Lo que debo a mi amor

Hoy traigo la memoria de un gran y poco conocido místico trinitario, San Juan Bautista de la Concepción, que vivió en pleno Siglo de Oro español. Nació en Almodóvar del Campo el 10 de julio de 1561 y murió en Córdoba el 14 de febrero de 1613, en ese tiempo se caracterizó por su espíritu inconformista, debe ser esta una de las cualidades más significativas de los manchegos, y por conseguir la reforma de la Orden Trinitaria. Como digno hijo de su tiempo, nos legó un buen número de escritos de gran belleza mística, en los que se expresa de un modo nada conceptual (muy poco en común en esto con su amigo y hermano en la Orden, fr. Hortensio Félix Paravicino), porque sabe integrar el lenguaje popular y las imágenes más sencillas para hacerlos trascendentes, reales, sagrados.

Sí, también es san Valentín, día por excelencia del amor y de los amantes, por eso he escogido este precioso texto del santo trinitario, no podía ser de otro modo.

Todo lo que debo a mi amor, lo pago en buena moneda a los hombres de suerte que, sin temor de que me alcancen en algo, les puedo decir: ¿qué debía hacer por ti que no haya hecho? Si te consideras piedra preciosa perdida, estoy aparejado a trastrocar mil mundos por hallarte; si oveja atrasada, pastor cuidadoso que te busque y sobre sus hombros traiga. Yo me acomodo y tomo el oficio de que tienes más necesidad: si estás enfermo, soy médico; si tienes hambre, soy pan y labrador que tiene las trojes llenas; si flaco, soy padre; si pobre, hermano; si culpado, perdón. Yo soy todas las cosas para todos.”

San Juan Bta. de la Concepción, Diálogos entre Dios y un alma afligida, cap.2

Hablar de amor puede convertirse, sobre todo en días como hoy, en un gran globo azucarado, siempre a punto de explotar por el exceso de dulce y adorno, pasando de puntillas por la auténtica esencia de lo que significa amar, de lo que debemos al amor. Es como luchar con gigantes de aire, o molinos, un debate sin final entre quienes detestan una imposición comercial del amor y quienes se dejan llevar, o simplemente no les importa, y saben aprovechar la ocasión para mostrar a la persona amada lo que sus silencios tantas veces han dicho, pero no pronunciado. 

Como soy hijo y paisano del manchego Juan Bautista de la Concepción, me dejo llevar por su intuición y aprovecho para repasar todo lo que debo al amor, sin importarme realmente quién me lo pida. Es cierto que el santo, como no podía ser menos, canta al amor místico, pero coloca a la persona en el centro de su mirada, sus palabras nos llevan directamente al corazón y a la razón de amar: ¿qué hacer por ti que no haya hecho? Desgrana, desde la mirada del otro, los sentimientos de pérdida, esos que nos hacen sentirnos menos amados: una piedra preciosa perdida, una oveja atrasada, la enfermedad, el hambre, la debilidad, la pobreza, la culpa. Amar no solo consiste en reconocer esas pérdidas sino, sobre todo, en acercarse al amado desde cada una de ellas, acomodarse y encontrarse, ser mucho más que un referente, ser todas las cosas.

Porque amar es adelantarse a la vida, ser labrador cuando el amado tiene hambre, sembrar surcos que no solo quiten el hambre de hoy sino que llenen los vacíos de estómago mañana. Amar es ser padre y madre y hermano, no tener un sitio decidido en la mesa compartida de todos los encuentros; es ser perdón cuando la culpa nos transforma; buscar desde el cuidado y cargar sobre los propios hombros cuando el peso no puede ser compartido. Amar es ser todo para todos.

¡Qué buen «Valentín» es este Juan Bautista! Algunos pensarán que el místico habla de Dios y de su amor incondicional, pero ¿no consiste el amor en ser «como Dios» para  la persona amada? Todo lo que debo a mi amor me invita a no guardarme nada, a no tener miedo a perder y, por encima de todo, a trastocar mil mundos por hallarte.

Ignorancia e intolerancia

La semana pasada nos sobresaltó el brutal ataque en dos iglesias de Algeciras, con el triste resultado de un muerto, varios heridos y cientos de noticias cargadas de miedo e ignorancia. No podemos evitar juzgar estos acontecimientos con las cortas herramientas de nuestros prejuicios, medirlos a partir de ideas que ni siquiera hemos pensado bien, sacar conclusiones que nos salven del sentimiento de inseguridad. Tampoco podemos evitar, aunque deberíamos, interpretarlo todo desde una posición de superioridad, moral, cultural, religiosa; realmente da igual, porque ninguna de ellas es capaz de dar respuesta a nuestros miedos ante la diferencia y lo incomprensible.

He estudiado el islām, sus textos, su teología, sus sabios y místicos. Evidentemente, lo he hecho como cristiano, con mi tradición a cuestas, lo que a veces ha supuesto un fardo, pero otras muchas, una riqueza. Lo más fácil de aceptar, para alguien que se adentra en el islām desde fuera, es la belleza de la espiritualidad sufí, que nos muestra desde siglos una imagen de tolerancia y sabiduría cercana a la espiritualidad de nuestros propios místicos, aunque hablar de propios cuando nos referimos a la mística es prueba de la pobreza hermenéutica en nuestras ideas preconcebidas. Los místicos, recorran el camino que recorran, se saben buscadores de la belleza de Dios en el mundo, en sus vidas y en todas las personas; saben que tan solo se aproximan a la verdad, la desean pero no la poseen.

Más difícil es aceptar esa otra imagen del islām que nos llega medio oculta por el desconocimiento y por siglos de desencuentro. Las reacciones más comunes son la ignorancia y la intolerancia. Tampoco nos creamos más intransigentes que nadie por ello, en el mundo islámico ocurre prácticamente lo mismo en su percepción del cristianismo. Hace tiempo leí un pequeño libro de Amín Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes. Fue un gran descubrimiento para mi, que tanto había leído sobre las cruzadas vistas desde mi orilla. Maalouf es cristiano, de origen libanés, y sabe de la importancia que tiene calzar las sandalias del otro para poder sentir el mundo de un modo nuevo. Su vida, como la de su familia, no ha sido fácil, podríamos decir que es una de tantas víctimas de la intolerancia, vagando de un país a otro, repudiado por unos y otros porque no se conformaba con odiar. Como él mismo dice en otro de sus ensayos, vivimos obsesionados en hallar para cada problema un culpable antes que una solución (de su libro Identidades asesinas, muy recomendable también).

Después, cuando ocurren actos tan incomprensibles como el de Algeciras, y tantos otros que forman ya parte de nuestra memoria colectiva, por su dramatismo y crueldad, la ignorancia y la intolerancia vuelven a ser protagonistas de las reacciones mayoritarias en la sociedad. Ya no es solo que el dolor domine nuestra respuesta, a veces hay que escuchar con asombro justificaciones e interpretaciones de políticos e intelectuales que tiran de tópicos y traen más desconcierto que tranquilidad. Decir a estas alturas, por ejemplo, que los católicos somos más tolerantes que los musulmanes, porque no usamos la violencia para imponer nuestra fe, es desconocer tanto la historia como la realidad más profunda y real de ambas religiones; asociar cierta superioridad moral a una determinada tradición religiosa, menospreciando la vida y el compromiso de los millones de fieles que practican su credo en paz y en espíritu constante de conversión (porque eso es realmente la yihad, más parecida a la ascética cristiana de lo que nos hacen creer), es una incendiaria forma de polemizar, engañar y polarizar el diálogo y el encuentro.

Tras los sangrientos atentados de París, en noviembre de 2015, que provocaron 130 muertos y 415 heridos en la sala Bataclan y otros lugares, el periodista Olivier Roy publicó una columna en Le Monde (24/11/2015) de la que anoté una intuitiva y sobrecogedora idea, que puede ayudar a situar toda esta locura, pero sobre todo el verdadero problema: No es el islam el que se radicaliza, es la radicalidad la que se islamiza. Queda claro.

No encuentro un modo mejor de acabar este post que los conocidos versos de un gran místico musulmán del siglo XIII, Yalāl al-Dīn Rumī:

La cruz de los cristianos,
palmo a palmo examiné.
Él no estaba en la cruz.

Fui al templo hindú, a la antigua pagoda.
En ninguno de ellos había huella alguna.

Fui a las tierras altas de Herat, y a Kandahar.
Miré. No estaba en las cimas ni en los valles.
Resueltamente escalé la fabulosa montaña de Kaf.
Ahí sólo estaba la morada del legendario pájaro Anqa.
Fui a la Caaba de la Meca. Él no estaba allí.
Pregunté por él a Avicena, el filósofo.

Él estaba más allá del alcance de Avicena.
Miré dentro de mi propio corazón.
En ese, su lugar, lo vi.
No estaba en ningún otro lado.

Días tristes, días felices

Esta semana nos atormentan nuevamente con esa atrocidad del Blue Monday, el llamado día más triste del año, que celebra desde 2005 cada tercer lunes de enero. Es una efeméride con un origen comercial, algo que ya no extraña a nadie: la compañía de viajes inglesa Sky Travel dice haber calculado, mediante una ecuación, el día más triste y deprimente del año. Dejando a un lado el gusto por lo mágico y extraordinario, y mirando de reojo el intento de aportar seriedad al asunto con supuestas fórmulas matemáticas, lo cierto es que tenemos una atracción, podríamos decir que innata, a buscar la tristeza, y justificarla.

Como, además, nos gusta el juego de los contrarios, no podía faltar el día más feliz del año, llamado Yellow Day, cada 20 de junio esta vez, último día de la primavera y pórtico del solsticio de verano, sostenido también en supuestos análisis científicos en los que han participado psicólogos, sociólogos y meteorólogos. La paradoja de este invento es que ignora una parte importante del planeta, y como todas las cosas mágicas parece solo destinado al punto de vista de unos pocos. Eso si que es triste.

Da lo mismo buscar una cosa o la contraria, días tristes o días felices, si no hemos sido capaces de ser, ser plenamente, ser conscientemente, el resto de los días de nuestra vida. Personalmente me resisto a que los algoritmos, por muy científicamente que se nos presenten, marquen le felicidad o la tristeza de mi existencia. Pero, sobre todo, me resisto a que deba definir cada momento a partir de ideas que decidan mis sentimientos y olviden mi realidad.

Walter Benjamin, un curioso y, por desgracia, poco conocido filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, dedicó una parte importante de su pensamiento a la idea de felicidad. En su pequeña obra Dirección única leí una afirmación que llevo rumiando largo tiempo, Ser feliz significa poder percibirse a sí mismo sin temor. Los días tristes son aquellos en que nos tememos a nosotros mismos, encerrados en una soledad que nos asusta, que nos devuelve a los abismos personales, que parece recordarnos todos los imposibles que nos habitan. Son tristes los días en que hacemos memoria de nuestras debilidades y nos hundimos con ellas, con miedo a que hayan convertido en absolutos de sentido, con pánico a que nos definan. No hay ecuaciones para ello, solo desconfianza. Da lo mismo que sea el tercer lunes de enero o el cuarto viernes de agosto, hemos dejado de creer en nosotros mismos.

¿Y no habrá mayor tristeza que tener que buscar un día como el más feliz del año, o de la vida? Pero lo hacemos, lo buscamos y lo aceptamos, como si en ello nos fuera la misma vida. Los días felices no son los que superan índices de tristeza, digan los meteorólogos lo que quieran, sino en los que hemos aprendido a admirar la belleza incluso de nosotros mismos; los días del reencuentro con la confianza, en los que comprendemos que podemos agradecer por aquello que no acabamos de aceptar; los días en los que nos percibimos, como nos invita Benjamin, sin temor; los días en los que dejamos de ver las cosas como una dicotomía simple entre el ser y el hacer, entre la tristeza y la felicidad; los días en los que tomamos la decisión de ser nosotros mismos.

Hoy es ese día, sin apellidos. Hoy es el momento de percibirte como Dios te ve, y te ama.