Gracia y Remedio

Toca post trinitario, tras celebrar el pasado día 8 de octubre a la Virgen del Remedio, patrona de la Orden Trinitaria. Las tradiciones entreveran la historia hasta el punto de confundirse, o de no poder diferenciarlas. Así ocurre también con la historia y las tradiciones de la Orden de la Santísima Trinidad. Ayuda mucho la falta de textos críticos de la época y la abundancia de relatos, llevados más por la imaginación y la devoción que por los criterios de veracidad que hoy manejamos. Pero es de estas tradiciones, mezcladas con elementos históricos significativos, de las que se alimentan y crecen las devociones propias de esta Orden que, por fidelidad carismática, están íntimamente unidas a la actividad redentora, a la liberación de los cautivos y a la alabanza de la Santísima Trinidad.

La primera tradición mariana trinitaria, ampliamente representada en cuadros y relatos poéticos de la Orden, parte del hecho histórico de que, mientras Juan de Mata y otros hermanos trinitarios realizaban en lejanas tierras la obra de la redención de cautivos, Félix de Valois permaneció en Cerfroid (primera casa trinitaria, cerca de París). Celebrando los maitines de la Natividad de la Virgen, la noche del 7 al 8 de septiembre, se cuenta que los hermanos se quedaron dormidos, vencidos por el cansancio del trabajo en el hospital de pobres, excepto Félix, que al desasosiego de la escena pudo unir la alegría por contemplar a la Virgen María y a decenas de ángeles acompañando su oración. Desde entonces en todos los coros de rezo de trinitarios y trinitarias se colocó una imagen de la Virgen en el lugar que correspondía al superior, como símbolo de que es ella quien preside y acompaña en la oración, como ya hiciera con los primeros discípulos en el cenáculo.

Esta tradición es la que ha unido el título de Nuestra Señora de Gracia a la Orden Trinitaria, poniendo de relieve la contemplación y la oración para recibir y extender la gracia de Dios, para poder rescatar auténticamente a los hermanos sin libertad. Esta advocación mariana se extendió con más fuerza en la reforma trinitaria de San Juan Bautista de la Concepción, ayudándonos a recordar que la obra de la redención, la liberación de las personas, solo es total si además de romper cadenas somos transmisores de la gracia, de la liberación interior.

Hay otra tradición ligada a los orígenes de la Orden Trinitaria y a san Juan de Mata. A la vocación para la redención de cautivos sigue la alegría por la tarea, pero también el desconcierto por la falta de medios para realizarla. La actividad redentora de la naciente Orden Trinitaria se convierte en un verdadero quebradero de cabeza para aquellos primeros trinitarios redentores, no sólo tienen que conseguir el dinero suficiente para comprar la libertad de los cautivos sino que además deben realizar el viaje a lugares que en guerra, y convencer a los que tienen cautivos musulmanes para que les liberen y así poderlos cambiar por cautivos cristianos. Toda una empresa llena de riesgos e incertidumbres, para la que Juan encuentra pocas soluciones.

Según cuentan las crónicas de los orígenes de la Orden, cuando Juan de Mata paseaba por una playa cercana a Marsella, abatido por la falta de dinero para la obra de la redención, se le apareció la Virgen María y le dio una pequeña bolsa con dinero suficiente para el rescate de los cautivos cristianos, prometiéndole que nunca le faltaría su auxilio y remedio. Es así como los trinitarios se consagraron desde aquel momento a Nuestra Señora del Remedio (o de los Remedios, o del Buen Remedio, que nombres no faltan) como patrona de la redención, representándola con una pequeña bolsa en su mano derecha. A partir del Concilio de Trento, la Virgen sostiene también una imagen de Jesús niño, a veces eliminando la bolsa con dinero, ya que Jesucristo es realmente el precio de nuestra redención, de nuestro rescate. Ella es y sigue siendo Remedio para el rescate, Corredentora y Madre de Gracia.

A propósito de esta advocación del Remedio, hay aún otro episodio histórico curioso. En 1504 se inauguró el nuevo convento trinitario de Valencia, llamado de la Nuestra Señora del Remedio, bajo el patrocinio de los Montcada. Unos años más tarde, Miquel de Montcada, lugarteniente de D. Juan de Austria en la batalla de Lepanto, entronizó una imagen de la Virgen del Remedio en los barcos de su escuadra propia y propuso al resto de escuadras españolas su invocación para alcanzar la victoria. Tras la victoria Montcada entregó dos trofeos de la batalla al convento trinitario del Remedio en Valencia la aljubla de tela de oro de Alí Baxa, general de la armada Otomana y un estandarte de seda de una galera de la naval y comenzó a mover privilegios reales y papales: Pío V concedió a perpetuidad en 1572 indulgencia plenaria a quienes visitaran la iglesia de los trinitarios en la fiesta de la Anunciación, y tres años después Gregorio XIII amplía la indulgencia a quienes la visiten el 7 de octubre de cada año, conmemoración de la victoria de Lepanto.

La atribución de la victoria naval de Lepanto a la Virgen del Remedio dio gran renombre al convento trinitario de Valencia y la advocación se extendió a todo el reino de Aragón y otros territorios de Europa y América. En 1644, el jesuita italiano Plácido Samperi escribía, Por tanto, a imitación de esta Virgen de Valencia, en todas las iglesias esta sagrada Orden Trinitaria toma por protectora a esta Señora y la propone a los pueblos como seguro Remedio de todas las necesidades.

No es hasta 1958 que la Orden Trinitaria se decide a solicitar al Papa la declaración de la Virgen del Remedio como patrona. Juan XXIII lo concede, pero al estar ocupada la celebración litúrgica del 7 de septiembre por la memoria de la Virgen del Rosario, se fija su fiesta al día siguiente. Se confunden la tradicional humildad de la Orden Trinitaria con la desidia, al tardar casi ocho siglos en reconocer un patrocinio que sí ha influído y llegado a otros ámbitos de Iglesia, por eso mismo quiero terminar con los versos de Juan del Encina, Tú, que tienes por oficio / consolar desconsolados; / tú, que gastas tu ejercicio / en librarnos de pecados; / tú, que guías los errados / y los vales, / ¡da Remedio a nuestros males!

Busca al Amado y no descansa

Hace unos días se celebraba la festividad de san Miguel de los Santos, un trinitario peculiar, un místico de la vida diaria, que en pleno Siglo de Oro indagó caminos para no quedarse en lo sabido, aceptó retos que aportaran algo más que deseo a sus búsquedas, enamorándose de los recodos y de los caminos rectos, paseando su mirada por las cosas para que nada le detuviese en su impaciencia por amar con fuerza y salir de sí, en éxtasis, arrobos y visiones.

Nació el Vic el 29 de septiembre de 1591, séptimo de los ochos hijos de Enrique Argemir y de Montserrat Mitjà. Como es propio de la época, Miquel ya era muy espiritual desde niño, tanto que con diez años se escapó de casa para hacerse ermitaño en el Montseny, aventura que duró lo justo pero que dejó en él un regusto por lo extraordinario. Con quince años entró en el noviciado trinitario de Zaragoza, siendo su maestro de novicios el famoso fr. Pablo Aznar, e hizo sus votos religiosos el 30 de septiembre de 1607. Al poco de comenzar sus estudios, pasó por Zaragoza fr. Manuel de la Cruz, religioso de la casa de trinitarios descalzos de Pamplona, y Miquel Argemir quedó prendado de todo lo que contaba de la reforma trinitaria, porque esa humildad que percibía en el fraile y en la reforma tocaban su alma y su vida. Así que no dudó en unirse a los descalzos, el 28 de enero de 1608 comienza su noviciado en Madrid, y un año después hace sus votos como trinitario descalzo y toma el nombre de Miguel de los Santos.

En el noviciado conoció a san Juan Bautista de la Concepción, Reformador de la Orden, con quien poco después vivió en La Solana. Ese tiempo convivieron brevemente en la nueva fundación de La Solana tres santos trinitarios, Juan Bautista de la Concepción, Miguel de los Santos y Tomás de la Virgen, casi nada. Podríamos contar muchas cosas extraordinarias de la vida de fr. Miguel, porque pronto comenzó a ser conocido por sus arrobos místicos, sus levitaciones y demás fenómenos inexplicables. En Baeza y Salamanca, donde hizo sus estudios, no se hablaba de otra cosa, todos querían hablar con él, pedirle consejo, verle levitar en Misa, le llamaban el extático. Pero lo realmente atrevido de su vida no es esa parte pública y milagrosa, sino su constante búsqueda de la humildad, de la sencillez, cuanto más lo requerían más se escondía él, deseando la tranquilidad del alma, nombre de uno de sus escritos místicos.

Las pruebas no cesaron y en 1622 fue elegido superior de Valladolid. Miguel, que había rehusado cargos de responsabilidad, tuvo que aceptar precisamente por humildad que se le pidiera poner en marcha una nueva casa, atender a los religiosos y buscar el sustento. Sus deseos de pasar desapercibido se encontraron de frente con la fama que le precedía y muy a su pesar tuvo que lidiar con el ir y venir de curiosos que reclamaban sus consejos y deseaban ver sus arrobos, personajes tan dispares como el Duque de Lerma o el Obispo de Valladolid Pimentel.

Solo tres años más duró su vida, arrebatada por el tifus, y cuando apenas tenía treinta y tres años recibía sepultura en la iglesia de los trinitarios descalzos de Valladolid, conocida ahora como San Nicolás. El recuerdo de Fr. Miguel ha tenido más que ver con los fenómenos extraordinarios que le acompañaron en vida que por haber encontrado el camino de la mística de la humildad, no en vano fue proclamado copatrón de la Adoración Nocturna y el 8 de junio de 1862 canonizado por Pio IX. Y a mí, que no me maravillan tanto los arrobos cuanto los silencios y la sencillez, siempre me han resonado los versos de su obra El alma en la vida unitiva, de los que copio unos fragmentos y que Lope de Vega llamó la suma de la perfección espiritual. Son expresión de la vida inquieta de este Miquel dels Sants que, como busco que me ocurra a mí, renace mil veces, no descansa y se hace todo amor, amando siempre, siempre hambriento de Dios.

El cuerpo queda al parecer sin vida,
y dentro de sí misma se alboroza,
y toda sola en lo interior unida,
de los bienes de Dios de cerca goza;
con fuerza del amor es compelida
a que salga de sí, y el ser remoza,
y en éxtasis, arrobos y visiones,
de Dios recibe regalados dones.
Mas ella, enamorada e impaciente,
con aquestos favores descontenta,
busca a su Amado que le mira ausente
y no descansa, en ellos no se asienta.
Dificultades grandes son pequeñas;
sufre trabajos y desdenes fríos;
y, en fin, en Dios absorta y resignada,
las penas del infierno tiene en nada.
La voluntad suprema a unirse viene,
toda en sí propia y toda amor se hace,
sube más alto, nada le detiene,
muere mil veces y otras mil renace,
que mientras más se goza, más se aumenta,
y siempre amando, más se queda hambrienta.

San Miguel de los Santos, El alma en la vida unitiva (fragmento)

Lo que vale un alma

Hace ya tiempo que no traigo un post trinitario, y como hay quien me lo reclama, aprovecho la celebración esta semana de San Simón de Rojas para contar algo de su vida, apasionante como pocas.

Simón de Rojas nació en Valladolid el 28 de octubre de 1552, hijo de Gregorio Ruiz de Navamuel (natural de Valderredible, Cantabria) y de Costanza de Rojas (natural de Móstoles). Con veinte años hace su profesión como trinitario en Valladolid y es enviado a Salamanca para estudiar Artes y Teología. Recibió la ordenación presbiteral el 21 de septiembre de 1577 en Salamanca. Empezó a destacar como profesor de teología y predicador; pasó por Toledo, Valladolid, Cuéllar, Talavera de la Reina, La Guardia, Cuenca, Medina del Campo, hasta que en 1600 se retiró al Santuario de los Remedios de Fuensanta, cercano a La Roda de Albacete.

Ese mismo año lo destinan a Madrid y llega a oídos de los reyes Felipe III y Margarita de Austria su fama de predicador. Comenzó a frecuentar el Real Alcázar, hasta tres días por semana visitaba a los reyes, que le consultaban asuntos de todo tipo, no solo espirituales; incluso aceptaban los consejos siempre críticos que les daba Simón de Rojas. Ambos monarcas quisieron tenerlo a su lado en el momento de su muerte en El Escorial, Margarita de Austria en 1611 y Felipe III en 1621.

Curiosamente, esos dos años fueron decisivos en su vida y en su obra. En 1611 fundó la Real Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María, el Ave María, que más allá de sus actos de culto servía de apoyo al compromiso que el padre Rojas había iniciado para dar de comer a los pobres de Madrid, tanto en el comedor del convento de los trinitarios como en el Hospicio del Ave María y San Fernando fundado en la calle Fuencarral (actual Museo de Madrid). En 1621 es nombrado Superior Provincial de Castilla y llamado por el nuevo rey, Felipe IV, que lo conocía desde niño, para ser su consejero personal y confesor de la reina Isabel de Borbón.

Su gran devoción mariana, se le ha llamado el san Bernardo español, le impulsó a promover el culto del Dulce Nombre de María y de Nuestra Señora de la Almudena. En cuanto al Nombre de María, además de la Congregación antes citada, consiguió que se celebrara como fiesta en la Orden Trinitaria, y después que el papa Gregorio XV la extendiera a toda la Iglesia. De la Almudena, consiguió de la reina Isabel de Borbón que la parroquia en que se veneraba fuera elevada a Colegiata (fue derrumbada en 1868 para ampliar la calle Mayor). El padre Rojas saludaba siempre y a todos con un sencillo Ave María, de ahí el mote con el que era conocido en todo Madrid, el padre Ave María. El año 1622, la primera ocasión que se celebró en Madrid el Dulce Nombre de María, Simón de Rojas y otros trinitarios de la comunidad, dedicaron la noche previa a la fiesta a colocar en las puertas de todas las iglesias, palacios y edificios principales de la capital rótulos con las palabras Ave María. Le gustó tanto a Felipe IV la iniciativa, que mandó grabar en piedra el saludo, sobre las puertas de todo los edificios reales; actualmente solo se conservan en la Embajada de España ante la Santa Sede en Roma y algún que otro edificio de Madrid.

Cuando el Gran Duque de Osuna, D. Pedro Téllez-Girón, cayó en desgracia y fue encarcelado en la cárcel-castillo de Barajas, fue acompañado espiritualmente hasta su muerte por el padre Rojas. Las constantes visitas a la cárcel abrieron los ojos y el corazón de Simón de Rojas, que comenzó a visitar semanalmente otros presidios de Madrid, no ya con duques en sus celdas sino con pobres y desahuciados. El contacto con los pobres a los que daba de comer cada día en el Ave María, los niños abandonados de las calles, que le rodeaban allá donde iba, los presos de la Real Cárcel (actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores), las prostitutas a las que rescataba en la antigua judería de Lavapiés,… fueron dando al padre Rojas fama de hombre santo, en un legado que ha llegado hasta nuestros días: el comedor social del Ave María sigue atendiendo diariamente a cientos de personas, compromiso mantenido por la Congregación del Dulce Nombre y la Familia Trinitaria de Madrid.

Y como buen trinitario, se vio inmerso en la obra de la redención de cautivos, aunque nunca pisó el norte de África. Le tocó acompañar en la distancia el cautiverio de tres redentores trinitarios, Bernardo Monroy, Juan de Águilas y Juan de Palacios, que quedaron presos en Argel tras un rescate de cautivos. Unía a Simón de Rojas una gran amistad con el primero, y su sufrimiento por la falta de avances en la agónica situación queda reflejado en las decenas de cartas que les escribió, y en el juego de influencias que empeñó para que el Papa y buena parte de los reyes europeos consiguieran la liberación de los tres frailes, que nunca llegó.

El compromiso del padre Rojas con los más pobres de Madrid nos deja una anécdota que habla de su talante más que cualquier otra cosa que yo aquí pueda escribir. La reina Isabel de Borbón, pidió a Felipe IV que reclamara a Simón de Rojas dejar sus actividades de caridad si quería mantener sus oficios en palacio, sobre todo como su confesor. El Rey no sabía cómo afrontar tan difícil situación, ¿cómo se pide a un santo que deje de hacer lo que Dios le pide?, ¿cómo negar a los más pobres de Madrid esa mano amiga? Finalmente tomó valor y transmitió al padre Rojas la petición de su mujer, la Reina, a lo que San Simón respondió, “Si bien para Dios las almas de los reyes y de los pobres valen lo mismo, si me dan a escoger, prefiero a los pobres”. El padre Rojas, el padre Ave María, siguió visitando el Real Alcázar y siguió siendo confesor de la Reina.

Murió en Madrid, el 29 de septiembre de 1624. Sus funerales se recordaron por mucho tiempo, todos reconocían en él a un hombre bueno, un hombre santo. Incluso Velázquez lo retrató antes de enterrarlo (el que ilustra este post), y Lope de Vega escribió en su memoria su obra teatral La niñez del Padre Rojas. El cariño, la misericordia y la justicia que buscó en vida hicieron de Simón de Rojas un alma grande, precisamente él, que bien sabía lo que vale un alma.