Según me explican, en Corea se respira confucianismo por todos lados. Tras varios siglos de influencia, esta filosofía religiosa de la vida ha dejado una huella claramente visible en la forma de relacionarse, en la visión de la vida y especialmente en el lenguaje. He leído en estos días una sentencia de Confucio, del Libro XIII de los Anales de Confucio (551 a.C.-479 a.C.). Tzu le preguntó al gran maestro: “Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida?» Confucio le respondió: «La reforma del lenguaje”.
Si algo me queda claro de estos días de Navidad, especialmente cuando leo despacio los evangelios correspondientes, es que Dios ha cambiado su lenguaje. Ya no es el lenguaje de las amenazas y el recuerdo de los pecados pasados, sino el lenguaje de las oportunidades y los gestos sencillos de salvación. Cuando nos tomamos en serio lo que significa este tiempo también nuestro lenguaje cambia, se reforma. Ni se conforma con repetir expresiones vacías y ausentes, ni se encarama a espacios inalcanzables que sólo saben de misterios y distancias. Dios habla nuestro lenguaje, y no sólo porque se hace hombre, sino porque se encarna por completo en nuestras balbucientes palabras para descubrir de nuevo el mundo y a los que, como nosotros, le van poniendo nombre nuevo y de sentido a las cosas. Dios habla nuestro lenguaje, y si queremos comprenderlo no tenemos más remedio que reformar, o reformular, lo que sabíamos, desaprender tanta palabra muerta, hueca, que resuena en nuestro interior, y en nuestra Iglesia, y balbucir, como Dios, lo nuevo.
Y la primera reforma del lenguaje, para entender a Dios y para dar la mano a nuestros hermanos, la necesitamos en nuestros espacios celebrativos. Hace tiempo me dijo un anciano jesuita, un amigo, que mientras la gente se salude en la calle con un abrazo y un «hola, buenos días», y en la iglesia sigamos comenzando la Misa con un ritual «El Señor esté con vosotros», algo no debe ir bien en nuestra liturgia. Por eso me indigna tanto «talibán» tan fuertemente atado a tradiciones y palabras rituales pero carentes de sentido, sin fuerza transformadora. Yo creo que en el fondo tienen miedo, miedo a balbucir, pero balbucir es el lenguaje de Dios. Sólo cuando abro mis oídos a ese nuevo lenguaje estoy capacitado para escuchar su voz. Vocación es escuchar la palabra nueva de Dios, eso cambia mi vida para siempre.
Por cierto, en este nuevo año conmemoramos el 50 aniversario del Concilio Vaticano II, que tuvo como empeño más importante la reforma del lenguaje, lástima que volvemos a las viejas palabras.