Indiferentes a la belleza

Aquellos ascetas que consideraban la indiferencia como virtud no podrían haber imaginado cómo en la sociedad actual hemos transformado este concepto. Hemos alcanzado la habilidad de tener a nuestro alcance los deseos que siempre soñamos, solo para dejarlos pasar, como si fueran efímeros destellos de la vida. Nos encontramos inmersos en una existencia que apenas sentimos de manera intensa, distraídos por una sobreestimulación de nuestros sentidos que nos deja insensibles, tanto ante el dolor como ante la maravilla que nos rodea.

La vorágine diaria nos ha llevado a caminar sin apreciar el camino, a centrarnos en metas a largo plazo olvidando la belleza intrínseca del presente. Nos aferramos a victorias intrascendentes, perdiendo de vista las pequeñas y difíciles victorias cotidianas: conocer, amar, perdonar y levantarse. Nuestra expectativa de cambios asombrosos, y que podamos compartir en redes sociales y tertulias de café, nos lleva a pasar por alto el permanente milagro de la vida en nuestra propia vida.

Esta indiferencia nos condiciona sin que seamos capaces de darnos cuenta. Adheridos a rituales y finales predefinidos, empoderados con sermones y tratados sobre la belleza pero sin ser capaces de descubrirla, nos convertimos en gente de palabras y promesas pero no de gestos. Somos buscadores de milagros que pasamos por alto los signos que realmente reconcilian con la vida: saludar a un desconocido, escuchar a un amigo sin distraerse con el móvil, contactar a alguien a quien no hemos visto en mucho tiempo, visitar a un enfermo, sonreír, dar una moneda al que pide en el semáforo, abrazar, confiar y lanzarse sin red a la vida.

La indiferencia no es ya virtud, sino pecado, que nos aleja de las conexiones humanas auténticas. Nos ilusiona con una vida sin obstáculos, pero pronto descubrimos que vivimos junto a otros pero en soledad, buscando experiencias significativas pero cada vez más individualistas. Necesitamos volver a compartir cara a cara nuestras experiencias y sentimientos con aquellos que nos rodean, apreciar la diferencia de su belleza, sin depender de remedios virtuales, sin que nos importe si el resto del cibermundo nos sigue o queda ignorante ante lo que hacemos. Solo entonces, estaremos nutriendo nuestras vidas con el alimento que realmente importa.

Palabras y silencio

He escrito en anteriores post sobre el silencio, sobre cómo mejoran las palabras, sobre su necesidad para una vida de sentido. Es un tema que me ronda constantemente, sobre todo porque, como todos, tengo que vivir en un mundo de palabras, no siempre entreveradas de síntesis.

Aún me impresiona la soberbia película de Phillip Gröning, El gran silencio. La he visto varias veces, sé que no es fácil, muchos me dicen que sus casi tres horas de imágenes y sonidos ambientales no consiguen acallar su palabrería interna. Es un signo de que no toleramos fácilmente los silencios, porque su elocuencia nos cuestiona, nos sitúa ante el devenir de nuestra propia existencia, porque nos han enseñado a expresarnos, escuchar, opinar, modelar,… siempre con palabras y a través de palabras. Mis escenas favoritas de la película, por cierto, son esas entrevistas con los monjes cartujos en las que están en silencio ante la cámara, casi se puede ver su alma.

Retomo, tras este breve descanso de agosto, mis post semanales. Querría que en ellos se entreveren mis palabras con mis silencios, que los espacios en blanco entre cada una de ellas, símbolos de mi pensamiento mientras escribo, inspiren encuentros y nuevas palabras en todos los que cada semana me leéis. Cada septiembre que comienzo de nuevo siento la responsabilidad de mis pensamientos puestos en palabras, a los que despierto y a través de los cuales muchos me acabáis compartiendo vuestro propio despertar. Es por eso que deseo poner más silencios, que mi alma desnudada semanalmente embellezca otras búsquedas, sin aprisionar significados.

A raíz de La celda cerrada, la magnífica última novela de Carmen Guaita, he releído los diarios de Etty Hillesum. En su entrada de junio de 1942, Etty, que busca estímulos para ser escritora y expresar al mundo su alma, dice: Solo quiero escribir palabras que se intercalen orgánicamente dentro de un gran silencio y no palabras que solo sirvan para superar y perturbar el silencio. En realidad las palabras deben acentuar el silencio.

Palabras intercaladas orgánicamente entre el silencio, palabras que no confundan el sonido de la vida, palabras que conduzcan al alma, al sentido. En ello estoy.

Lo inalcanzable

Junto a lo inolvidable y lo inesperado, que tienen un fuerte componente para privarnos de nuestra capacidad de proyectar, porque nos amarran a un pasado tranquilizador, añado ahora lo inalcanzable. Embarcados en rutas que exceden nuestras posibilidades, en lugar de rendirnos sabemos encontrar la fortaleza que nos mantiene en la tensión de superarnos. Cada mañana es un camino nuevo, sin vuelta atrás, se puede releer el post Caminos sin retorno, y nos trae inesperados encuentros que nos necesitan dispuestos para seguir confiando en alcanzar metas y abrazar desafíos.

Dice una popular coplilla, el que espera desespera, y quien desespera no alcanza, por eso es bueno esperar y no perder la esperanza. Saber esperar sin perder la esperanza es todo un arte en los tiempos que vivimos, debe nutrirse de generosas dosis de paciencia y de confianza, pero sobre todo de cuidado y atención en aquello que emprendemos. Se nos requiere en la atención a los matices, esos detalles en los que debemos reconocer la intensidad de la vida, incluso cuando su volumen es tan bajo que se confunde en el ruido sinfónico del caminar. Los matices marcan la diferencia entre alcanzar y desesperar, y aunque muchas veces no lo parezca siempre hablan nuestro mismo lenguaje, no los entendemos porque no prestamos atención al momento presente, porque nos cuesta olvidar los éxitos del ayer que, inconscientemente, buscamos repetir hoy.

Lo inalcanzable nos reta desde cada futuro que nos es propio, provoca a nuestras capacidades, aguijonea nuestros deseos, limita nuestros sueños. Confundidos por su aparente fortaleza, lo inalcanzable desvía nuestra atención del gozo del camino. Me cuesta disfrutar del viaje, apreciar la belleza de lo tedioso, reconocer que en los requiebros de la vida se esconde también un sentido, sin el cual difícilmente podré acoger la meta de mis proyecciones.

Montaigne, en sus Ensayos, lo propone con un tono poético insuperable, lo importante no es quién llegará a la meta, sino por quién efectuará las más bellas carreras. Hay que aprender a amar esa belleza del viaje, aunque nunca alcanzamos la meta, porque en ella nos encontramos con aquellos matices que desvelan sentidos. No es fácil aceptar esa parte de inalcanzabilidad que tiene la vida, nos acecha el deseo de completar, de medir objetivos tachando lo conseguido, de cerrar historias y pasar páginas. Como canta Jorge Ruiz, de Maldita Nerea, en una inspiradora canción, la vida crece entre los matices. Casi nada, prácticamente todo.