Trochas y atajos

El comienzo de la Cuaresma suele ser poco original, se repiten cada año los mismos símbolos, las mismas palabras, las mismas buenas intenciones. Aunque, lo repetitivo tiene también su valor. Muchas veces lo necesitamos para profundizar realmente en el sentido de lo que hacemos, la rutina no siempre es paralizante, también nos rescata de la extasiante búsqueda de novedad, nos sitúa con pisada firme en aquellos presentes de los que peleamos por escapar.

Una de las imágenes que la Cuaresma nos regala año tras año es el evangelio de las tentaciones. El primer domingo regresamos al desierto, unas veces empujados por el Espíritu, como Jesús, otras por la curiosidad, para darnos cuenta de lo complejo y gratificante que es vivir sin los gadgets que hemos ido incorporando a nuestra vida. Este año, además, son tentaciones alumbradas por una lectura del libro del Génesis que nos desconcierta. Un amigo me decía hace poco que no lograba entender que los cristianos andemos aún con el mito de la manzanita, de serpientes que hablan y de una imagen de la mujer como tentadora cómplice, que así no vamos a ningún sitio. Tengo mis dudas de si alcancé a convencerlo del sentido metafórico, prácticamente arquetípico, del primer libro de la Biblia, al menos sí comprendió que no se habla de manzanas ni de melocotones, y que en este caso el valor del mito es fundante, un modo de exponer la condición humana que podemos leer hoy con idéntica pasión y aplicación que hace dos mil o tres mil años.

Para mí, la clave de este texto del Génesis no es tanto el archiconocido seréis como Dios, deseo del que Fromm sacó sabiamente el jugo, sino lo que dice justo antes, se os abrirán los ojos. De las promesas tentadoras esta es la que se cumple, y el final del pasaje dice, no sin cierta amargura, entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Es lo único que realmente recibieron, y mientras la humanidad sigue deseando que se cumpla la otra promesa, buscando los intrincados modos de ser como Dios, cueste lo que cueste.

Abrir los ojos a la propia desnudez tiene que ver con descubrir las limitaciones y debilidades que nos atormentan, y a las que debemos hacer frente sin el poder de ser dioses de nuestro presente o de nuestros futuros. Abrir los ojos nos sitúa en el espacio de los interrogantes, nos pone ante lo que no queremos ver, desvela belleza y fealdad entreveradas, el bien y el mal sin separación. La condena será labrar la propia tierra, sin más poder que nuestra condición humana, revestida de todas sus limitaciones, expulsada de los paraísos de prestancia.

Al abrir los ojos y vernos tal cual somos, con el anhelo permanente de ser fuertes emocional y espiritualmente, nos arrojamos en brazos de los atajos. Es difícil acoger la debilidad personal, los interrogantes para los que no encontramos respuesta, el sentido de algunos giros del camino, la realidad sin máscaras. Por eso no dudamos en tomar la trocha que nos permita llegar antes al terreno favorable, al destino marcado en el mapa personal de nuestros autoengaños. En mi adolescencia me inicié en el montañismo, y cambió mi forma de ver y entender muchas cosas. Por más que me costara entender, una de las enseñanzas que más ha marcado mi vida fue la recomendación de no tomar atajos. Hay que imaginar a un grupo de adolescentes en pleno Pirineo aragonés, resistiéndose a las trochas, renegando del monitor que guiaba la marcha, aprovechando cada descuido para recortar el camino. Tardé mucho en aceptarlo, hay consejos que pierden rápido la batalla en una lucha contra las hormonas que nos hacen sentir fuertes, jóvenes y con prisas por llegar antes. Hasta que lo comprendí.

Las trochas no son más que tentaciones para desviar la atención de la marcha, rutinaria, limitada, lenta en ocasiones. Tentados por el poder de alcanzar antes la meta, de evitar la debilidad y el cansancio del camino, de la decisión útil, nuestros ojos abiertos descubren atajos que no dudamos en tomar. Pero los atajos no siempre abrevian el sendero, suelen ser un engaño de los sentidos para hacernos creer poderosos, como un dios que se salta a voluntad el tedioso avance del camino. De nuevo la promesa, seréis como Dios, la tentación de controlar, de que nada me limite, de tener todo a mis pies, de evitar las cosas inútiles. Y de nuevo, también, la condena, abrir los ojos a nuestra desnudez de poder.

En la carta de Séneca a su amigo Lucilio le recomendaba, Cuando quieras calcular el auténtico valor de un hombre y conocer sus cualidades, examínalo desnudo: que se despoje de su patrimonio, que se despoje de sus cargos y demás dones engañosos de la fortuna, que desnude su propio cuerpo. Contempla su alma, la calidad de esta, si es ella grande por lo ajeno o por lo suyo propio (Carta a Lucilio IX, 76,32). No es solo un eco de la filosofía estoica que defiende el pensador cordobés, hacer de la necesidad virtud, apreciar la desnudez, acoger la limitación, abrazar el inmenso valor de lo que es considera inutilidad, conocerse a sí mismo y al otro, se convierten en condición indispensable para recorrer los caminos de nuestra vida, evitando caer en la tentación de trochas y atajos. Es, sin duda, el reto de la vida a la intemperie.

Cuaresma… tiempo para situarme

Comenzamos una nueva Cuaresma cristiana. Voy a dejar a un lado los comentarios indignados de quienes cada año echan en falta más atención mediática y mensajes de nuestros políticos, que curiosamente sí reciben otros tiempos de conversión en religiones hermanas, y me centro en lo que realmente es importante en estos cuarenta días que los creyentes tenemos por delante. En primer lugar, porque no tenemos necesidad de que otros anuncien lo que forma parte de una tradición más cercana al cambio personal e interior que a la publicidad meramente externa; en segundo lugar, porque incluso nosotros mismos debemos recuperar la esencia de gracia de este tiempo, que consiste más en situarnos que en posicionarnos.

La Cuaresma tiene mucho de práctica, y es triste comprobar el reduccionismo que los mismos cristianos hemos hecho de esa praxis. Cuando nos quedamos amarrados a una ascesis que poco a poco ha ido perdiendo su sentido transformador, cuando limitamos la conversión a dejar de hacer cosas por un tiempo para después volver a lo mismo, cuando interpretamos la penitencia como mortificación y el cambio como recomendación, entonces somos nosotros, y nadie más que nosotros, quienes vendemos barato el valor de lo sagrado y lo suplimos por pensamiento mágico.

Cuaresma no es tiempo para aprender a morir. Es la misma tradición cristiana la que ha creado, posiblemente sin desearlo, una idea de Cuaresma que se siente necesitada de un carnaval. Si vamos a practicar le pérdida durante cuarenta días, llenos de prohibiciones morales, pareciera que no queda otra opción que aprovechar los momentos previos para el exceso y la burla. Y esto mismo nos ha llevado también al exceso en lo contrario. Ya no se insiste tanto en la necesidad de incorporar experiencias intensas de vida, aprender a resucitar en todas las muertes que acumulamos cada día, cuanto en resignarse a las pérdidas y recordar el polvo que seremos. En la inmediatez que rodea nuestras decisiones y vivencias hay poco espacio para aceptar un mensaje de este tipo, pareciera que lo único que nuestra fe pudiera proponer es enterrar la alegría y cubrirnos de ceniza, desterrar las flores y los cantos de nuestras celebraciones, ahondar en nuestra condición pecadora y traicionera, echarnos la capucha y esperar que pase el temporal.

¡Cuántas cuaresmas perdidas! Incluso Jesús buscó experimentar un espacio de vacío a su alrededor, un desierto de deseos y de necesidades, para situarse y no perderse en el camino a Jerusalén. Sin apartarse de las distracciones, sin tomar conciencia de lo efímero y lo volátil de la propia vida, no es posible asumir que no existen las pérdidas definitivas sino la vida en abundancia. A eso estamos invitados, parar y mirar alrededor, poner nombre a nuestros miedos e inseguridades, mantener la mirada a cada tentación de sentarse o de correr demasiado, situarnos. No hay mucho que calcular, en realidad el mismo cálculo de nuestras pérdidas y ganancias es una tentación más para invitarnos a la resignación.

Solo si alcanzamos a quitar esas falsas ideas de nuestra Cuaresma podremos reconocerla como la oportunidad más bonita para ser. Y es que solo quien aprende a situarse está capacitado para amar las medidas que nos ayudan a avanzar, amar el encuentro y la soledad, interpretar los silencios y la prolijidad de palabras, aproximarse a la vida y a su ausencia, integrar lo inútil de muchos gestos en el absoluto de utilidad de nuestra existencia, acoger el ser que nos constituye para que siempre gane al haber que nos okupa. Situarse, no en el centro absoluto y protector sino en la periferia que nos regala desiertos de sentido. Bienvenida, Cuaresma, tiempo para situarme.

Lo que debo a mi amor

Hoy traigo la memoria de un gran y poco conocido místico trinitario, San Juan Bautista de la Concepción, que vivió en pleno Siglo de Oro español. Nació en Almodóvar del Campo el 10 de julio de 1561 y murió en Córdoba el 14 de febrero de 1613, en ese tiempo se caracterizó por su espíritu inconformista, debe ser esta una de las cualidades más significativas de los manchegos, y por conseguir la reforma de la Orden Trinitaria. Como digno hijo de su tiempo, nos legó un buen número de escritos de gran belleza mística, en los que se expresa de un modo nada conceptual (muy poco en común en esto con su amigo y hermano en la Orden, fr. Hortensio Félix Paravicino), porque sabe integrar el lenguaje popular y las imágenes más sencillas para hacerlos trascendentes, reales, sagrados.

Sí, también es san Valentín, día por excelencia del amor y de los amantes, por eso he escogido este precioso texto del santo trinitario, no podía ser de otro modo.

Todo lo que debo a mi amor, lo pago en buena moneda a los hombres de suerte que, sin temor de que me alcancen en algo, les puedo decir: ¿qué debía hacer por ti que no haya hecho? Si te consideras piedra preciosa perdida, estoy aparejado a trastrocar mil mundos por hallarte; si oveja atrasada, pastor cuidadoso que te busque y sobre sus hombros traiga. Yo me acomodo y tomo el oficio de que tienes más necesidad: si estás enfermo, soy médico; si tienes hambre, soy pan y labrador que tiene las trojes llenas; si flaco, soy padre; si pobre, hermano; si culpado, perdón. Yo soy todas las cosas para todos.”

San Juan Bta. de la Concepción, Diálogos entre Dios y un alma afligida, cap.2

Hablar de amor puede convertirse, sobre todo en días como hoy, en un gran globo azucarado, siempre a punto de explotar por el exceso de dulce y adorno, pasando de puntillas por la auténtica esencia de lo que significa amar, de lo que debemos al amor. Es como luchar con gigantes de aire, o molinos, un debate sin final entre quienes detestan una imposición comercial del amor y quienes se dejan llevar, o simplemente no les importa, y saben aprovechar la ocasión para mostrar a la persona amada lo que sus silencios tantas veces han dicho, pero no pronunciado. 

Como soy hijo y paisano del manchego Juan Bautista de la Concepción, me dejo llevar por su intuición y aprovecho para repasar todo lo que debo al amor, sin importarme realmente quién me lo pida. Es cierto que el santo, como no podía ser menos, canta al amor místico, pero coloca a la persona en el centro de su mirada, sus palabras nos llevan directamente al corazón y a la razón de amar: ¿qué hacer por ti que no haya hecho? Desgrana, desde la mirada del otro, los sentimientos de pérdida, esos que nos hacen sentirnos menos amados: una piedra preciosa perdida, una oveja atrasada, la enfermedad, el hambre, la debilidad, la pobreza, la culpa. Amar no solo consiste en reconocer esas pérdidas sino, sobre todo, en acercarse al amado desde cada una de ellas, acomodarse y encontrarse, ser mucho más que un referente, ser todas las cosas.

Porque amar es adelantarse a la vida, ser labrador cuando el amado tiene hambre, sembrar surcos que no solo quiten el hambre de hoy sino que llenen los vacíos de estómago mañana. Amar es ser padre y madre y hermano, no tener un sitio decidido en la mesa compartida de todos los encuentros; es ser perdón cuando la culpa nos transforma; buscar desde el cuidado y cargar sobre los propios hombros cuando el peso no puede ser compartido. Amar es ser todo para todos.

¡Qué buen «Valentín» es este Juan Bautista! Algunos pensarán que el místico habla de Dios y de su amor incondicional, pero ¿no consiste el amor en ser «como Dios» para  la persona amada? Todo lo que debo a mi amor me invita a no guardarme nada, a no tener miedo a perder y, por encima de todo, a trastocar mil mundos por hallarte.