¿Qué queda de #laescuelaquequeremos?

La pasada semana me pidieron desde FEST (Fundación Educativa Santísima Trinidad) retomar junto a Carmen Guaita nuestra reflexión del mes de noviembre, que publiqué como comienzo de esta nueva etapa del blog, y hacer una relectura al hilo de la situación que estamos viviendo. Por supuesto, ambos aceptamos, y ha vuelto a ser un auténtico gozo compartir con ella, y con la familia FEST, estas intuiciones. Aquí dejo mi parte.

Cuando pensaba en la escuela que queremos, buscaba nadar a contracorriente en la pregunta por el sentido de la educación y de la escuela en un mundo cambiante. La realidad ha superado, como suele pasar, toda ficción, y nos ha devuelto transformados aquellos sueños: El futuro se nos presenta como disgregado y cambiante, podemos incluso planificarlo mediante planes estratégicos e institucionales, […] ¿cómo educamos para un mundo cambiante y nuevo? ¿Cuál es el papel del maestro, de su vocación, de su fe, en todo este argumentario? ¿Qué sentido tiene soñar una escuela futura, y en ella un aula con su maestro y sus alumnos, desde lo efímero que nos rodea? No puedo evitar el escalofrío al releer estas preguntas que hacía en voz alta hace unos meses.

Por lo general nos consideramos preparados para lo efímero, no es algo que dé tanto miedo, incluso resulta atractivo para ciertas cosas. Pero pierde toda su amabilidad y belleza cuando nos alcanza y nos deja desnudos ante la existencia. Así nos sentimos ahora, como si contempláramos una naturaleza muerta bellamente pintada pero al mismo tiempo perdida en el tiempo. Quienes creemos en la fuerza transformadora de la educación, quienes hemos dejado caer semillas de futuro preparando el cambio y hemos dado un decisivo paso hacia la incertidumbre que nos sacara de un aprendizaje cómodo y controlado, asistimos atónitos al vértigo que provoca la tierra movida bajo nuestros pies. Y ese desbordamiento, fruto de las horas de estrés acumuladas, se convierte en vigilia de un futuro que se nos ha hecho presente, sin estar del todo preparados para reconocerlo.

Pero estamos hablando de una de las más nobles artes, la educación, y a pesar de ello siempre obligada a luchar por adaptarse, por sobrevivir, por justificar su espacio. En ese equilibrio permanente es donde sentimos que el futuro esperado nos ha arrollado, y por más que nos cueste entenderlo la mayor parte de los modelos que nos ha traído se quedarán entre nosotros, nos hayamos hecho a ellos o no.

En este futuro, convertido en presente a fuerza de confinamiento, debemos seguir sumando a la aspiración humanizada de la escuela la necesidad de transformarla en espacio evangelizador. Algunas ideas a partir de los seis rasgos con que he definido #laescuelaquequeremos:

  • Transparente, permeable: Del sueño de la escuela en red nos hemos despertado con una escuela enredada en adquirir destrezas, a veces complejas, para mantener su protagonismo social. Sigue siendo verdad que el futuro de la escuela pasa por ser transparente y permeable, ahora sabemos que no basta con subirnos al tren de la innovación y las tecnologías de la comunicación, necesitamos una permeabilidad que nos abra esos espacios creados entre docentes y alumnos, entre los propios docentes, entre la escuela en sí y el territorio conquistado en nuestros salones. Es necesaria esa permeabilidad porque a pesar de nuestros esfuerzos sigue siendo un espacio opaco e incomprendido. En este momento, más que la escuela, hemos hecho transparentes nuestras casas, convertidas en escaparates de cada claustro y clase virtual. Una vez regresemos a las aulas se cerrarán esos escaparates y nos quedará el reto de permeabilizar el proceso de aprendizaje y de evangelización, esta vez presencialmente, y el primer paso será resocializar nuestros encuentros.
  • Resocializadora y neosolidaria: Esta situación nos ha vuelto hacia el otro, no es ya solo una necesidad de abrazos, eso fue más al principio, ahora nos sabemos interconectados y vulnerables, podemos ayudar al otro a crecer pero también podemos contagiarle y contagiarnos. La nueva distancia social sitúa a la escuela, que definíamos como circular, abierta, cercana, familiar,… en el difícil espacio de las redefiniciones, sin perder nada de su esencia y sus valores fundamentales. La crisis sanitaria también nos ha mostrado el rostro de una nueva solidaridad. No basta con nuestras trabajadas campañas de sensibilización, somos parte de la crisis, cada uno de nosotros nos sentimos afectados y dañados de diversos modos por ella. Las necesidades siguen siendo materiales, desde comida hasta la posibilidad de contar con una conexión a internet, y algo que conectar; se suman necesidades emocionales, espirituales, relacionales,… con las que podremos acercarnos al sentido de las pérdidas de todo tipo que nos han sobrevenido. En el horizonte siguen estando otras crisis, que nos demandarán algún día algo más que nuestra atención, y para las que no debemos dejar de trabajar, porque como escuela católica no podemos quedarnos en una solidaridad de pandereta: el compromiso con los objetivos de la lucha por la justicia social, la ecología, la igualdad, el desarrollo sostenible…
  • Flexible y creativa: No hemos dejado de quejarnos de cómo la hiperconectividad nos estaba desconectado de la realidad y de las personas, cómo las nuevas formas de comunicación construyen incomunicación. La flexibilidad en los medios, en los tiempos, en los modelos institucionales, se presenta como obligada estrategia que complemente la permeabilidad antes propuesta. Ahora sabemos que tampoco basta ser flexible, si en los espacios que abre la flexibilidad no aportamos sentido y novedad, si insistimos en la unidireccionalidad del aprendizaje, si nos mantenemos en la dictadura de lo metodológico y la innovación. Estamos haciendo cosas nuevas, hemos tenido que inventar espacios inéditos para el encuentro y el acompañamiento, para el aprendizaje y la evaluación, pero nunca estaremos libres de volver a caer en la anticreatividad, aspirando a convertir todo esto en una nueva normalidad, esa tremenda idea que nos devuelve al eternalismo del que queríamos huir a toda costa. Aunque lo intuíamos, hemos descubierto que lo efímero es inestable, y esto no es algo fácilmente comprensible y aceptable, pero estamos aprendiendo que esa inestabilidad no tiene que ser necesariamente improductiva, nos permite construir y deconstruir, nos lleva más allá del sincretismo pedagógico, del indeterminismo institucional, de la especulación pastoral,… Toda esta creatividad que nos desborda, que desconocíamos en nosotros como capacidad personal, e incluso como capacidad institucional, debe cambiar definitivamente nuestro estilo educativo y pastoral, no puede quedar en una anécdota para las crónicas futuras.
  • Trascendente. Y sobre todo, la escuela que queremos, y la que tenemos, sigue estando llamada a ser un ámbito de sentido. La condición efímera de la vida, y todos los aprendizajes con que nos envuelve, requieren abordar sin miedo su dimensión trascendente. Estamos siendo espectadores de primera fila en esta lección vital y humanizadora, que dejará huellas en nosotros, marcas profundas, en unos heridas difíciles de sanar, en otros cicatrices de crecimiento interior. Nuestro reto vuelve a ser, especialmente ahora, preparar para la intemperie, reconocer en las distopías y los vacíos vitales un ámbito de sentido. Tal vez la experiencia del confinamiento y la necesidad de desabrazar las pantallas para abrazar la vida, nos ha recordado la importancia de dejar los invernaderos para habitar la inquietante y cambiante intemperie. El reto pedagógico y pastoral sigue siendo educar la interioridad, pero sin olvidar educar la exterioridad, porque es justamente en esa exterioridad y en sus adversidades donde se nos devuelve la oportunidad de crecer espiritualmente, de acceder a la trascendencia. Esta dimensión no la encontraremos en nuestra obsesión por salvar, de la ignorancia, del pecado, de la soledad,… sino en la capacidad que como institución educativa incorporemos en todos nuestros ámbitos para crear campos de sentido, en lo pedagógico y pastoral, por supuesto, pero también en nuestra cultura organizacional, en la forma en que informamos y comunicamos, en los espacios compartidos con las familias y las entidades sociales del entorno. Ahí es donde debemos ir más allá de la obsesión soteriológica, que nos ha mantenido en un nivel superior, para adquirir una dimensión liberadora, la que nos compromete y nos embarra.

La escuela que queremos ya no es un sueño, somos parte de una vigilia que busca mantener su esencia evangelizadora, creativa, de sentido, y no podemos hacerlo sin humildad, sin trascendencia, sin nosotros.

#laescuelaquequeremos (y 3)

#laescuelaquequeremos tiene será creativa, divergente, no eternalista o no será nada.

Como una constante del institucionalismo que a veces invade nuestras escuelas se ha establecido la falacia del eternalismo, la búsqueda incansable para que los modelos pedagógicos y pastorales se mantengan en el tiempo, que la escuela del futuro se reconozca en un presente continuo, que los valores y el ideario que nos identifican sean estables e identificables. Hemos heredado esta idea, aunque distorsionada, del concepto religioso de “reino de Dios”, por el que debemos trabajar sin descanso y que esperamos alcanzar, que nos conseguirá la “tranquilidad” de la estabilidad moral, personal y espacial. Reconocemos los signos del eternalismo en esos compañeros que encuentran una programación que funciona y encaja, y la perpetúan hasta el día de su jubilación, pero también lo vemos en los modelos institucionales que aspiran a la estabilidad, creyendo que de ese modo nuestro mensaje será más claro y directo, porque al fin hemos encontrado algo que no cambia, y en esas celebraciones pastorales, que tanto costó introducir pero que se van repitiendo con cada vez menos sentido celebrativo y más porque toca. Cuando regresé después de 30 años a mi colegio de la infancia, encontré los mismos colores y los mismos carteles en las paredes, nada había cambiado; eso me tranquilizaba, todo seguía como lo recordaba y aportaba estabilidad a mi memoria y a mi sentimiento de que hay emociones que traen paz a mi ajetreada vida actual. Pero también sentía que no es esa la finalidad de la escuela, menos aún de la escuela católica, la falacia de la eternidad institucional nos lleva al materialismo de las ideas, nos sitúa en un espacio de comunes, prepara la aparición de palabras anticreativas, siempre se ha hecho así, esto es lo que somos, únete a nuestra visión del mundo…

El futuro de la escuela pasa por huir del eternalismo, ciertamente eso nos sitúa en la inestabilidad de lo efímero, pero es en esa inestabilidad donde debemos construir y deconstruir, evitando el sincretismo pedagógico, el indeterminismo institucional, la especulación pastoral, la improvisación moral… Esta huida del eternalismo nos situará en el mundo de la cultura y la poscultura, en el que curiosamente, a pesar de ser espacios educativos y transformadores, no estamos. No solo hay que situarse, es necesario asumir un papel claro, sin ambigüedades, en la creación cultural. La figura del educador cristiano, más allá de la DECA, del compromiso cristiano que esperamos ver en los currículos, de la colaboración voluntaria o la participación en los actos pastorales e institucionales de la escuela, necesita de compromiso por sentirse comunidad, especialmente cuando el hiperindividualismo va ganando espacios en la sociedad y en la escuela. Del mi al nuestra, desterrando el copyright de las mentes de los miembros del claustro. Pero no solo hacen falta educadores que compartan conocimiento, los necesitamos que compartan talentos, que aporten pensamiento divergente y crítico. Y la institución también tiene aquí algo importante que cambiar, necesita reconocer e integrar esos talentos con normalidad, no con excepcionalidad, promover las virtudes de quienes la integran para evitar los valores eternos y permanentes, solo así estaremos poniendo bases de pensamiento divergente y nos abriremos a las posibilidades del futuro en el tiempo presente.

#laescuelaquequeremos no puede ser otra cosa que trascendente.

El sentido efímero y los rasgos que hemos descrito hasta ahora conducen a la característica más significativa para hablar de un futuro de la escuela, su sentido de la trascendencia. La volubilidad nos plantea el reto de una escuela creativa y humanizada, que reconoce, como logos de trascendencia, las diferencias, los espacios distópicos, las desigualdades, los fracasos. La escuela del futuro no puede ser un invernadero de sentido autoreferencial, al estilo frío y solipsista de tantas películas y series futuristas; la escuela medirá su sentido en cuanto prepare para la intemperie, aporte valor desde la trascendencia que la habita, eduque en la entropía existencial desde el sentido último de lo vivido. Lo nuestro no es poner andamios que preserven los conocimientos y los valores transmitidos, sino asegurar los cimientos para vivirlos a la intemperie de la vida. Y nuestro cimiento no es otro que el Evangelio.

Y todo esto no se consigue añadiendo asignaturas o competencias al currículo, sino recreando los espacios, el lenguaje, los símbolos, las relaciones, los objetivos. Una escuela trascendente aprende a leer la realidad desde las preguntas abiertas, no desde las respuestas cerradas. El reto de #laescuelaquequeremos se enmarca en el difícil espacio de una sociedad plenamente inmanente, que solo va más allá del sentido de la realidad a través de experiencias mediáticas y tecnológicas. Hace poco, en una entrevista, el escritor Jordi Sierra i Fabra decía, “Leer me salvó la vida, escribir le dio sentido”. Nos hemos instalado en la inmediatez, de tal modo que la pastoral y la evangelización que promovemos se han rodeado de un halo soteriológico que solo contempla el futuro desde la preocupación por “salvar la vida”, pero que le cuesta encontrar símbolos y palabras para “darle sentido”. Es evidente que en eso de salvar tenemos experiencia, somos expertos y aportamos a la sociedad un valor fundamental, preocupándonos por la integración, ayudando a los más débiles, tanto dentro como fuera de la escuela, y apostando por la atención a la diversidad. Todo ello lo enmarcamos en la voluntad de ser escuela evangelizadora, que desde nuestros carismas institucionales embellece el mundo y salva a las personas. Pero la referencia futura de todo lo bueno que hacemos necesita que, tras la salvación del presente también le aportemos sentido trascendente ¿En qué medida la pastoral y la evangelización están dificultando la trascendencia? Esta cuestión es muy delicada, y debemos estar preparados para afrontarla con seriedad y sentido.

En definitiva, #laescuelaquequeremos no puede construirse con sueños, necesitamos incorporar a nuestro discurso y a nuestras propuestas realidades factibles, historias que vivir, espacios de liberación interior y exterior, porque solo así nuestras escuelas serán realmente evangelizadoras, creativas, implicadas en el cambio, solo así, desde la permeabilidad y la humildad, podremos construir sentido que ayude a otros a habitar la intemperie de la vida. Cuando nuestro compromiso es con las personas y con su futuro, no queda espacio para soñar sino para sembrar realidades.

#laescuelaquequeremos (2)

#laescuelaquequeremos está llamada a ser, especialmente, virtuosa y socializadora.

Educamos “para” (para la vida, para liberar, para el corazón…), la educación en sí misma está preñada de un sentido futuro, y a pesar de lo efímero de todo lo que tocamos, educamos para ser en una sociedad cambiante. Por eso es tan importante educar en el fracaso, cada vez más necesario y urgente, porque, como diría el Maestro Yoda (perdón por lo atrevido de la fuente): El mejor maestro, el fracaso es. Una escuela “cristiana”, que tiene como modelo inspirador el estilo pedagógico de Jesús de Nazaret, tiene que ser maestra de superación, y para ello necesita ir más allá de los valores eternos y aprender a habitar en las virtudes, promoverlas, facilitarlas, acogerlas, preferenciarlas. Las virtudes son el presente de los valores, su realidad más transformadora, instrumento de cambio y garante de futuro. Educar en las virtudes, más que en los valores, no es una marcha atrás, aunque pueda sonar a palabras rancias, supone un futuro de la escuela a partir de su compromiso moral, que pasa por la búsqueda de la proximidad, el servicio, la neosolidaridad…, estaremos capacitando para volver a las personas, tanto a las que educamos como a las de su entorno, a la vida que hay más allá de las paredes o los cristales de las aulas. La pastoral y la pedagogía que necesitamos deben ser virtuosas, y por ello socializadoras, mucho más abiertas, específicas, centradas en las personas y no en ideas efímeras. Pero esta apuesta virtuosa y socializadora estará siempre transida de fracaso, porque educamos en una sociedad cada vez más compleja, multicultural, asimétrica, desacomplejada, desinhibida, abierta, circular, pero que es al mismo tiempo una sociedad hiperconsumista, hiperindividualista, hipermoralista (G. Lipovestky)… No podemos obviar estos cambios, ni tampoco asustarnos de ellos, encerrándonos en estilos y propuestas maniqueos y caducos, porque la escuela no puede ser una instancia “asocial”, que trabaja, propone y educa al margen de lo que ocurre fuera de sus muros.

#laescuelaquequeremos va a ser flexible y con Wifi.

La hiperconectividad que vivimos también nos lleva, paradójicamente, a desconectamos de la realidad y de las personas que la habitan, hemos perdido la interactuación. Contemplamos atónitos cómo las nuevas metodologías pedagógicas que pretenden vendernos la integración con las tecnologías de la comunicación, solo contribuyen a la incomunicación. En la renovación/innovación de la educación en sí misma, como servicio, la tarea educativa ya no va a poder ser más un espacio experimental unidireccional, aparecerán nuevos retos sociales, tecnológicos, humanos, participativos…, a los que tendremos que responder multidireccionalmente; no tiene que pillarnos preparados, nos tiene que pillar flexibles. La adaptabilidad es uno de los músculos de la escuela, especialmente de la escuela católica, que más tenemos que trabajar, sobre todo porque nos obliga de nuevo a ir más allá del institucionalismo que nos agarrota. Este cambio a la flexibilidad tiene sus consecuencias, supondrá un fuerte cansancio personal e institucional, pero también nos abrirá a un nuevo espacio, con Wifi, un espacio sin cables, en libertad, que haga reales y creíbles todas esas buenas palabras con las que llenamos nuestros idearios. Una Wifi, permeable, no cerrada, sin miedo a los hackers o a las caídas, en las que también debemos aprender a vivir, eso nos permitirá mirar de frente el sentido del cambio y de la renovación, de no hacerlo así estaremos haciendo sufrir a otros nuestros delirios innovadores y de renovación, nos mantendremos en las propuestas unidirecionales, cerradas y alejadas de la realidad, en palabras del poeta Horacio, Quidquid delirant reges, plectuntur Achivi, es decir, que no tengan que pagar siempre los de abajo los delirios de grandeza de los que dirigen. Es también desde la flexibilidad y sin cables como debemos abordar  las sinergias con las familias. Llevamos años diseñándolas, a veces repitiendo esquemas (porque creemos que funcionan o porque no sabemos qué otra cosa hacer) y otras veces proponiendo nuevos medios. Pero el futuro de la escuela nos permite esperar sinergias que no se centren en lo extraescolar. Es curioso cómo los padres van desapareciendo del aula según los niños van subiendo de curso, en infantil y primeros cursos de primaria están ahí, colaboran, participan, son parte del proceso educativo; después solo se les llama para tutorías, problemas o para colaborar con el bocata solidario. Las sinergias con las familias pasan irremediablemente por integrarlos de nuevo en las acciones pedagógicas, y es evidente que eso nos exige flexibilizar el espacio educativo de la escuela.