Uno de los objetivos más olvidados del sistema educativo es educar para el diálogo, intrínsecamente relacionado con la capacidad de generar pensamiento crítico, con la responsabilidad y con el respeto mutuo desde la pluralidad, vectores educativos que siguen estando en crisis y son relegados por la primacía de las ideologías. Educar para el diálogo se logra a partir de cuatro capacidades o habilidades básicas: saber enunciar pensamientos, saber escuchar, saber confiar y saber respetar al otro.
El diálogo es un medio indispensable en toda relación humana. En la medida en que la persona es capaz de aportar a su entorno, va más allá de la sola relación con los instrumentos y se abre a la relación con otras personas, porque somos seres relacionales, no cerrados, y en una estructura social cada vez más marcada por herramientas que nos ayudan a comunicar el reto sigue siendo que, más allá de esos medios útiles con los que nos relacionamos, también formamos parte de una comunidad humana. Cuando comunicamos enunciamos pensamientos con la esperanza de que otros los reciban, los puedan comparar con sus propios pensamientos y respondan a ellos. La primera tarea, por tanto, será capacitar para el pensamiento crítico, aprender a formular las propias ideas no solo como argumentos racionales inconexos sino uniéndolas a las emociones, y esto les dará la necesaria dosis de empatía y autonomía para desarrollarse más allá de nosotros mismos. En esta tarea deberemos trabajar la autoconciencia del reconocimiento propio, apreciarse a uno mismo es indispensable para apreciar a otros. A partir de ahí podremos construir el pensamiento enunciado, el habla. Como afirma Aristóteles, si el hombre no hablara la política sería imposible. No basta con saber lo que queremos decir, debemos aprender a comunicarlo, y una vez sale de nuestro pensamiento ya no nos pertenece, forma parte del pensamiento compartido, hemos dado comienzo al diálogo.
Saber escuchar se convierte entonces en pieza clave para que el diálogo sea posible. La escucha activa posibilita los espacios que permiten llamar diálogo a esa relación interpersonal, y no un mero intercambio de ideas sin valor constructivo. La falta de escucha es uno de los impedimentos para saber dialogar. Sócrates, que hizo del diálogo su modo de pensar, decía que le gustaba ser refutado, cuando se busca la verdad no se teme que el parecer del otro sea más válido que el propio. Es necesario aceptar que el conocimiento no es mejor por ser propio, sin embargo, esta aceptación se hace difícil para muchos y acaba con el diálogo. Saber reconocer que quien está frente a mí ha elaborado también un pensamiento propio no es solo un elemento de respeto, lo es también de escucha e interés por compartirlo, superando los prejuicios que me encierran en la verdad de mis propias ideas, ya sean realmente mías o heredadas del grupo social al que pertenezco. En todo caso debemos evitar caer en un relativismo que haga infecundo el diálogo, del encuentro de las ideas nacerán nuevas ideas que nos abrirán nuevos espacios para el diálogo, en esto se basan todas las leyes de crecimiento cultural, sociológico y personal.
Una vez pasado el ecuador de la escucha se nos requiere para la confianza. Esta destreza es a menudo entendida como la menos práctica de las cuatro, se adentra en el ámbito de lo intangible. Pero es por eso mismo una cualidad del diálogo que lo abre a la trascendencia. Saber confiar nos capacita para el encuentro sincero, no podríamos enunciar pensamientos ni escuchar al otro sin tender puentes relacionales cimentados en la confianza mutua. Aquel que considera su vida como un currículum de éxitos y se considera hecho a sí mismo, siempre pensará que su propio status está en juego, se cerrará al diálogo y desconfiará de quienes tiene a su lado, especialmente de los que saben más que él, los tendrá por una amenaza y no tendrá reparo en prescindir de ellos, hasta el punto de rodearse de colaboradores mediocres. El diálogo se hace inocuo, acaba disfrazado de maleza para que se confunda con el entorno de mentira y servilismo que haga posible una falsa paz social. Para saber confiar debemos incorporar la vulnerabilidad a nuestro pensamiento y a nuestra escucha, esperar del otro un pensamiento válido, manejar las propias emociones y ponerlas en juego con las que surgen del diálogo sincero. La confianza está vinculada a nuestro estado de ánimo, a nuestras experiencias, a nuestra personalidad y nuestras emociones, pero también al estado de ánimo, las experiencias, la personalidad y emociones de las personas con las que convivimos. Por eso la necesitamos para que el diálogo sea posible. Educar en la confianza solo es posible desde un ejercicio de autoconocimiento y reflexión, de integración y aceptación.
La última habilidad es saber respetar al que está enfrente. De entrada, enunciar pensamientos comporta una falta de acuerdo, es la escucha y la confianza lo que nos permite buscar ese acuerdo, y a esa búsqueda también le damos el nombre de diálogo. Todo acuerdo es la posibilidad de una comunidad compartida, que es en sí misma el objetivo del diálogo. Por ese motivo la voluntad de diálogo debe ser sincera y no podemos renunciar a educar y educarnos para ello. Somos personas que vivimos con otras personas, salvo contadas excepciones, que nos necesitamos para definirnos y que formamos una comunidad política, capaces de trascender los universales conceptuales de sentido y dejarnos vertebrar por las relaciones y el encuentro. Es de nuevo Aristóteles quien dice que el fin de la vida política es la virtud de los ciudadanos. Más allá de los intereses privados hay que educar para el diálogo, enseñado a respetar a quien no piensa igual, a quien aparenta ser diferente, a quien está enfrente. Sin incorporar antes las capacidades activas del pensamiento, la escucha y la confianza, la virtud del respeto quedará relegada a un engañoso equilibrio de voluntades: el pensamiento será unidireccional, la escucha sorda y la confianza falsa. Hemos asimilado con resignación que los espacios creados para el diálogo, como los parlamentos, las iglesias o las asociaciones, solo permiten enunciar pensamientos para beneficio de su propio discurso, no hay escucha, no hay confianza y cada vez hay menos respeto. Saber respetar a quien tengo enfrente implica integrar al otro en mi visión de la realidad, no forzándolo sino reconociéndolo parte necesaria para mi propia identidad, levantada no ya desde la verticalidad de las tradiciones heredadas sino desde la horizontalidad del espacio de sentido compartido. Es el respeto el que mantiene los puentes construidos por la confianza, nos enseña a dar valor a la tradición ajena, esquiva los dogmatismos y nos hace ciudadanos del ágora del encuentro, del diálogo.
En pocos momentos de la historia ha sido tan necesario educar para el diálogo como ahora, tarea siempre pendiente, siempre en construcción, siempre humanizadora. Porque educando para el diálogo interpersonal estaremos educando para el diálogo con el arte, con la belleza de lo que nos rodea, y también con el fracaso, con lo desconocido, con nuestros miedos.

Gracias, Pedro. Lo suscribo de principio a fin.
Siempre me gustó mucho este pensamiento de Hannah Arendt, del libro La condición humana.
Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferente de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el diálogo y la acción para entenderse.
Estás en primera línea del diálogo y de la acción en estos momentos. Adelante.
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