Lo sin sentido

Formamos parte de un sistema que nos quiere rígidos, monótonos, sin ambigüedades ni sorpresas, con errores y fracasos controlados y previstos de antemano. Esto nos convierte en seres previsibles: que buscan el sentido de su existencia solo para saberse completos; que dan un valor excesivo al éxito puntual y lo convierten en valor absoluto; que huyen del fracaso, escondiéndolo bajo disfraces de posibilidad; que confunden en la práctica creatividad con efectividad.

Si un rasgo identificador de nuestro ser es su carácter cambiante, el sentido de la existencia deberíamos reconocerlo en la capacidad para aceptar el talento y en la impermanencia. Sin embargo, recurrimos constantemente a los valores eternos, sustituyendo aprendizaje y asombro por seguridad, sentido y visión por valor. Y lo hacemos sin reparo, justificados y obsesionados por la necesidad de obtener respuestas rápidas y efectistas. Se podría decir que nos enseñaron a dejar el Prozac a base de Platón, pero quedamos atrapados en las redes del esencialismo, y nos sentimos a gusto ahí, lejos del devenir de la existencia.

En su inspirador ensayo El mito de Sísifo, Albert Camus nos ofrece una genial reflexión sobre la obsesión humana por concluir, por manejarse en la vida buscando encontrar un sentido y una explicación para todo lo que nos acontece: Ante la obra de arte tenemos la tentación de explicar, y es eso lo que la acaba convirtiendo en absurdo. A veces, se hace imprescindible acoger lo que no tiene sentido, dejar de buscar una explicación a lo que tenemos delante, adentrarnos en la espontaneidad, dejarnos asombrar y sorprender. Como Sísifo, primero debemos aprender a acoger la rutina de nuestra existencia, lo sin sentido, para que nuestra confianza pueda aportar sentido al mundo que habitamos. En esa rutina, nos encontraremos de frente con nuestros fracasos, tal vez por eso la evitamos, la roca volverá a caer, nos sentiremos obligados a recomenzar. Pero errar nos hace humanos, es una incorporación de aprendizaje para nuestra experiencia vital, nos regala la capacidad de fluir y de ser conscientes de lo que ocurre a nuestro alrededor. Como afirmaba Gaston Bachelard, en sus tesis sobre filosofía de la ciencia: El error es la manera humana, propiamente humana, de aprender. Ni los animales ni las máquinas ni los dioses aprenden de ese modo.

Necesitamos soltarnos del amarre del sentido, atrevernos a experimentar y a elaborar experiencia, perder el miedo a fallar, ser realmente creativos, un oficio mucho más relacionado con la humildad que con el orgullo, con los límites más que con el sentimiento de omnipotencia. Para podernos levantar, primero debemos reconocer la caída; para encontrar sentido, debemos dejar a un lado la tentación de buscar para todo una explicación, y aceptar el misterio del devenir.

La sabiduría de los silencios

Cada vez que somos testigos de un exceso de palabras, vemos morir una esperanza. No es suficiente con soportar una cascada interminable de palabras e ideas; las proposiciones que las conectan se convierten en espacios vacíos para nosotros, ámbitos carentes de sentido, la punta de un iceberg de charlatanería que habla y dice mucho, pero nunca llega a traducirse en acciones concretas. Es un tipo de discurso que solo busca nuestra complicidad en la mediocridad de sus propuestas.

Quienes viven de la palabra, aquellos cuyo oficio está intrínsecamente ligado al arte de la comunicación, necesitan la coherencia entre su discurso y sus acciones para evitar que su conciencia caiga prisionera de la inconsistencia. Además, requieren sabiduría para evitar caer en discursos engañosos, en la mera interpretación de un papel que recitan con profesionalidad pero sin autenticidad.

Quienes viven en la palabra aprenden la sabiduría de los silencios. Permiten que sus acciones hablen por ellos, respetan los espacios vacíos en los encuentros y comprenden que la verdadera sabiduría a menudo reside en el misterio.

En este contexto, pienso en tres oficios que, por su compromiso y vocación, adquieren forma de ministerios: el político, el sacerdote y el maestro (por favor, entiéndanse en sentido inclusivo).

El político habla para persuadir y actúa para demostrar eficacia. Sus momentos de silencio son escasos y, cuando ocurren, perturban a los aduladores que solo desean retóricas vacías y temen a quienes actúan con coherencia. Cuando solo importan las palabras, se puede mentir o decir la verdad, como si fueran realidades intercambiables, lo que exige una recepción acrítica de ideas que a menudo están más cerca del entretenimiento que del buen gobierno. Necesitamos políticos sabios, según la propuesta de Platón, que actúen con inteligencia compartida en pro del bien común y eviten la superficialidad del sofismo infructuoso y las palabras huecas.

El sacerdote habla para hacer cercano el misterio y actúa como su testigo. Su silencio confirma una presencia, y su palabra encarna una Verdad más elevada, que crea, transforma y resucita, porque es Palabra de Vida. Cuando solo pronuncia sus propias palabras y se convierte en testigo de sí mismo, descuida la Vida por la supervivencia y su mensaje queda reducido a exigir credibilidad en lugar de auténtica fe. Necesitamos sacerdotes sabios, según el libro de los Proverbios (Un hombre sabio siempre piensa antes de hablar; dice lo correcto y vale la pena escucharlo), que sean prudentes en sus palabras, que las hagan vida, personas de fe y de oración, con un corazón lleno de misterio y de compasión, que prioricen escuchar antes que ser escuchados.

El maestro habla para revelar conocimiento y actúa como guía en el camino del aprendizaje. Sus silencios son oportunidades para que el discípulo exprese su propia comprensión de la realidad. El pensamiento del maestro debería ser precursor del pensamiento autónomo del alumno. Cuando solo transmite conocimientos, se guarda para sí todos los saberes y piensa que el mundo anda perdido sin su magisterio. Necesitamos maestros sabios, de los que se reconocen ignorantes, según la escuela socrática, y encuentran belleza en todas las cosas, capaces de inspirar a otros sin imponer su visión y sin temor a generar más preguntas que respuestas.

Lao Tse, en su Tao Te Ching, nos advierte: Los que hablan no saben, los que saben no hablan. Si nuestra sociedad no cultiva y busca políticos, sacerdotes y maestros sabios, que abracen tanto sus silencios como sus ignorancias, estaremos condenados a depender de líderes sociales, espirituales y educativos que valoran las formas sobre el contenido y olvidan el verdadero sentido de su ministerio.

El tiempo de las cosas

Me conmueve y me interroga el comienzo del tercer capítulo del libro del Eclesiastés, pero de forma especial el versículo 5: Hay un tiempo para lanzar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse. Comprender este equilibrio esencial es, seguramente, uno de los aprendizajes más complejos y duraderos de la vida.

Que cada acción tenga su tiempo no puede ser, sin embargo, una excusa para disiparnos en la indefinición. Más bien, al contrario: es una invitación a saber medir y valorar nuestras fuerzas, a reconocer el flujo del tiempo, en el que estamos y del que formamos parte, a no acomodarnos en actitudes que se hacen eternas y parecen facilitarnos la comprensión de la realidad.

También el poeta Rilke nos invita a habitar el espacio de los contrarios, como signo de encuentro auténtico, Vivir en los abrazos solo puede hacerlo quien pueda morir en ellos. Si buscamos el placer de la permanencia nos encontraremos finalmente solos y arrojados, exploraremos la vida sin haber aprendido el sentido de lo efímero. El Principito tuvo que hacer un largo peregrinaje planetario para conocer el valor de lo efímero, para comprender el valor de su rosa, a la que aprendió a amar en su ser única. Sin embargo, esa rosa solo es singular a partir de su carácter temporal y fugaz, no hay otro camino: el contraste, la posibilidad de desaparecer, la incertidumbre…, es lo que nos hace únicos y amables (dignos de ser amados, define la RAE).

El tiempo de las cosas actualiza nuestro propio tiempo. Cuando no somos capaces de aceptar los límites de nuestra vida, cuando optamos por hacer de la rutina, virtud; del espacio, zona segura; de la permanencia, atributo; entonces solo conseguiremos domesticar la esperanza y llorar las pérdidas. Nos habremos acostumbrado a una vida de segura monotonía, a un tiempo donde solo es digno de ser amado lo que permanece, y entendemos las pérdidas como frustraciones.

En su precioso ensayo El imperio de los signos, Roland Barthes cita a un maestro del budismo zen, que recomendaba a su discípulo: Cuando camines, conténtate con caminar. Cuando estés sentado, conténtate con estar sentado. Pero sobre todo no confundas. El tiempo de las cosas se define por la impermanencia, eso les da sentido; nuestro tiempo consiste, sobre todo, en no confundir, eso nos da sentido.