Dios que se mueve

El movimiento se demuestra andando, afirma un conocido dicho. El filósofo chino Lao Tse lo expone más visualmente, Un árbol del grosor del abrazo de un hombre nace de un minúsculo brote, una torre de seis pisos comienza con un montículo de tierra, un viaje de mil leguas comienza en un solo paso. Es ese paso que nos saca de nuestras seguridades interiores el que hace que todas las cosas sean realmente nuevas. Sin un movimiento omnidireccional, interior y exterior, nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos se hace pequeña, y nos volvemos mediocres.

Y Dios, se mueve. Es difícil comprenderlo si no lo entendemos en su movimiento, y a nosotros como parte del mismo. Esta es la peculiaridad cristiana que descubre a Dios como Trinidad, la creación en constante renovación, la vida emergiendo de donde se daba todo por perdido. El permanente empeño de explicarnos la trascendencia en clave de misterio ha construido una fe quietista y sin horizonte, justificada en teologías de sacristía y despacho, absorta en dogmas incuestionables y confortables, porque solo nos exige un movimiento, al interior, que resulta más cómodo y seguro que dar un solo paso hacia lo inexplorado. Pero la vida en la que Dios se recrea, con la que juega a la admiración permanente, nos devuelve la necesidad del reto, del movimiento, para alcanzar a comprenderla y abrazarla.

Me gusta esta imagen de Dios que se mueve. Es un movimiento que integra, fuerza centrípeta que nos devuelve al centro, nos incorpora a su proyecto y misión para esta creación que no acabamos de entender, y por eso la maltratamos, como queriendo encontrar a la fuerza un sentido a todos los enigmas en que nos perdemos. El movimiento interior e integrador de Dios nos envuelve en una unidad no uniformada, que no disuelve nuestros talentos personales en la masa amorfa del pensamiento único, sino que ayuda nuestra debilidad descubriéndonos el valor de nuestra existencia, señalando el punto de apoyo que tantos han buscado para mover el mundo, y moverse ellos mismos. Pero es necesario estar atentos, cuidar de que ese punto de apoyo no se convierta en excusa para imponer ideas, sentimientos o verdades, ni siquiera sobre Dios mismo. De esta tentación ya andamos bien servidos.

Dios es también un movimiento que desplaza y lleva a las periferias, fuerza centrífuga que descoloca nuestros intentos de descansar en las seguridades personales, nos impide caer en ese agujero negro yoista del que no escapa nada. Para sacarnos de esa interioridad paralizante Dios tiene que desplazarse también de los condicionantes de su divinidad, crear de nuevo, hablar nuestro lenguaje inventando palabras que nos sitúan en la incertidumbre existencial. Cambia y transforma, cuida y enriquece, especialmente aquello que en nombre de Dios hemos recluido en los invernaderos de la fe, hemos hecho inamovible, eterno, seguro. Salir y descentrarnos, para liberar a la creación de creer que las cosas son como son, que están dichas todas las palabras y controlados todos los silencios.

Y Dios es movimiento que revoluciona, fuerza electromagnética que cambia el orden de las cosas conocidas, todo lo hace nuevo, actúa sin ser visto, afronta el miedo y aletea creando espacios vitales infinitos. Cuando nuestros cambios y movimientos solo consiguen devolvernos al punto de partida, y ya no podemos distinguir los cimientos que nos sustentan de los contrafuertes que nos apuntalan, entonces nos volvemos indiferentes y contrarrevolucionarios. Si nuestro amén es sumisión que no hace temblar las convicciones, ni renueva nuestro lenguaje, que nos acomoda en los símbolos rituales y nos hace aparecer como ingenuos inofensivos, entonces ese amén acaba siendo para otros dioses, más interesados en el movimiento de la bolsa que en el de los corazones, más preocupados por salvaguardar las ideas inamovibles de nuestro estilo de vida que por el contagio que nos traigan otras culturas, otras formas de creer, incluso de amar.

No habrá liberación sin un centro que nos nutra (sin conocer que Dios es Padre), sin un ideal que nos ponga en movimiento (sin conocernos como Hijos), sin una revolución que nos mantenga en tensión (sin reconocer la actuación invisible del Espíritu). Y nuestra fe no será nunca completa si no nos pone de frente a Dios que se mueve, a Dios Trinidad. Necesitamos entrar en su movimiento para salvar nuestra identificación con cada pequeña creación que se nos escapa, debemos desalambrar nuestra confianza si queremos ver crecer el árbol, construir el edificio vital, dar el siguiente paso.

Susurro y tempestad

Elías es considerado el profeta más grande de Israel, todos acudían a él para pedir consejo, en él veían el rostro de Dios, especialmente los débiles. Elías es modelo de buen creyente, por eso todos los profetas posteriores querían hablar como él, ser como él, hacer los milagros que él hacía. Incluso en Jesús, clavado en la cruz, les parecía ver a Elías. Pero hasta Elías, precisamente porque era un profeta auténtico, necesitaba “sentir” a Dios, saberlo cercano en los momentos de oscuridad y angustia, poder extender su mano y “tocar” su manto, reconocerle en cada rostro que encontraba en los caminos y los pueblos de Judea.

Desde niño, Elías había aprendido que Dios es todo poder, porque su voz y su presencia se presentaban unidas al trueno y al estallido luminoso del rayo; su poder transformador se compara al del terremoto, y al rugido imponente del volcán; su mirada se refleja en las aguas torrenciales, que arrastran todo a su paso, y también limpian y purifican. Algo parecido nos ocurre a nosotros también, buscamos la tempestad porque incluso asustándonos nos hace sentir vivos y pequeños, y anhelamos la sensación de seguridad del arropamiento, como una felicidad fácil de alcanzar.

Pero Elías encuentra la trascendencia, encuentra a Dios, en el otro extremo. Sus preguntas sin respuesta no tienen eco en la tempestad, lo maravilloso y lo desconocido revelados por el ruido imponente también nos aleja del objeto de nuestras búsquedas. Si buscamos el sentido de la vida en lo que nos asusta y empequeñece, no haremos más que alejarnos del auténtico deseo de Dios, y de tanto temerle acabaremos refugiándonos allí donde no esta.

Uno de los más bellos textos de la Biblia (Primer libro de los Reyes 19,9-13) nos revela el momento en que Elías descubre el paso de Dios. No está en el huracán violento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa tenue e imperceptible que pasa de puntillas por nuestra piel, y es capaz de erizar el vello de nuestra nuca y nuestros brazos. Apenas un susurro, tan distante y distinto de lo que imaginábamos. Un susurro, que deja casi todo a nuestro trabajo, porque se espera de cada uno de nosotros, transformados por esa brisa, el compromiso regenerador del huracán, del terremoto y del fuego.

Necesitamos los grandes signos y palabras, pero preferimos que nos vengan dados desde arriba, mientras nosotros contemplamos asombrados el poder que ejercen para cambiar las cosas y las relaciones de aquí abajo. Montamos movidas tipo tempestad, para hacer caer de bruces a los que dudan, porque el atajo de quienes no saben hacer milagros con barro siempre será el estruendo artificioso y barroco de la impostura. Es mucho más costoso encontrar esos signos transformadores en los susurros, en lo pequeño, en la calma de los encuentros. Y cuesta porque nos obliga a escuchar y estar atentos, prestar oído a lo que se dice en voz baja, a los detalles que nos pasan desapercibidos, a la vida que se escurre entre los dedos de nuestras manos.

Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie. Dios está pasando. La brisa tenue que lo anuncia da paso a un huracán interior en el profeta que le empuja a ser fuego y terremoto, a no callar ante las injusticias, a pronunciar palabras esperanzadoras ante el presente y el futuro, a ser memoria de todos los susurros, aquellos que pasaron desapercibidos por nuestra incapacidad para leer los signos de su paso.

Dijo Dios: “¿Qué haces ahí, Elías?”. Respondió: “Me consume el celo por el Señor, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derruido tus altares y asesinado a tus profetas, sólo quedo yo, y me buscan para matarme”. El Señor le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!”. Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue, al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva. (1 Re 19,9-13)

La tiranía de Chronos

En la mitología grecolatina Chronos es una de las divinidades relacionadas con el tiempo, el dios de las edades y del zodiaco, con forma de serpiente y tres cabezas, de hombre, de toro y de león, que tiraniza el mundo por medio del caos. Su paso por las cosas y las personas es devorador, tal vez por eso hubo un momento en el que se le confundió con Crono, el titán que castró y mató a su padre, Urano, y posteriormente se comió a sus hijos. Es fácil que venga a la mente la impresionante pintura negra de Goya sobre Saturno, el Crono griego, devorando a uno de sus hijos.

Para no incidir en la confusión, me fijo en otro maravilloso cuadro, de Pierre Mignard, que podemos ver en el Museo de Arte de Denver, que ilustra este post y que lleva como título Chronos cortando las alas a Cupido. El tiempo arrebatando sus alas al amor, aquello que le permite volar, soñar, sentir mayor libertad. El tiempo, implacable, busca controlar al amor, apasionado y liberado de la temporalidad. Una parábola de la vida, de nuestras búsquedas y motivaciones.

El tiempo también nos devora a nosotros, siembra el caos en nuestras vidas y en nuestros proyectos, inyectando prisas por concluir, temor por no concluir, más centrados en el hacer que en el ser. Ese tiempo, viejo y barbudo, que parece concentrar la sabiduría de todo lo experimentado, ese tiempo que siempre nos han dicho que todo lo cura, está dispuesto a cortar las alas de todo aquello que nos apasiona, vencernos con su inexorable paso, hacernos rendir de nuestros sueños. Es el tiempo, sí, pero no el que nos regala un futuro que construir, sino el que nos apega al barro que aprisiona nuestros pies en el pasado.

Chronos tenía un hermano, Kairós, por lo general olvidado. Kairós es también dios del tiempo, pero su medida y su actuar son muy diferentes, casi contrarios a Chronos, porque su tiempo es el de las posibilidades, el que hace posible que brote algo nuevo, es el tiempo cualitativo de la vida, el más oportuno para la novedad. No es extraño, por tanto que kairós sea el término utilizado en los escritos del Nuevo Testamento para describir el tiempo de Dios y de la Iglesia. El teólogo Paul Tillich define su reinado como generador de las crisis recurrentes de la historia, no tanto como temporalidad terminante y finalizante. Vivir la existencia como kairós permite la apertura a la Gracia, favorece la oportunidad para que nuestras decisiones sean transformadoras del mundo y de la realidad.

Cuando nos movemos en la temporalidad creativa y divergente que permite el nacimiento de la novedad estamos viviendo el tiempo del Espíritu, el que no se queda aprisionado en lo repetitivo y reprimido, ese tiempo que el papa Francisco define continuamente como superior al espacio. La tiranía de Chronos, su implacable voracidad que nos atormenta, solo la podemos derrocar con la frescura de las oportunidades que se generan en la vida abundante, haciéndonos parte de un tiempo para la gracia, un tiempo para el ser, kairós.