La difícil tarea de las decisiones

Una de las tareas más complejas de la vida es la toma de decisiones. Ciertamente, nos ayuda a madurar, puede incluso ser un indicador del grado de madurez de la persona, pero también puede revelar esa eterna adolescencia que se nos queda pegada a la razón y nos lastra por largos caminos de indecisión. Ni siquiera decidir es en sí algo bueno y definitivo, podemos tomar decisiones afortunadas o decisiones equivocadas, decisiones que se abren a otras futuras o decisiones que cierran diálogos y se hacen definitivas, podemos también alegrarnos o arrepentirnos de una decisión, sea cual sea el camino por el que nos ha llevado.

Aún así, la peor decisión será siempre la indecisión. No solo somos consecuencia de nuestros actos, sino especialmente de las decisiones que nos llevan a realizar esos actos. Flotar, por tanto, en las aguas aparentemente mansas de la indecisión no solo es una mala decisión, también una puerta abierta a la soledad. Nos dice Nietzsche que, los hombres no deciden por lo más racional sino por lo que les llena el corazón de resolución y de esperanza, porque si nunca escuchamos el corazón, lo que nos apasiona, las emociones que nos habitan y definen, no alcanzaremos un discernimiento que preste atención a las piezas aparentemente inconexas de nuestra vida, y a la relación que tienen entre sí. Necesitamos descubrir esa profunda unidad para que la decisión sea posible y venga a redimir la vida.

Decidir nos sitúa, en un contexto, en un camino, en una de las opciones, en una idea, en una visión de la realidad. Por eso mismo es difícil. Cada vez queremos pertenecer menos a un solo lado de las cosas y sentirnos parte de todos los lados posibles. No solo nos invade la indecisión, también la indefinición, y el miedo a que no encontremos otra posibilidad para decidir, nos diluye en un purgatorio en el que lo poseemos todo sin ser realmente nada.

En la difícil tarea de las decisiones suele poseernos el demonio de las dudas. A veces, instalados en ellas encontramos el perfecto argumento para no tomar decisiones, consolados en la excusa de una prudencia mal comprendida. Como dice el escritor austriaco Karl Kraus, El hombre débil duda cada vez que toma una decisión, el hombre fuerte duda una vez que la ha tomado. No podemos desprendernos de la duda, pero alcanzar el entendimiento de que forman parte de la vida, y de la fe, nos ayudará a avanzar en los caminos de la existencia. En palabras de Robert Frost: Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, tomé el menos transitado, y eso marcó mi vida.

Resucitamos amando

El tiempo de Pascua lo es de resurrección y de esperanza, de transformaciones que abren nuevos caminos. Creer en la resurrección puede parecer tarea fácil, pero no lo es. Nos hemos acostumbrado tanto al hecho en sí, que olvidamos su trascendencia, su inexplicabilidad, el misterio que encierra, y que no podemos reducir al mero hecho de volver a la vida. Creer en la resurrección nos deja al margen de las leyes de la ciencia, pero no es eso lo que complica la fe sino la afirmación de la vida en toda su plenitud, la aceptación implícita de la muerte, paso imprescindible para superarla, el caudal de palabras que salvan de los silencios, enterradores prematuros.

Resucitamos gracias al Amor. Pero no hay resurrección sin haber integrado todo lo amado, lo fácil de amar y lo complejo, la belleza y la oscuridad de nuestra vida, los cambios y las aburridas tardes de domingo. Al Domingo de Resurrección le precede, inexcusablemente, el viernes santo, y es curioso cómo nos abrazamos a los signos de la nueva vida resucitada, al mismo tiempo que ocultamos las muertes y las caídas que la hacen posible, como si no quisiéramos pensar en ellos, como si nos diera vergüenza aceptarlos e incluirlos en nuestra experiencia de vida.

Me llama la atención cómo Heidegger resalta la afinidad entre amar y pensar. En su pequeña obra «¿Qué quiere decir pensar?», recuerda el bellísimo poema de Hölderling, Sócrates y Alcibíades: «A la pregunta de cómo es posible que esté tan enamorado de Alcibíades, Sócrates habría respondido: Quien piensa lo más profundo, ama lo más vivo». No hay nada más vivo que el amor por los demás y de los demás. Cuando nos atrevemos a pensar en intensidad, por nosotros mismos, cuando nos reconciliamos con todas las profundidades que nos habitan, y que también nos definen, nos vamos preparando para acoger en nosotros lo más vivo, el amor. No se trata de un amor difuso y acaramelado, sino personal y transformador. Es un amor que descubre el tú amado y lo hace horizonte de sentido, un amor que se da y que resucita.

Resucitamos amando, lo nuevo que encontramos y lo viejo que alguna vez llegamos a amar. Resucitamos amando, también lo que más nos cuesta amar, todas esas muertes que se nos acumulan en las fosas comunes de la existencia compartida, todo lo que nos provoca dolor y sufrimiento. Resucitamos amando, porque de otro modo esta vida nueva que se nos regala sería una vida de prestado, edificada sobre ideales ilusorios, sin pensamiento, sin raíces. La resurrección es el clímax de una vida sin atajos, que se abre al amor como posibilidad de encuentros. Por eso, resucitamos amando.

Esperanza retroactiva

Cuando hablamos de esperanza buscamos resituarnos en un presente que nos abruma, poniendo una mirada limpia en el futuro que nos interpela. La esperanza tiene el valor de las utopías, nos arranca de raíz de los escenarios de incauta desesperación y aporta una luz, tantas veces débil pero intensa, para el camino que pisamos con paso tembloroso. Ernst Bloch, en su gran obra El principio esperanza, reivindica una esperanza que se haga utopía, porque hay una sociedad que transformar y porque en ella siempre buscamos un mundo nuevo y una sociedad nueva. Es esa tensión la que nos salva de la desesperación, donde las utopías juegan su papel integrador y revolucionario, por eso son tan peligrosos quienes las rescatan, por eso tan difíciles de retener quienes encuentran una brizna de esperanza.

Estoy de acuerdo, pero me cuesta aceptar una esperanza que solo apunta al futuro. ¿Qué ocurre con el pasado, especialmente cuando se hace recurrente? Hay hechos, palabras, vacíos y silencios de nuestras vidas para los que parece no haber ya esperanza. Han quedado atrás, convertidos en memoria de un presente vivido muchas veces, pero aunque evite mirarlos para evitar la tortícolis del corazón, continúan formando parte de mis decisiones, son páginas que se resisten a pasar, se les ha adherido un marcador, una esquina doblada, que es como una herida que no cierra y a veces nos atormenta.

Miguel de Unamuno, en su ensayo Vida de Don Quijote y Sancho, traza ese equilibrio en el reverso de las utopías: «Hay esperanza porque hay recuerdos … Con maderas de recuerdos armamos las esperanzas». Unamuno entiende la realidad como el permanente esfuerzo del recuerdo por hacerse esperanza y el efímero esfuerzo de la esperanza por convertirse en recuerdo, porque «quien no recuerda no espera». Muchas de esas maderas de recuerdos se han llenado de carcoma y humedades, hay restos de pintura incrustados y heridas de clavos oxidadas, a veces son fantasmas que el paso del tiempo no espanta, umbríos espacios en busca de luz. Por eso, precisamente por eso, el gran desafío es mirar con esperanza nuestro pasado, rescatarlo de una memoria selectiva que solo cuenta los triunfos, reconciliar los huecos incompletos que nos angustian.

Poner esperanza en los recuerdos es una mirada arriesgada, pero que necesitamos más que nunca en estos días finales del año. No bastan el orgullo de lo realizado o el arrepentimiento por las pérdidas, para sobrevivir a este presente cambiante se nos piden maderas antiguas que se conviertan en cimientos presentes, y no hay mejor modo de hacerlas nuestras que con una esperanza retroactiva. Mirar con esperanza lo que nos hace sentir incompletos será un buen comienzo de año. Hay tarea, hay ovillo que devanar, hay esperanza.

«Mientras devano la memoria
forma un ovillo la nostalgia.
Si la nostalgia desovillo
se irá ovillando la esperanza.
Siempre es el mismo hilo.»

Eduardo Galeano