Se hacen eco las noticias del motu proprio del papa Francisco reformando el reglamento jurídico del Estado Vaticano y adecuándolo al derecho internacional: queda abolida la cadena perpetua, se introducen nuevas figuras criminales relativas a delitos contra la humanidad y, sobre todo, se agravan las penas para los casos relacionados con abusos de menores y blanqueo de capitales. Estarán sujetos a las nuevas normas todos los funcionarios vaticanos y empleados de la curia, además del nuncio apostólico, el personal diplomático de la Santa Sede y todos los empleados de organismos e instituciones relacionados con el gobierno de la Iglesia.
Se estipulan como delito contra los menores la venta, prostitución, alistamiento y violencia sexual contra ellos, la pornografía infantil, posesión de material de pornografía infantil y actos sexuales con menores.
Aparte de que la principal reforma legislativa del Estado Vaticano deba consistir en la desaparición de dicho «Estado», y aparte también de que hayamos tenido que esperar al siglo XXI para que las leyes del Vaticano se ajusten al derecho internacional y a la carta de los Derechos Humanos de la ONU, lo que esta reforma pone sobre la mesa es el reconocimiento de que las excomuniones canónicas no sirven para nada cuando se amenaza con ellas, o se aplican, a quienes no tienen fe.
Y no me refiero precisamente al caso de amenazar con excomunión, o con el infierno, o con lo que sea que dé miedo, a los ateos, sino a los propios jerifaltes vaticanos, a los obispos que esconden y tapan a tanto cura pederasta, a los monseñores que se dedican a blanquear cantidades vergonzosas de dinero, a los que condenan a homosexuales al exilio social pero gustan vestir de faldones negros para ocultar sus tendencias personales. De nada sirve, digo, amenazar a estos con excomuniones cuando demuestran con sus actos y creencias que no tienen fe. El único miedo que conocen no es el del infierno sino el de perder su poder, su prestigio, la inmunidad de sus sotanas.