Llevamos meses esperando y deseando aprender de esta compleja situación, pero es un aprendizaje que se nos resiste. Hemos hecho de la esperanza un mecanismo de defensa frente al hundimiento de la vida diaria, y el paso del tiempo nos despierta del engaño en que caímos, y volveremos a caer si se nos da la oportunidad, al pretender hablar con el futuro desprovistos de la memoria. Hegel ya nos advirtió que «lo único que podemos aprender de la historia es que no aprendemos nada de la historia», y con su idealismo desbancó todos esos buenos deseos con los que queríamos hacer a la misma historia maestra de la vida.
El pesimismo histórico de Hegel ha sido compartido por muchos otros pensadores, antes y después de él, y en estos tiempos de coronavirus y confinamientos vuelve a nosotros para susurrarnos que no habrá vuelta a la normalidad, porque somos incapaces de adoptar paradigmas de crecimiento dialéctico en nuestro mundo, en nuestra sociedad, no rompemos con las esclavizantes cadenas de aquella autarquía en la que cada uno se basta a sí mismo.
Para enfrentarnos a ese pesimismo, que pronto se hace existencial, incorporamos modos de hablar con el futuro. Ahora nos arropamos con la esperanza de tener unas vacunas que pronto nos devuelvan la vida que se nos escondió en marzo, los vendedores de ilusiones nos regalan fechas y seguridad mientras su nana adormece nuestro instinto libertario y nos hurta el presente, y el pasado, con la promesa de la normalidad perdida. Hablamos con el futuro con la misma ensoñación de la lechera de Samaniego, sumamos los presentes para construir con ellos un relato de humo y fanfarria, convertimos los sueños en droga que nos transporta a realidades paralelas, y ni siquiera cuando todo se rompe en mil pedazos de realismo somos capaces de reconocer el error de haber hablado con el futuro sin arar la tierra que pisamos.
Cuando tenía 17 años me propusieron una dinámica en un campamento en que participaba, qué le diría a mi yo del futuro, una sola cosa. Me dejé llevar por el impresionante paisaje pirenaico que me rodeaba, junto al ibón de Estanés, y como no quería perder nada de lo vivido mi respuesta fue que tenga memoria. Así es como he ido construyendo mi vida desde entonces, llamando memoria a cada uno de mis diálogos con el futuro. Porque no solo hace falta toda la tribu para educar a un niño, es también necesaria la memoria colectiva y el relato en que se sostiene. Todo intento de construir esperanza se queda huérfano de la verdad sin el recurso de la memoria. Esto no es hacer apología de la memoria mnemotécnica, aquella que nos salva de errores comunes y nos da seguridad para salir airosos de situaciones imprevistas. Tampoco es un intento de reconstruir el pasado, o de volver a aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor. La memoria nos permite hablar con el futuro como diálogo y encuentro, nos da la oportunidad de formar parte de aquello que proyectamos, y cimentarlo sobre nuestros triunfos y nuestros fracasos, ambos formando la misma masa transformadora. La memoria no es un simple aprendizaje del pasado, tampoco el poso que el tiempo nos deja, es el verbo que se conjuga irregular y variable en nuestra vida, es la acción que se rebela contra todos los espacios de silencio y de oscuridad, y es también la creativa divergencia de la existencia abriéndose paso en las incertidumbres que el presente no puede resolver solo.
La memoria es la forma en que nuestra vida habla con el futuro, porque nos tocará reconstruir con sinceridad y decisión nuestras relaciones, nuestros encuentros, nuestras vidas confinadas, nuestros misterios no resueltos, nuestros espacios de soledad, nuestra espiritualidad compartida,… será necesaria la memoria para que todo eso no sea un sueño desencarnado, una historia sin aprendizaje. La memoria nos salva de la infecunda repetición de los cuentos y de los mitos, nos salva de la rutina, ese pasado que se empeña en seguir pero es incapaz de hablar con el futuro.
