Atraer el mañana

Hace poco comenzamos un nuevo Adviento, que siempre nos abre un espacio para la esperanza, con mucho de transformación, aunque también de ensoñación. Hacemos de la esperanza un sueño cuando la necesitamos para preparar el mañana, pero desde la resistencia para abandonar o transformar el hoy que vivimos. Es una esperanza cargada de alienación, que nos embauca con luces futuras, nos anestesia para las llamadas de atención que el presente, y quienes lo representan, nos lanzan continuamente. Vivir la esperanza como una ampliación del presente hacia el futuro, solo consigue cerrar nuestros oídos y nuestro corazón al clamor de la tierra y de los que en ella sufren. Nos conformamos, entonces, con bonitos discursos que nos distraen del arte de vivir, resignados a un presente que aspira a más pero sabe que no lo conseguirá.

La esperanza del Adviento actúa justo al contrario. Es el futuro que vislumbramos el que nos permite comprender mejor el presente y, por tanto, estamos mejor preparados para transformarlo, no con ensoñaciones sino con compromiso. Es la esperanza de la resurrección, que poco tiene que ver con la espera pasiva de un más allá, sino con la lectura del tiempo presente a la luz de la vida abundante que se nos promete. Dice Adorno, en su Dialéctica negativa, que El gesto de la esperanza es el de no retener nada a lo que el sujeto quiere atenerse. Es la invitación a una esperanza que no retiene este presente en un futuro sin entidad, sino que atrae el mañana para salvar e iluminar todos los infiernos que nos habitan.

Entender lo que vivimos desde la promesa nos permite una esperanza verdadera para los vencidos de la historia, mirar y escuchar a quienes no son tenidos en cuenta para escribir el futuro, ni siquiera su propio futuro. Al atraer un mañana lleno de palabras transformadoras nos resistimos a retener un presente condicionante y con vocación de eternidad. Nos vence el miedo cuando abrazamos una esperanza que solo sabe ampliar este hoy incompleto, que no ve ni conoce otro futuro que el construido sobre nuestras seguridades actuales.

Debemos ser capaces de responder a las grandes cuestiones de la vida, pero sobre todo debemos aprender a hacerlo junto a otros que también se preguntan, atrayendo juntos un futuro que sea esperanza para cada uno de nuestros presentes. Se atribuye a Martin Luther King el motivador pensamiento, si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol. Así es la esperanza, no traslada al futuro la angustia del presente, más bien siembra futuro en el presente. Atrae el mañana.

El arte como salvación

Hace un año tomé nota de una historia que Carlos del Amor llevó a las noticias de TVE con motivo del día mundial de los museos, y que merece la pena rescatar: Cuando hacía el reportaje, se encontró con una señora de 92 años que veía por primera vez el cuadro de Las Meninas en el Museo del Prado. Carlos del Amor se cruzó en su camino, y como suele hacer, con su calidez y cercanía, la convirtió en el centro de la noticia. El reportaje termina afirmando que el arte, la cultura, es tan necesaria como el aire que respiramos.

Cada camino escogido nos lleva a encuentros inesperados, es así como se configuran las culturas, a partir de la capacidad significativa de los símbolos y del universo de encuentros que generan. Cuando entro en un museo por primera vez me gusta deambular, dejarme llevar por esos caminos de descubrimiento, en el que me invaden las sorpresas y el asombro, a veces por grandes y maravillosas obras de arte, otras por escondidas y pequeñas obras que parecían esperarme desde hacía tiempo, cada vez más cómplice con el arte abstracto que con el figurativo. Si tengo la oportunidad de regresar al museo, sus caminos interiores devuelven a esos espacios de sentido, que han aguardado pacientemente mi regreso, que han alimentado mis sueños, que equilibran todas las heridas y caídas acumuladas hasta entonces.

Y ya que he comenzado con el Prado, esos caminos me llevan a tres obras que me salvan constantemente. El descendimiento de Cristo, de Roger van der Weyden; la Anunciación, de fra Angelico; y un pequeño bodegón de Juan Sánchez Cotán. Es solo después de estas visitas cuando dejo que mis pasos me conduzcan a otros encuentros inesperados. ¿Por qué esos tres cuadros? Cada uno de ellos ha marcado un momento decisivo de mi vida, fueron encuentros inesperados cuando andaba en busca de respuestas, y me salvaron, de un modo u otro lo hicieron, complejo de explicar, porque hay experiencias que se corrompen con las explicaciones.

El arte es tan necesario como el aire que respiramos, decía Carlos del Amor, porque el arte es salvación, nos rescata de los vacíos que se crean en nuestras relaciones, nos ayuda a encontrar nexos de unión que ni siquiera las palabras pueden concebir, nos conecta con preguntas de sentido que quedaron suspendidas en la memoria, nos salva de la tentación de lo asimbólico, del deseo de lo simple, de las búsquedas infructuosas. El arte nos humaniza, y lo hace porque abre una gran ventana a la trascendencia, nos acerca a Dios, nos permite acceder al acto de creación permanente. Nos salva.

Todo es milagro

Hoy se cumplen cinco años de la más maravillosa experiencia de belleza que he tenido en mi vida. En unos días libres de mi visita a las obras trinitarias de Sucre, Bolivia, me ofrecieron ir a conocer el Salar de Uyuni. Solo me animaba mi espíritu aventurero, reconozco que no sabía nada del lugar ni de lo que iba a encontrar, y pasar tres días en el altiplano boliviano, con el mal de altura desafiando mi hipotensión, no conseguía convencerme de que mereciera la pena el largo trayecto por las intrincadas carreteras andinas.

Tras la noche desvelada en un albergue de la ciudad de Uyuni, por el frío y por la patente falta de oxígeno, salimos temprano hacia el salar, acompañados de un guía y su todoterreno, única forma de adentrarse en aquel lugar que ya en sus primeras imágenes se presenta inhóspito y solitario. El Salar de Uyuni es el mayor desierto de sal continuo y alto del mundo, con una superficie de 10.582 km², es también la mayor reserva de litio del planeta, pero gracias a la escasa cantidad de agua, necesaria para su extracción, y a la protección del gobierno boliviano las empresas tecnológicas no lo pueden explotar a gran escala.

El guía exponía su memorizada presentación del lugar mientras sacaba del maletero del todoterreno unas botas de agua para nosotros. Me tuve que quedar descalzo el resto del día, calzo un número impensable en aquel lugar del altiplano y la alta concentración de sal podía estropear mi calzado. Mis ganas de aventura se diluían poco a poco, a ritmo contrario al que aumentaba mi respiración por la altitud. En la medida en que el todoterreno se perdía en la inmensa llanura blanca del salar, pensaba ya en el viaje del día siguiente, a Potosí, y solo la promesa personal de conocer un lugar de historia y tradición me salvaba del aburrimiento de aquel inmenso desierto de sal. Y además, descalzo.

En la primera parada, todo cambió. Bajé del todoterreno. Una fina capa de agua cubría el salar, del grosor de un dedo. Pisé casi con miedo, como si lo estuviera haciendo sobre una plancha de hielo a punto de romperse. Me alejé un poco del vehículo, y entonces… la belleza. El agua reflejaba el cielo con la precisión de un espejo, jugando con la mente en una rotación continua entre cielo y tierra, de modo que ya no sabía si mis pies pisaban una u otro. Tuve que respirar profundo, no ya por la altitud sino por evitar el vértigo que tal intercambio de imágenes me produjo. Y lloré.

Pocos lugares han conseguido emocionarme de tal modo. Incluso ahora, recordándolo, se acumulan de nuevo las lágrimas en los ojos, como pretendiendo reinventar aquel vasto espejo de equilibrio entre las nubes y los pequeños montículos de sal. Fue un día maravilloso. Y no hubo más que eso, recorrer el gran desierto blanco sin encontrarnos con nadie más, aspirar los reflejos, jugar con los equívocos del agua que ponía el cielo bajo mis pies descalzos, y volver a emocionarme en la repetida invención de una realidad que desbordaba la mirada. Casi sin darme cuenta llegó el momento de la puesta de sol. Durante el día me habían prevenido de la espectacularidad de esa hora y, ciertamente, no defraudó. Pero entonces, una vez el sol desapareció entre las nubes del horizonte, toda la magia del lugar se desvaneció. El agua volvía a ser solo agua, cielo y tierra ocuparon su lugar, y por primera vez desde la mañana sentí la humedad en mis pies.

La belleza es una experiencia de sentido, y como aprendí con Platón, se entrevera con la bondad. Pero ninguna de las dos son experiencias definitivas, de algún modo hay que asumir el fin del sortilegio que nos permite pisar el cielo de nuestra existencia. El aprendizaje está en descubrir que esa fina capa de agua, que ahora parece un simple e infinito charco, se convertirá de nuevo, iluminada por el sol, en un bello y bondadoso caleidoscopio. La moraleja no es la del cuento del Patito feo de Andersen, la belleza es esquiva a nuestras búsquedas porque nos resistimos a ver la grandeza en los gestos y acontecimientos sencillos, porque aún pensamos en las promesas de lo que vendrá mañana, porque nos quedamos a vivir en los contratiempos del presente, los pies descalzos por falta de calzado, la rutinaria extensión de una llanura ausente de colores, el horizonte como ruptura de los encuentros. Como dice Josep María Esquirol: “Lo angustioso y esquizofrénico es la tierra sin relación con el cielo, o el cielo sin relación con la tierra. El horizonte, que tanto nos calma, es relacional. Nos salvan las relaciones.

A veces, la belleza nos sorprende en su propuesta relacional, ha estado ante nuestros ojos, oculta por nuestra obsesión de perfección, desplazada por diseños de una vida construida sobre sueños y espejismos. Su efímera presencia es capaz de descolocar nuestros deseos de supervivencia, deslumbrados por la promesa de un milagro que somos incapaces de descubrir en los espacios más simples de nuestra existencia. Cada caída de la noche parece hacer desaparecer la belleza que nos ha embriagado, hay muchos tipos de noche que despueblan nuestros sentimientos y parecen desarmar los milagros que nos hicieron creer en la esperanza. Sin embargo, existen dos formas de ver la vida, -dice Albert Einstein- una es creer que no existen los milagros, la otra es creer que todo es un milagro. Para que así suceda, no hay más camino que aprender a vivir en la belleza, y en su ausencia, sin esquizofrenias.