Hay cosas que no entiendo. Situaciones, datos y personas que escapan de mi comprensión, a las que doy vueltas sin encontrar un significado que les aporte sentido. No las entiendo, la perplejidad que me generan se acompaña de dos sentimientos complementarios: por un lado, la frustración por quedar fuera de su conocimiento; por otro, el asombro ante lo que me sobrepasa, desmonta convicciones y me adentra en la incertidumbre de abrazar lo desconocido y desentrañar lo enigmático.
Soy esclavo del ansia de comprender. Fue una de mis motivaciones para estudiar filosofía, pensaba que indagando en las razones del asombro, del conocimiento, de la ética, podría encontrar respuestas a todas esas preguntas sobre la realidad que bombardeaban mi mente de dieciocho años. Lo ininteligible me maravillaba, y sigue haciéndolo, me arrastra en su espiral de búsqueda de sentido, me envuelve en su misterio, en todas esas palabras casi mágicas que hilvanan la comprensión del mundo y de mí mismo. Necesitaba completar la información que tenía ante de mí, pero sobre todo necesitaba hacerlo yo, con mis propias respuestas y conclusiones, saberme conocedor del funcionamiento del todo. Ocurrió, sin embargo, que cuanto más me adentraba en los conocimientos que prometían sacarme de la ignorancia, más analfabeto me reconocía para comprender ese todo. Al fin y al cabo, así comienza el hacer del filósofo, el solo sé que nada sé de Sócrates; la duda metódica de Descartes; el pensamiento libre de Nietzsche, como único modo de escapar de la cárcel de la convicción;…
Y a esas cosas que no entiendo se unen otras que pido no entender. Ante ciertas realidades, prefiero una ignorancia que me mantenga al margen de la brusquedad de algunos aspectos de la vida y de las personas. No quiero entender lo que pasa por la mente de un abusador, rehuyo comprender las razones de quienes no cuidan nuestra casa común, me conformo sin entender a los que maltratan y humillan a otros, que casi siempre son otras, no quiero entender las cosas de la guerra o del odio visceral. No es pasotismo, elijo no entender porque no puedo hacerlo, porque prefiero dedicar mis esfuerzos a las víctimas de todo ese odio, prefiero alejarme de los intentos por comprender las razones y los actos de quienes odian. Elijo no entender, porque no quiero que mis divagaciones me separen del cuidado que debo a quienes siempre sufren. Elijo no entender, para que nada ni nadie me distraiga de lo importante.
Me gusta el concepto que usa Hartmann, la enigmaticidad del mundo. Esta enigmaticidad no ha sido creada por el ser humano y, por lo tanto, no puede ser suprimida por él. No puedo transformar al mundo, tal como es, tengo que aceptarlo como se me ofrece y enfrentarne a los enigmas que me plantea. En la medida en que mi existencia permanente encadenada a este mundo, también mi reflexión y mis búsquedas estarán encadenadas a los enigmas, que podré resolver o no, pero en cualquier caso forma parte de mi ser que piensa. Valorar mis éxitos solo por mi capacidad de resolver los enigmas que la vida me presenta resulta una trampa que solo generará frustración, alejándome de la posibilidad de contar con un pensamiento propio. Es, sin embargo, la aceptación de la enigmaticidad lo que me dará verdadero conocimiento de la realidad y de mí mismo.
Acepto que no lo entiendo todo. En esa verdad quiero condensar mis búsquedas de sentido, sin arrepentimientos, también en aquello que elijo no comprender, porque en el enigma se encierra el misterio que soy y reconozco el misterio que el otro es para mí, siempre inalcanzable, siempre bello en sus interrogantes.