Palabras tardías

Intuyo que no soy al único que le pasa: mantengo con alguien un diálogo interesante, intenso, todo parece fluir con naturalidad, intercambiamos ideas, palabras, imágenes mentales, y poco después de terminar aquel encuentro comienzan a venir a mi mente palabras y argumentos que debería haber dicho. Es solo ahora que surgen con facilidad, recreo el diálogo incorporándolas y me parece mucho más vivo e interesante, pero ya es tarde, porque cualquier encuentro futuro tendrá sus propios caminos y las palabras a veces parecen tener vida propia.

Las palabras tardías se me aparecen con más frecuencia tras diálogos difíciles, muchos de ellos discusiones, intercambios complejos de opinión. A menudo solo pasa un breve espacio de tiempo, suficiente para que el encuentro se de por terminado, y mis pensamientos recurrentes se llenan de fantasmas que rehacen el diálogo y el ambiente. Pero ya estoy solo, la divagación me permite controlar con mayor precisión los términos del intercambio de palabras, ahora soy capaz de encontrar las adecuadas, de expresar argumentos perfectos y rotundos, incluso de adornarlos con citas concluyentes que decantan claramente el resultado a mi favor. Tarde ya, probablemente en mi próximo encuentro real sea incapaz de recordar toda la definición que ahora tiene mi lenguaje.

El escritor y Nobel francés André Gide dice, Muchas veces las palabras que tendríamos que haber dicho no se presentan ante nuestro espíritu hasta que ya es demasiado tarde. Los espectros de las palabras tardías, de las palabras no dichas, nos atormentan aún más cuando el reencuentro se hace imposible. El estado relajado de nuestra mente, que favoreció el rumiar reconstructivo del diálogo incompleto, se convierte, con la ausencia de la posibilidad, en estado de tensión y remordimiento. Son especialmente las palabras amables, las palabras de perdón o de cariño, las que más se nos retrasan, sobre todo el tono de las mismas. Cuando ya es demasiado tarde vienen a rondar nuestro espíritu y alterar nuestras emociones, envueltas en arrepentimiento y asimilando la pérdida de futuras oportunidades.

En el prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas, Ortega y Gasset afirma, La palabra es un sacramento de muy delicada administración. Un sacramento, que sitúa a la palabra en el reino de lo simbólico y de lo ritual, donde no solo hay que venerar sino también cuidar, porque representa ausencia y presencia a un mismo tiempo, reclama la delicadeza en su administración. Estamos invitados, obligados incluso, a que las palabras tardías dejen de habitar el limbo de nuestros territorios olvidados, sabedores de que el pensamiento vuela y las palabras andan a pie (Julien Green). Pronunciar nuestras palabras como sacramento puede salvarnos de la recurrencia de los pensamientos tardíos, pero sobre todo de nuestra pasividad en las presencias y los encuentros.

Adivina, adivinanza…

Adivina, adivinanza… Esta entradilla me retrotrae a la niñez, a esos tiempos en que la realidad desparecía tras unas manos o un pañuelo, simplicidad de respuestas y miles de preguntas. En la medida que crecemos nos parece ir comprendiendo el mundo, dejamos de creer en lo simple, porque todo nos resulta extremadamente complejo y complicado, la ingenuidad da paso a la sospecha y nos obsesionamos con sumar una experiencia tras otra, sin tiempo para interiorizarlas, aferrándonos a verdades absolutas que nos liberen de este sentirnos atados a la realidad. Ken Robinson solía decir que al dejar atrás nuestra infancia también abandonamos la creatividad, cada vez nos duele más que lo otro nos transforme, como si el proceso de madurez personal conllevara la pérdida de la percepción creativa del mundo y de la realidad, como si al crecer dejáramos de creer en la posibilidad de lo nuevo.

Hay, sin embargo, una parte de nuestras búsquedas infantiles que queda adherida a nuestra condición adulta, el gusto por la adivinanza. Pareciera que anheláramos seguir creyendo que las cosas se esconden con simplicidad ante nuestros ojos, que hay sentidos ocultos para lo incomprensible, que al cubrir nuestro rostro con las manos conseguimos realmente aislarnos y desaparecer de este eón que no podemos o no queremos aceptar. Crecemos, pero seguimos apegados al juego de la adivinanza, intolerantes para lo que escapa de nuestro entendimiento, una búsqueda obsesiva de todas las respuestas, que suele llevarnos a olvidar hacer las preguntas adecuadas.

Como un niño que no admite el callejón sin salida de la adivinanza, incapaces de descubrir los juegos de palabras que la vida nos pone por delante, convertimos esa zona de realidad desconocida en un misterio, capaces de vender la propia alma por desentrañarlo, evitando adentrarnos en los dédalos que puedan acercarnos a conocer lo que se nos esconde. Queremos saber, disponemos cualquier atajo para alcanzar lo desconocido, aunque para ello tengamos que anular los más obvios engranajes de nuestro modo de conocer las cosas. Queremos poder ver, necesitamos poder ver, asegurar las opciones de nuestras decisiones, obtener seguridad e hilo de certeza en las madejas de la vida.

Y cuando lo conseguimos, nos hacemos habitantes sedentarios de las respuestas arrancadas al futuro. Pero habremos vendido nuestra alma creativa, intercambiada por el embrujo de la paz personal. Son las casas que construimos, las tiendas que plantamos, las sillas que ocupamos, los dogmas que abrazamos, para evitar los enigmas de cada cruce de caminos, para tranquilizar la errante conciencia de la libertad.

La vida nómada del espíritu, sin embargo, se rebela frente a las cadenas de la adivinanza, al deseo de apuntalar las decisiones. Es el nomadismo de la vida a la intemperie, invitados a ser inspiración, creativa presencia. Es el nomadismo de la trascendencia, de quien se fía sin necesidad de ver y tocar, de quien levanta sus tiendas, de quien baja de las cumbres, de quien pisa fuerte un presente que no necesita más seguridad que la propia confianza. ¡Cómo no recordar aquellos versos que Machado escribió hace más de cien años:
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Lo que debo a mi amor

Hoy traigo la memoria de un gran y poco conocido místico trinitario, San Juan Bautista de la Concepción, que vivió en pleno Siglo de Oro español. Nació en Almodóvar del Campo el 10 de julio de 1561 y murió en Córdoba el 14 de febrero de 1613, en ese tiempo se caracterizó por su espíritu inconformista, debe ser esta una de las cualidades más significativas de los manchegos, y por conseguir la reforma de la Orden Trinitaria. Como digno hijo de su tiempo, nos legó un buen número de escritos de gran belleza mística, en los que se expresa de un modo nada conceptual (muy poco en común en esto con su amigo y hermano en la Orden, fr. Hortensio Félix Paravicino), porque sabe integrar el lenguaje popular y las imágenes más sencillas para hacerlos trascendentes, reales, sagrados.

Sí, también es san Valentín, día por excelencia del amor y de los amantes, por eso he escogido este precioso texto del santo trinitario, no podía ser de otro modo.

Todo lo que debo a mi amor, lo pago en buena moneda a los hombres de suerte que, sin temor de que me alcancen en algo, les puedo decir: ¿qué debía hacer por ti que no haya hecho? Si te consideras piedra preciosa perdida, estoy aparejado a trastrocar mil mundos por hallarte; si oveja atrasada, pastor cuidadoso que te busque y sobre sus hombros traiga. Yo me acomodo y tomo el oficio de que tienes más necesidad: si estás enfermo, soy médico; si tienes hambre, soy pan y labrador que tiene las trojes llenas; si flaco, soy padre; si pobre, hermano; si culpado, perdón. Yo soy todas las cosas para todos.”

San Juan Bta. de la Concepción, Diálogos entre Dios y un alma afligida, cap.2

Hablar de amor puede convertirse, sobre todo en días como hoy, en un gran globo azucarado, siempre a punto de explotar por el exceso de dulce y adorno, pasando de puntillas por la auténtica esencia de lo que significa amar, de lo que debemos al amor. Es como luchar con gigantes de aire, o molinos, un debate sin final entre quienes detestan una imposición comercial del amor y quienes se dejan llevar, o simplemente no les importa, y saben aprovechar la ocasión para mostrar a la persona amada lo que sus silencios tantas veces han dicho, pero no pronunciado. 

Como soy hijo y paisano del manchego Juan Bautista de la Concepción, me dejo llevar por su intuición y aprovecho para repasar todo lo que debo al amor, sin importarme realmente quién me lo pida. Es cierto que el santo, como no podía ser menos, canta al amor místico, pero coloca a la persona en el centro de su mirada, sus palabras nos llevan directamente al corazón y a la razón de amar: ¿qué hacer por ti que no haya hecho? Desgrana, desde la mirada del otro, los sentimientos de pérdida, esos que nos hacen sentirnos menos amados: una piedra preciosa perdida, una oveja atrasada, la enfermedad, el hambre, la debilidad, la pobreza, la culpa. Amar no solo consiste en reconocer esas pérdidas sino, sobre todo, en acercarse al amado desde cada una de ellas, acomodarse y encontrarse, ser mucho más que un referente, ser todas las cosas.

Porque amar es adelantarse a la vida, ser labrador cuando el amado tiene hambre, sembrar surcos que no solo quiten el hambre de hoy sino que llenen los vacíos de estómago mañana. Amar es ser padre y madre y hermano, no tener un sitio decidido en la mesa compartida de todos los encuentros; es ser perdón cuando la culpa nos transforma; buscar desde el cuidado y cargar sobre los propios hombros cuando el peso no puede ser compartido. Amar es ser todo para todos.

¡Qué buen «Valentín» es este Juan Bautista! Algunos pensarán que el místico habla de Dios y de su amor incondicional, pero ¿no consiste el amor en ser «como Dios» para  la persona amada? Todo lo que debo a mi amor me invita a no guardarme nada, a no tener miedo a perder y, por encima de todo, a trastocar mil mundos por hallarte.