Derecho a equivocarse

¿Cuándo dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos? Hay teorías de todo tipo, pero me ha llamado la atención la del psiquiatra húngaro Thomas Szasz, «Un niño se convierte en adulto cuando se da cuenta de que tiene el derecho no solo de estar en lo correcto, sino también de estar equivocado». En el fervor infantilista que vivimos da la impresión de que el derecho a equivocarse no forma parte de lo que somos, sino de lo que necesitamos ocultar para aparentar ser adultos. Hace unos días nos ha conmovido la dimisión en bloque del gobierno holandés por el escándalo de los subsidios a las familias para el cuidado de los hijos, en pocos lugares del mundo ha pasado desapercibida la decisión política de quien reconoce sus errores y los asume, porque no es algo a lo que estemos acostumbrados, menos aún en los servidores públicos.

Desde muy pequeños se nos enseña a hacer, decir, buscar y pensar lo correcto, a huir de los errores. No siempre con la misma eficacia se educa en el fracaso. El pensamiento divergente suele desterrarse de los programas educativos y de las enseñanzas familiares. La razón no es otra que el miedo. Tememos equivocarnos, a pesar de lo que diga Szasz, porque nos coloca en una posición delicada e inestable. La equivocación nos hace humanos, ¿quién no ha dicho alguna vez aquello de quien tiene boca se equivoca?, pero el acierto nos hace sentir seguros. Por eso se premia a quien acierta y se margina al que aporta soluciones creativas. Ken Robinson ha repetido hasta su muerte que la escuela es la mayor asesina de creatividad, al menos la escuela tal y como se ha mantenido en los últimos trescientos años. Y lo es cada vez que abre únicamente caminos para el acierto y se cierra a toda posibilidad de equivocarse, premiando lo primero, castigando a quien yerra. La de la evaluación es una de las revoluciones pendientes.

Acertar es lo correcto. Los adivinos que aciertan con su tarot ven aumentar sus ingresos; los meteorólogos que aciertan con sus predicciones son los que sintonizamos cuando se aproximan unos días de vacaciones; los jueces que aciertan en sus fallos reciben el reconocimiento social; en cualquier caso es el acierto lo que nos reconcilia con quien toma las decisiones y sus equivocaciones lo que nos aleja de ellos. Porque el error ha caído en la parte negativa de esa balanza moral que condiciona nuestros juicios, y esto nos deja en una permanente búsqueda de madurez, tanto en el ámbito social como en el personal, revirtiendo el postulado de Szasz, de modo que acabamos imponiendo la equivocación como propia de la edad infantil y asociando a la madurez el empeño por el acierto.

Errar es de humanos. Y aunque sabemos de memoria esta máxima, no pocas veces la interpretamos como excusa de quien no se ha esforzado lo suficiente. Sin embargo, es el error, la capacidad de reconocerlo más bien, una de las cualidades que nos humaniza y, por tanto, que nos adentra en la madurez. Encontrar el sentido de nuestras acciones tiene que ver, de un modo muy particular, con el aprendizaje que de ellas obtengamos. Este aprendizaje necesita de las equivocaciones para su autenticidad y su desarrollo. Cuando de nuestros actos solo obtenemos aciertos, la serotonina que libera nuestro cerebro acaba embotando los sentidos, nos empuja a sentirnos superiores, felices, y la caída, cuando llega, provoca destrozos muchas veces irreparables en nuestra autoestima y confianza.

El que siempre acierta, o al que se hace creer que siempre acierta, pierde el músculo emocional que le permite aprender de sus errores, incluso de hacerlos parte de su identidad. De este modo es capaz de engañar a su capacidad de ser feliz, y por extensión a su ego, y necesitará nutriste solo de aciertos, rechazando las equivocaciones y el sentimiento de frustración a ellas asociado. Por eso el error nos humaniza, porque también nos define. «La mayor gloria no es nunca caer, sino levantarse siempre», dijo Nelson Mandela. Cada levantada inscribe un hito en nuestra historia personal capaz de cambiar para siempre la percepción que tenemos de la vida, de la superación, del futuro de nuestros proyectos, en donde no existe la pureza de quien nunca cae. Cada levantada nos reconcilia con la caída, es la confirmación de un movimiento de abajo a arriba que no puede renegar su origen en un movimiento inverso, de arriba a abajo.

Pero esto no es una invitación a persistir en los errores. El derecho que tengo a equivocarme no me da derecho a evitar el camino del acierto, porque comete un error mayor quien ha cometido un error y no lo corrige (Confucio). A la comodidad de vivir siempre en los aciertos se suma la de confiarse en los errores, convertirse en víctimas de la vida y renunciar a levantarse.

Hoy también reclamo mi derecho a equivocarme, a tocar fondo, a poder abrazarme incluso a lo que me destruye, solo así podré estar seguro de no haber dejado atrás ninguna parte de la verdad por la que vivo, por la que creo, por la que lucho cada día. Y junto a ese derecho también necesito que me ayuden a reconocer mis errores, a levantarme cuando no pueda por mí mismo, que me den consejo y me arropen en mis búsquedas. Pero, sobre todo, necesito que no me destierren por mis errores, que me esperen con paciencia mientras recorro el camino para llegar a la verdad, aunque me cueste toda una vida. No solo es mi derecho, es mi espacio de sentido y de belleza.

Lo que de verdad importa

Una de las viñetas que el inolvidable Quino nos ha legado acaba con una metafísica sentencia de Mafalda: «Como siempre: lo urgente no deja tiempo para lo importante». En las primeras semanas del confinamiento nos cargamos de argumentos, en su mayoría conformistas, sobre la bondad que aquel parón obligado traía para nuestras apretadas agendas, nuestros personales vuelva usted mañana, nuestra vida de prisas y de pasivas repeticiones. Suele pasar que las ausencias resaltan lo que de verdad importa, pero también desvelan todas las faltas de amor que fuimos postergando en espera del mejor momento.

Sobrevivimos en una permanente urgencia vital. Es cierto que la realidad del confinamiento nos devolvió a un espacio de sentido que nos permitió comprender los acontecimientos desde una perspectiva más amplia, valorando lo importante, reordenando el tiempo, resituando las opciones por encima de las obligaciones. Pero es más cierto aún que nuestra querencia es a las seguridades, en ellas nos sentimos bajo el amparo de una visión del mundo, de la realidad, que nos es conocida y por lo tanto la consideramos integrada y nuestra. Una vez aceptada esa nueva dimensión de nuestros tiempos y espacios la hemos hecho rutina y urgencia a la que poder volver, aunque no esencia y conocimiento.

Cuando aprendí a conducir me sorprendía a mí mismo poniendo todos los sentidos en cada gesto, atento no solo a los cambios de marcha, también a cuanto pasaba a mi alrededor, extensión de un entorno que no se limitaba a mi función de conductor sino que convertía en espacio de sentido incluso lo que aparentemente no formaba parte de mi actividad. Recuerdo a mi peculiar profesor de autoescuela preguntándome por el color del carrito de bebé que había cruzado el anterior paso de peatones, o por el número de niños que jugaban a la pelota en una plaza ya dejada atrás. Cada vez que fallaba a sus preguntas me hacía parar el coche y mirarle, para recordarme que al conducir lo importante no es lo que estoy haciendo con el volante sino lo que pasa a mi alrededor. Con esas lecciones viví mis primeros meses de conductor novel, pero incluso las mejores enseñanzas acaban encendiendo el piloto automático, tal vez porque nuestra vida no tolera una permanente atención a lo importante.

El aprendizaje que presta atención a los gestos más insignificantes, el que celebra apasionadamente los descubrimientos, va dejando paso según avanza la vida al conocimiento. El modo en que comprendemos la realidad supone una suma de conocimientos mediante la cual aplicamos arquetipos de aprendizaje que distorsionan la misma realidad, la hacen más amable a nuestros sentidos, más sencilla de interpretar, más accesible a nuestras necesidades. Es entonces cuando la solución de lo urgente acapara a lo importante.

Llamamos importante a lo que es relevante, a lo que merece nuestra atención de un modo preferencial, a lo que deja huella y produce cambio. Pero a veces, el valor que tiene lo importante es su peor enemigo, no lo queremos quemar antes de tiempo, lo reservamos para momentos especiales. Es entonces cuando el obsesivo presentismo vital nos condiciona de tal modo que dedicamos más tiempo a afrontar lo urgente que lo importante, y además somos capaces de encontrar decenas de justificaciones para ello. Solo tenemos que hacer un sencillo análisis de nuestras reuniones, de todo tipo, de nuestras programaciones, incluso de nuestras agendas. En todas ellas parecemos más apagafuegos que protagonistas del momento vivido. Dejamos lo importante para un futuro que nunca llega y lo urgente nos devora.

Esto no es un alegato contra la necesaria virtud de vivir el momento presente, más bien quiere ser una llamada de atención ante todas las oportunidades relegadas para afrontar los cambios vitales, las que nos permitirían tocar la esencia de nuestras decisiones, el núcleo de la realidad, el sentido de nuestra existencia. Podemos comenzar por emplear más tiempo a pensar que a resolver. Pero un pueblo que piensa es un pueblo que controla sus miedos y mira de frente a lo importante. No es extraño, por tanto, encontrarnos con leyes educativas, como la actualmente en trámite parlamentario, LOMLOE, que defienden el pensamiento crítico al mismo tiempo que expulsan la filosofía del currículo, menospreciando el resto de humanidades, entre ellas la enseñanza de la religión, para promover, cual anfetaminas de conocimiento, las llamadas asignaturas instrumentales o las de valores sincretistas y superficiales, cantos de sirena para enseñar a afrontar la urgencia vital y desviarnos irremediablemente de lo que de verdad importa.