Una de las viñetas que el inolvidable Quino nos ha legado acaba con una metafísica sentencia de Mafalda: «Como siempre: lo urgente no deja tiempo para lo importante». En las primeras semanas del confinamiento nos cargamos de argumentos, en su mayoría conformistas, sobre la bondad que aquel parón obligado traía para nuestras apretadas agendas, nuestros personales vuelva usted mañana, nuestra vida de prisas y de pasivas repeticiones. Suele pasar que las ausencias resaltan lo que de verdad importa, pero también desvelan todas las faltas de amor que fuimos postergando en espera del mejor momento.
Sobrevivimos en una permanente urgencia vital. Es cierto que la realidad del confinamiento nos devolvió a un espacio de sentido que nos permitió comprender los acontecimientos desde una perspectiva más amplia, valorando lo importante, reordenando el tiempo, resituando las opciones por encima de las obligaciones. Pero es más cierto aún que nuestra querencia es a las seguridades, en ellas nos sentimos bajo el amparo de una visión del mundo, de la realidad, que nos es conocida y por lo tanto la consideramos integrada y nuestra. Una vez aceptada esa nueva dimensión de nuestros tiempos y espacios la hemos hecho rutina y urgencia a la que poder volver, aunque no esencia y conocimiento.
Cuando aprendí a conducir me sorprendía a mí mismo poniendo todos los sentidos en cada gesto, atento no solo a los cambios de marcha, también a cuanto pasaba a mi alrededor, extensión de un entorno que no se limitaba a mi función de conductor sino que convertía en espacio de sentido incluso lo que aparentemente no formaba parte de mi actividad. Recuerdo a mi peculiar profesor de autoescuela preguntándome por el color del carrito de bebé que había cruzado el anterior paso de peatones, o por el número de niños que jugaban a la pelota en una plaza ya dejada atrás. Cada vez que fallaba a sus preguntas me hacía parar el coche y mirarle, para recordarme que al conducir lo importante no es lo que estoy haciendo con el volante sino lo que pasa a mi alrededor. Con esas lecciones viví mis primeros meses de conductor novel, pero incluso las mejores enseñanzas acaban encendiendo el piloto automático, tal vez porque nuestra vida no tolera una permanente atención a lo importante.
El aprendizaje que presta atención a los gestos más insignificantes, el que celebra apasionadamente los descubrimientos, va dejando paso según avanza la vida al conocimiento. El modo en que comprendemos la realidad supone una suma de conocimientos mediante la cual aplicamos arquetipos de aprendizaje que distorsionan la misma realidad, la hacen más amable a nuestros sentidos, más sencilla de interpretar, más accesible a nuestras necesidades. Es entonces cuando la solución de lo urgente acapara a lo importante.
Llamamos importante a lo que es relevante, a lo que merece nuestra atención de un modo preferencial, a lo que deja huella y produce cambio. Pero a veces, el valor que tiene lo importante es su peor enemigo, no lo queremos quemar antes de tiempo, lo reservamos para momentos especiales. Es entonces cuando el obsesivo presentismo vital nos condiciona de tal modo que dedicamos más tiempo a afrontar lo urgente que lo importante, y además somos capaces de encontrar decenas de justificaciones para ello. Solo tenemos que hacer un sencillo análisis de nuestras reuniones, de todo tipo, de nuestras programaciones, incluso de nuestras agendas. En todas ellas parecemos más apagafuegos que protagonistas del momento vivido. Dejamos lo importante para un futuro que nunca llega y lo urgente nos devora.
Esto no es un alegato contra la necesaria virtud de vivir el momento presente, más bien quiere ser una llamada de atención ante todas las oportunidades relegadas para afrontar los cambios vitales, las que nos permitirían tocar la esencia de nuestras decisiones, el núcleo de la realidad, el sentido de nuestra existencia. Podemos comenzar por emplear más tiempo a pensar que a resolver. Pero un pueblo que piensa es un pueblo que controla sus miedos y mira de frente a lo importante. No es extraño, por tanto, encontrarnos con leyes educativas, como la actualmente en trámite parlamentario, LOMLOE, que defienden el pensamiento crítico al mismo tiempo que expulsan la filosofía del currículo, menospreciando el resto de humanidades, entre ellas la enseñanza de la religión, para promover, cual anfetaminas de conocimiento, las llamadas asignaturas instrumentales o las de valores sincretistas y superficiales, cantos de sirena para enseñar a afrontar la urgencia vital y desviarnos irremediablemente de lo que de verdad importa.
