Manejamos cosas y relaciones como objetos indispensables para nuestra existencia, a veces porque necesitamos sabernos llenos de experiencias, otras por el deseo de sumar sentimientos que enfoquen nuestras búsquedas. Es así como llamamos «indispensable» a todo lo que parece cubrir los vacíos de una vida llena de pequeños agujeros de sentido, es así que aplicamos aritméticas de equidistancia a cosas y personas que aparecen en nuestro radar particular, convirtiéndolas en trofeo preciado de las batallas que tanto trabajo nos ha costado ganar.
La obsesión por lo indispensable nos descubre como acumuladores de vivencias, etiquetadas convenientemente para no perder nada de lo alcanzado. Autoconvencidos de que solo nos salvará la memoria activa de lo que hemos sumado en nuestra cuenta de activos personales, convertimos nuestras riquezas en experiencias eternas, arte de museo que colgamos y protegemos en las abigarradas paredes de nuestras muchas vidas.
El paso más complejo, la condición de nuestra libertad personal, nos implica en un cambio de enfoque para aprender a soltar el lastre de lo indispensable y, más difícil todavía, aprender a amar aquello que dejamos ir. Es el juego que nos enseña el valor de lo gratuito y desinteresado, amar sin medida, escapar de los intentos de amarrar todo lo bueno que hemos sumado en la vida. Solo cuando dejemos caer con amabilidad esa semilla, sin miedo a que muera y se desintegre, estaremos verdaderamente dispuestos para acoger lo nuevo y presente.
Esto no es un alegato del inmediatismo, un carpe diem llevado al extremo. Las obsesiones nunca son un buen camino para conocernos, son, más bien, atajos que nos evitan las cargas de pensarnos, que nos protegen de caídas indeseadas. Obsesionados por conservar las cosas, relaciones y experiencias que nos dieron éxito y sentido, es fácil que acabemos embriagados por ellas, las convirtamos en indispensables y quedemos incapacitados para reconocer todo lo nuevo que nos espera.