Vueltos a la vida

En la literatura de terror las momias y los zombis son un clásico del género. Muertos que vuelven a la vida para aterrorizar a quienes encuentran en su camino, carentes de los sentimientos que los caracterizaron cuando tenían vida auténtica, solo pueden vagar creando caos y destrucción allí por donde pasan. Con mayor o menor acierto, estas historias han sido llevadas al cine o convertidas en series, que suelen contar con seguidores casi fanáticos de sus desmanes. No soy uno de ellos. Lo que me atrae de todo ello es la idea de regresar a la vida, pero sin vida. No es una novedad, la famosa creación del Doctor Frankenstein buscaba precisamente esa continuidad, el poder divino de burlar la muerte y devolver la vida.

La lección es que por muchos retazos, vendajes o herramientas que aportemos a la carne muerta, poco más que una capacidad de movimiento ilimitada podremos dar a eso que queremos llamar vida. No hay resurrección, porque no hay plenitud en esa novedad a la que insuflamos carácter y apariencia de existencia. Poco podemos esperar de este caminar errático, que da más miedo que esperanza. Esta vuelta a la vida ha perdido todo rastro de misterio, se ha extraviado en dédalos que sueñan actos transformadores pero se quedan en una mera imaginación de verdad.

Así nos pasa también a nosotros. Conseguimos levantarnos tras cada caída, resucitamos de cientos de muertes, salimos adelante y alzamos la cabeza con orgullo, pero demasiadas veces tan solo volvemos a una vida momificada, sin espíritu, sin esperanza. Acostumbrados a sobrevivir, tal vez incluso con el permanente miedo a caer de nuevo, a perecer ante lo que nos supera, preferimos una vida sin razón, un deambular sin cerebro, manifestaciones de los caminos sin preguntas que tanto adormecen la conciencia. Somos entonces, también, zombis que se alimentan de cerebros ajenos. Al optar por no cuestionarnos nada, necesitamos las ideas de otros, los pensamientos prestados de quienes nos rodean; los deglutimos sin digerir, sin importarnos su coherencia, porque cuando faltan los pensamientos propios, no es la crítica sino la ciega adhesión la que nos regala una falsa sensación de felicidad.

En mi vida me he cruzado con muchas momias y zombis, caminantes que creen tener un destino pero solo consumen mi energía. Son vueltos a la vida, pero carecen de la conciencia y la felicidad que les permitan tener una vida auténtica. Otras veces son como el monstruo de Frankenstein, creados a partir de trozos de otros, como si el collage que los constituye pudiera conseguir un ser completo en sus emociones, pero sin virtud, vacíos de la verdadera capacidad del encuentro.

La primera vez que leí Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, mi corazón adolescente quedó impresionado del vaivén de sentimientos. Anoté muchos pensamientos, pero hubo uno que siempre me ha acompañado, cuando el monstruo, desde el amargo sufrimiento de su vida hecha de piezas, pide al Doctor Frankenstein, Hazme feliz, y seré de nuevo virtuoso. A las momias, a los zombis, a los monstruos vueltos a la vida solo podemos salvarlos con nuestro amor, haciéndolos felices. Demasiado triste es una vida prestada que no es vida, un poder ser que no piensa ni siente ni ama.

Ir de frente

Hacerse el encontradizo con el destino no suele dar buenos resultados. Cuando todos los signos nos avisan de lo que está por venir, no es buena idea prepararse para las curvas pero después cerrar los ojos, nadar y guardar la ropa, querer ser parte del cambio y esquivar las consecuencias inmediatas de ese cambio. Los primeros días de enero nos convierte en animales de propósitos, en ocasiones previsores, otras veces inconscientes. Y aunque realmente no hay un día mejor que otro para comenzar, son muchas las llamadas de aviso que nuestros sentimientos reciben en este comienzo de año, estímulos que nos invitan a ir de frente hacia metas que no siempre nos habíamos planteado como nuestras.

Los desafíos suelen convertirse en tarea inacabada, no importa cuándo nos pongamos frente a ellos, siempre dejarán una parte de sus aspiraciones en el limbo de los imposibles. Al soñarlos era fácil imaginar herramientas y sumar voluntades para abrazarse a ellos, para obtener victorias, sin opciones, tan solo desde el mérito por haber mirado sin miedo cada reto, por no sucumbir a los engaños de los atajos. Pero cada despertar nos devuelve a la realidad de una vida hecha de trampas, donde los desafíos crecen en la oscuridad de nuestros temores y tuercen el gesto alegre de nuestros planes.

Stubb era el segundo oficial del Pequod, el ballenero que perseguía por los mares de medio mundo a Moby Dick; un personaje pragmático, que no se dejaba impresionar por las pérdidas de cordura de su capitán. Me gusta su forma de caminar hacia los desafíos, la ignorancia de lo que puede esperar, la sencillez de no complicarse la vida con sueños de arponazos increíbles y capturas definitivas. No sé todo lo que puede venir, pero de cualquier modo, iré hacia eso riendo, dice Stubb, y nos deja la enseñanza capital que va de frente a la existencia y no se pone de perfil ante lo que le parece no ser vida. Ir sonriendo hacia lo que está por venir, dejar de imaginar victorias imposibles y dar lo mejor de nosotros mismos, no hay otro modo de salvar ese futuro que amenaza con hacernos naufragar, confiar e ir de frente, agarrar con fuerza el arpón y sonreír a lo que este 2023 nos está por traer.

Esperanza y diversidad

Lo reconozcamos o no, nos da miedo lo diferente, solemos escondemos de las situaciones que no podemos mimetizar. Levantamos silos para guardar en ellos esperanzas que un día nos salven de lo que no podamos comprender, que nos permitan ir sacando de ellos imágenes e ideas pacientemente conservadas, y poder creer que nada ha cambiado, que podemos reconocernos en el espejo de la vida sin problema. Tememos las diferencias porque nos obligan a cambiar los posicionamientos, porque nos devuelven un reflejo que no está hecho a nuestra imagen y semejanza, que coincide con los principios largamente tallados en la dura roca de nuestras seguridades. Entonces, ideamos una esperanza desde nuestros sueños de unidad, y asumimos que solo nos salva lo que es parecido a ellos y, en el fondo, a nosotros mismos.

Esta endogamia del pensamiento solo consigue congelarnos. Buscando la unidad se nos impone la uniformidad. Construyendo la identidad desde lo idéntico, dejamos de ampliar el horizonte del tú para crear espacios comunes en los que descansar del agotamiento de la diversidad. Los pensadores críticos y marxistas lo llaman la ingeniería del consenso, individualidades que no aportan nada nuevo bajo el paraguas de un consenso artificial que evita la pluralidad del pensamiento y se instala en la indiferencia.

La base del pensamiento cristiano desde la Trinidad va por otro camino, cuanto más fuerte es la libertad individual, la identidad personal, más fuerte es la comunión, porque lo contrario de la unidad no es la diversidad, sino la desunión, la diversidad enriquece la unidad. Estamos llamados a encontrarnos en el reconocimiento de posturas y pensamientos que no son uniformes, la indiferencia agota los caminos de pluralidad y solo genera un hiperindividualismo que aumenta el consumismo y la apariencia, como denuncia con fuerza Lipovetsky, del todos iguales. Un ejemplo palpable, y triste, se nos da cuando paseamos por el centro de la mayor parte de las grandes ciudades: todas se parecen, mismos espacios, mismas firmas de moda, mismos escaparates,… La tan famosa aldea global, alentada por todo lo compartido en las redes sociales, ha acabado creando imágenes idénticas hasta de las personas. Apena comprobar que muchos se alegran de todo esto y lo consideran un signo de comunión.

No es nuevo. La esperanza de un mañana diferente se asienta desde hace tiempo en la confianza de una unidad sin diferencias. Incluso cuando todos compartíamos el gran confinamiento de la COVID, no faltaban las voces que anhelaban salir de él más unidos, todos igualados por la desgracia compartida. Pero olvidamos que nuestras diferencias se sostienen en lo que tenemos en común, sin agotarlas. Esperanza y diversidad van unidas, son la pareja ideal para que se dé un pensamiento propio. Esperamos cosas distintas, también los fracasos asociados a la esperanza son diferentes, y las soluciones que encontramos para los mismos. Sin embargo, no hay esperanza sin que algo avance en nuestras posiciones, y solo nos salvará reconocer que nuestros versos sueltos formarán, para alguien, tal vez incluso para nosotros mismos, el poema en el que la vida se hace comunión y encuentro.