el mínimo margen a los principios que siempre nos han identificado. Y nos resistimos aún más a que otros, incluso aunque vivan con más frescura nuestra misión y carisma, participen en esa redefinición.
Es aquí cuando el corsé aprieta, pero aguantamos. Es aquí cuando las palabras y la formas se resquebrajan, pero las limpiamos con esmero. Es aquí cuando las posiciones se enrocan, pero las defendemos como si en ello nos fuera la vida.
Encorsetados, enrocados, enmarcados, empeñados en poner el vino nuevo en los odres viejos, aprisionados por el miedo a perder la lengua o la mano derecha.