Susurro y tempestad

Elías es considerado el profeta más grande de Israel, todos acudían a él para pedir consejo, en él veían el rostro de Dios, especialmente los débiles. Elías es modelo de buen creyente, por eso todos los profetas posteriores querían hablar como él, ser como él, hacer los milagros que él hacía. Incluso en Jesús, clavado en la cruz, les parecía ver a Elías. Pero hasta Elías, precisamente porque era un profeta auténtico, necesitaba “sentir” a Dios, saberlo cercano en los momentos de oscuridad y angustia, poder extender su mano y “tocar” su manto, reconocerle en cada rostro que encontraba en los caminos y los pueblos de Judea.

Desde niño, Elías había aprendido que Dios es todo poder, porque su voz y su presencia se presentaban unidas al trueno y al estallido luminoso del rayo; su poder transformador se compara al del terremoto, y al rugido imponente del volcán; su mirada se refleja en las aguas torrenciales, que arrastran todo a su paso, y también limpian y purifican. Algo parecido nos ocurre a nosotros también, buscamos la tempestad porque incluso asustándonos nos hace sentir vivos y pequeños, y anhelamos la sensación de seguridad del arropamiento, como una felicidad fácil de alcanzar.

Pero Elías encuentra la trascendencia, encuentra a Dios, en el otro extremo. Sus preguntas sin respuesta no tienen eco en la tempestad, lo maravilloso y lo desconocido revelados por el ruido imponente también nos aleja del objeto de nuestras búsquedas. Si buscamos el sentido de la vida en lo que nos asusta y empequeñece, no haremos más que alejarnos del auténtico deseo de Dios, y de tanto temerle acabaremos refugiándonos allí donde no esta.

Uno de los más bellos textos de la Biblia (Primer libro de los Reyes 19,9-13) nos revela el momento en que Elías descubre el paso de Dios. No está en el huracán violento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa tenue e imperceptible que pasa de puntillas por nuestra piel, y es capaz de erizar el vello de nuestra nuca y nuestros brazos. Apenas un susurro, tan distante y distinto de lo que imaginábamos. Un susurro, que deja casi todo a nuestro trabajo, porque se espera de cada uno de nosotros, transformados por esa brisa, el compromiso regenerador del huracán, del terremoto y del fuego.

Necesitamos los grandes signos y palabras, pero preferimos que nos vengan dados desde arriba, mientras nosotros contemplamos asombrados el poder que ejercen para cambiar las cosas y las relaciones de aquí abajo. Montamos movidas tipo tempestad, para hacer caer de bruces a los que dudan, porque el atajo de quienes no saben hacer milagros con barro siempre será el estruendo artificioso y barroco de la impostura. Es mucho más costoso encontrar esos signos transformadores en los susurros, en lo pequeño, en la calma de los encuentros. Y cuesta porque nos obliga a escuchar y estar atentos, prestar oído a lo que se dice en voz baja, a los detalles que nos pasan desapercibidos, a la vida que se escurre entre los dedos de nuestras manos.

Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie. Dios está pasando. La brisa tenue que lo anuncia da paso a un huracán interior en el profeta que le empuja a ser fuego y terremoto, a no callar ante las injusticias, a pronunciar palabras esperanzadoras ante el presente y el futuro, a ser memoria de todos los susurros, aquellos que pasaron desapercibidos por nuestra incapacidad para leer los signos de su paso.

Dijo Dios: “¿Qué haces ahí, Elías?”. Respondió: “Me consume el celo por el Señor, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derruido tus altares y asesinado a tus profetas, sólo quedo yo, y me buscan para matarme”. El Señor le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!”. Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue, al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva. (1 Re 19,9-13)

El tiempo de los intentos

Hay un tiempo que suele interpretarse como infructuoso, aquel que intenta conseguir las metas pero no las alcanza, el de los equilibrismos entre nuestras fortalezas y nuestras debilidades. Los intentos suelen ocupar un alto porcentaje de lo que somos, incluso eso que somos podría definirse por lo que intentamos ser, y es que en el tiempo de los intentos nos vamos construyendo, definiendo, conociendo. Los intentos no siempre son medias tintas de nuestra presencia, la mayoría de las veces son la única tinta con la que escribimos la realidad.

Lo he pensado bastante, me atrevo a decir que mirar los intentos como un modo de relativismo es un reduccionismo que no hace justicia a nuestros deseos por mejorar creativamente. Aunque es cierto que algunos se quedan a vivir en los intentos, que prefieren lo que siempre están a punto de alcanzar pero se resignan al vacío de no tenerlo; aunque el refrán nos recuerda que el infierno está empedrado de buenas intenciones; aunque pareciera que hay cierta justicia poética en no alcanzar a pesar de los esfuerzos y las bondades de nuestras acciones; el tiempo de los intentos se nos revela como una oportunidad para amar y descubrir los espacios inconclusos que llenan nuestros deseos y nuestras vidas.

Intentar, sin obtener resultado es frustrante, buscar sin encontrar, caminar sin llegar, proponer sin conseguir, son muchas veces senderos descorazonadores que nos nublan la capacidad para levantarnos y sentirnos libres. Es como esa sensación de habernos equivocado de fila cuando esperamos turno en el supermercado o para que nos atiendan en una ventanilla, siempre va más rápida la otra fila, hasta que nos cambiamos y empieza a ir lenta también. Así es el tiempo de los intentos, nos cuesta vivir en él porque parece ralentizar nuestras emociones, vemos cómo otros nos sobrepasan y no podemos dejar de envidiar sus logros y maldecir nuestros intentos. La tentación es, como siempre, decidir cambiar el tiempo, aunque lo más sensato sea decidir qué haremos con el tiempo que nos dieron, como sabiamente hace decir Tolkien a Gandalf en El Señor de los anillos.

Aprender a reconocer ese tiempo de los intentos implica aprender a amarlo. Silvio Rodríguez lo canta maravillosamente, siempre tan inspirador: Debes amar el tiempo de los intentos. Debes amar la hora que nunca brilla. Y si no, no pretendas tocar lo cierto. Solo el amor engendra la maravilla. Solo el amor consigue encender lo muerto. Amar la arcilla, amar lo que está por construir, amar cada uno de nuestros intentos, porque en todo ello amamos lo que somos. Aunque nunca brillemos, somos estrella que guía a otros a intentarlo.

La tiranía de Chronos

En la mitología grecolatina Chronos es una de las divinidades relacionadas con el tiempo, el dios de las edades y del zodiaco, con forma de serpiente y tres cabezas, de hombre, de toro y de león, que tiraniza el mundo por medio del caos. Su paso por las cosas y las personas es devorador, tal vez por eso hubo un momento en el que se le confundió con Crono, el titán que castró y mató a su padre, Urano, y posteriormente se comió a sus hijos. Es fácil que venga a la mente la impresionante pintura negra de Goya sobre Saturno, el Crono griego, devorando a uno de sus hijos.

Para no incidir en la confusión, me fijo en otro maravilloso cuadro, de Pierre Mignard, que podemos ver en el Museo de Arte de Denver, que ilustra este post y que lleva como título Chronos cortando las alas a Cupido. El tiempo arrebatando sus alas al amor, aquello que le permite volar, soñar, sentir mayor libertad. El tiempo, implacable, busca controlar al amor, apasionado y liberado de la temporalidad. Una parábola de la vida, de nuestras búsquedas y motivaciones.

El tiempo también nos devora a nosotros, siembra el caos en nuestras vidas y en nuestros proyectos, inyectando prisas por concluir, temor por no concluir, más centrados en el hacer que en el ser. Ese tiempo, viejo y barbudo, que parece concentrar la sabiduría de todo lo experimentado, ese tiempo que siempre nos han dicho que todo lo cura, está dispuesto a cortar las alas de todo aquello que nos apasiona, vencernos con su inexorable paso, hacernos rendir de nuestros sueños. Es el tiempo, sí, pero no el que nos regala un futuro que construir, sino el que nos apega al barro que aprisiona nuestros pies en el pasado.

Chronos tenía un hermano, Kairós, por lo general olvidado. Kairós es también dios del tiempo, pero su medida y su actuar son muy diferentes, casi contrarios a Chronos, porque su tiempo es el de las posibilidades, el que hace posible que brote algo nuevo, es el tiempo cualitativo de la vida, el más oportuno para la novedad. No es extraño, por tanto que kairós sea el término utilizado en los escritos del Nuevo Testamento para describir el tiempo de Dios y de la Iglesia. El teólogo Paul Tillich define su reinado como generador de las crisis recurrentes de la historia, no tanto como temporalidad terminante y finalizante. Vivir la existencia como kairós permite la apertura a la Gracia, favorece la oportunidad para que nuestras decisiones sean transformadoras del mundo y de la realidad.

Cuando nos movemos en la temporalidad creativa y divergente que permite el nacimiento de la novedad estamos viviendo el tiempo del Espíritu, el que no se queda aprisionado en lo repetitivo y reprimido, ese tiempo que el papa Francisco define continuamente como superior al espacio. La tiranía de Chronos, su implacable voracidad que nos atormenta, solo la podemos derrocar con la frescura de las oportunidades que se generan en la vida abundante, haciéndonos parte de un tiempo para la gracia, un tiempo para el ser, kairós.