El viaje más largo

Muchas veces me han preguntado si me gusta viajar, mi respuesta es siempre que no, viajar me agota, sobre todo cuando tengo que sufrir jet lag y siento como en cada cambio de hora se me va algo de la vida. Yo disfruto con la posibilidad de conocer otras culturas, adentrarme en ellas, aprender palabras en otra lengua, hacer tabula rasa de mis juicios y convicciones para bordear con la ilusión de mis ojos de niño los perfiles de nuevos encuentros y muchas vidas compartidas. Cada uno de mis viajes ha sido para mí una fuente de sabiduría, un nuevo conocimiento adquirido por la experiencia de quien todo lo toca y todo lo siente, profundizando en la lectura de un montón de páginas inéditas. Como sabiamente dijo San Agustín, “el mundo es un libro y aquellos que no viajan, sólo leen la primera página”.

Hoy no voy a hablar de mis viajes, tal vez en otra ocasión, pero me sirven como metáfora para reclamar la necesidad de abrir y ampliar el espacio del conocimiento. En mi anterior post recordaba a Jung y su invitación a pensar para evitar el juicio fácil y limitador de la información. El viaje más apasionante de mi vida siempre ha sido el de la sabiduría, la aventura de pensar por mí mismo, embarcándome en conocimientos por descubrir que me permiten tomar conciencia de quién soy y para qué soy.

Kant tomó prestada de Horacio la famosa máxima sapere aude, atrévete a saber, que desde entonces repetimos como programa de conocimiento en el viaje de la vida. Es curioso el origen de este reto; Horacio la usa en su Epístola II, dirigida a su amigo Lolius, animándole a recorrer su ansia de saber inspirado en la memoria del viaje de Ulises, que afrontó y superó las pruebas encontradas en su regreso a Ítaca. Sapere aude se entiende como un reto a usar con valentía las propias habilidades para pensar por sí mismo, siempre condicionadas por el miedo y las imposiciones del ambiente, del pensamiento prestado por otros, de la renuncia. Incipe, añade el poeta latino, empieza, porque se hace necesario dar un primer paso en la atrevida búsqueda de la verdad.

De Horacio, sin embargo, conocemos más su famoso, carpe diem, que a lo largo de la historía nos ha inspirado para vivir el momento presente, huir de las ensoñaciones y aprovechar el tiempo de los sentimientos, del ahora. El reto de saber, de pensar por sí mismo, es una invitación a comenzar un viaje que nos permite salir de los estrechos conceptos del hoy, del límite del tiempo como único sentido de las decisiones vitales. Hay veces en que debemos aprender a dejar para mañana lo que podríamos hacer ahora, huir de la dictadura de la inmediatez, del tentador disfrute del momento, para unirnos al desafiante aprendizaje que requiere la paciencia de la espera y del descubrimiento.

Lo he reconocido nada más comenzar, me gusta conocer otros lugares y otras culturas, pero no viajar. Y, sin embargo, he ido aceptando que el viaje en sí es imprescindible para incorporar sus consecuencias, no como tributo necesario sino como parte del proceso. Si esquivo los momentos incómodos del viaje solo estaré sumando saberes de otros, me habré convertido en coleccionista de conocimientos sin haberme movido un solo centímetro de mis seguridades.

Un conocido ḥadiz del profeta Muḥammad dice, “no me digas lo viejo que eres, o lo bien educado que estás, dime cuánto has viajado y te diré cuánto sabes”. El viaje de la sabiduría no se nos regala con la experiencia acumulada por la edad, ni con los conocimientos incorporados a la memoria, que después regurgitamos para demostrar cuánto sabemos y con cuánto esfuerzo lo hemos conseguido. Es cuando aceptamos vivir en salida, cuando no evitamos las incertidumbres del mañana, cuando nos atrevemos a pensar por nosotros mismos, cuando dejamos de empeñar los cien pájaros que vuelan por el consuelo del agarrado en nuestra mano, es entonces que comenzamos el viaje más largo.

Hay una desesperanza que nace de todos nuestros espacios de inquietud, esos en los que obligamos a la vida a adelantar procesos y ahorrar paciencias, buscando vidas perfectas, con bordados rematados y sin flecos sueltos, un viaje corto, si es posible sin jet lag. Esquivamos la incomodidad del pensamiento propio, y del proceso crítico que lo conforma (gracias, Carmen Guaita, por la propuesta) para vivir de pensamientos ajenos, bollería industrial para nuestra mente, que colapsa la libre circulación de las ideas propias. Nos sentimos cómodos sin pisar la promesa del conocimiento, instalados en el aprovechamiento de un hoy que recibe como regalo sabidurías y emociones que no se han viajado, un carpe diem que nos evita pensar, y viajar.

Lao Tse nos recuerda que “un árbol del grosor del abrazo de un hombre nace de un minúsculo brote. Una torre de seis pisos comienza con un montículo de tierra. Un viaje de mil leguas comienza en donde están tus pies.” (Tao Te Ching, 64). La vida se vive en el presente, pero se expresa y desarrolla en la belleza que nos aportan nuestros viajes. Esa es la verdadera sabiduría. Incipe.

Pensar es difícil

«Los hombres que no piensan son como sonámbulos«, son palabras de Hannah Arendt en su obra La vida del espíritu. Debería llamarnos más la atención esa opción que algunas personas hacen por no pensar, a la comodidad unen la dejación de la más humana de sus capacidades. A lo largo de la historia encontramos ejemplos de este sonambulismo, tanto en los gobernantes como en la gente sencilla del pueblo, hombres y mujeres que eligen no pensar y permiten que otros lo hagan por ellos, viviendo así una aparente tranquilidad de conciencia. Las consecuencias de su negación a pensar nos comprometen a todos, incluidos ellos mismos, porque en esa indiferencia dejan ir el tiempo para el cambio y el sentido mismo de la vida.

Hay ocasiones en que son otros los que no quieren que pensemos. Limitan el pensamiento crítico e instauran un pensamiento único, convergente, controlado a través de la educación y del miedo a las consecuencias de la libertad. Pocas instancias de poder se libran en la historia de la humanidad de haber usado estas armas, pocas también lo han reconocido, porque necesitaban ese control del pensamiento para subsistir. El «ya pienso yo por ti» va acompañado de la prohibición de la cultura, ocultando saberes sencillos que pueden hacer tambalear los tronos, cátedras o púlpitos desde donde se guiaba, y a veces aún se intenta guiar, al pueblo inculto. Haciéndonos sonámbulos vitales se imponen más fácilmente las ideas que mantienen el statu quo de unos pocos, se puede mandar a las masas a una guerra sin sentido, promover un cambio de régimen político, asegurar diezmos injustos e incluso mantener una paz social que se vende como progreso.

El pensamiento crítico es entonces castigado sin piedad. Comienza por limitar la creatividad, que es vista como amenaza de quienes se arrogan el derecho de pensar, y continúa por imponer pensamientos alternativos, presentados como modo de fidelidad al poder y única opción tolerable al pensar propio. Llenando nuestras mentes con este tipo de pensamientos autorizados es más fácil detectar la autonomía personal y perseguirla, su estrategia evita las prohibiciones, que tarde o temprano acabarán generando contestación (la mayor parte de las revoluciones han tenido que ver con la prohibición de hacer, más que con la de pensar), y va tocando el sustrato cultural y humanizador, atontando al pueblo con pan y circo, promoviendo lecturas simples y burlonas frente a los relatos existenciales fundantes, supliendo materias escolares que generan pensamiento libre (filosofía, ética, religión,…) por las que garantizan la adhesión al pensamiento único, aborregando a las masas para seguir las directrices y consignas que las salven de eso tan aburrido que es pensar. La resistencia íntima se ha pagado con el silenciamiento, el destierro, la muerte o el martirio.

En otras ocasiones, sin imposiciones externas, es uno mismo quien opta por no pensar. Tomar esta decisión trascendental tiene que ver con la pereza que busca liberarse de la responsabilidad, que piensen otros, que lo hagan otros; y también se relaciona con el hastío que se siente por hacerse parte de todo cuanto se vive. Quien prefiere no pensar busca una libertad que es engañosa, porque con ella pierde su capacidad de crecimiento personal, renuncia a su voluntad, sin percibir que posiblemente nunca podrá recuperarla. Cuando entregamos la capacidad de pensar por nosotros mismos nos instalamos en la comodidad de no sentirnos parte de las complejas relaciones de la vida, es más fácil así dejar ir el remordimiento y la angustia ante las catástrofes ocasionadas por esa ruptura de las relaciones con la creación y entre las personas, ver pero no mirar, oír sin escuchar, vivir sin pensar en sus consecuencias. Es una entrega necesaria para quienes la responsabilidad por el fracaso supone una carga insoportable. “Pensar es difícil. Por eso la mayoría de la gente prefiere juzgar”, afirma Jung, y ese juicio se superpone al resto de las decisiones, se impone a la propia vida y a la de quienes nos rodean, como resultado de la propia dejación y pereza por las relaciones.

Tristemente, para quienes deciden no pensar, el juicio no solo les evita el sufrimiento del fracaso, también les aleja de la belleza de aventurarse cada día a vivir con intensidad las opciones que se nos presentan, de recorrer la propia existencia, y la de los demás, sin reducirlo todo a un juicio permanente y maniqueo que se refugia en la conveniencia práctica frente al sentido trascendente. Situarnos frente a la belleza y no pensar, nos libera de sus consecuencias, por eso aumenta el consumo de libros, arte, música, incluso cursos de formación, que automatizan el pensamiento buscando una comprensión simple de las cosas y el ahorro del pensamiento propio. Cuando se ha buscado eliminar la capacidad de pensar, sea para uno mismo o para otros, los dictadores del pensamiento han comenzado por suprimir las artes de vanguardia, la poesía, la espiritualidad, promoviendo juicios simples asociados a la cultura simple. Es suficiente con repasar las estanterías de algunas personas, o su timeline de Twitter o Instagram, para hacernos una idea de hasta dónde llega su pereza por pensar.

Pensar es difícil, porque pensar nos humaniza, nos salva de nuestras miserias y nos aporta una esperanza que va más allá del simplismo existencial. Pensar nos sitúa ante espacios de sentido que posibilitan nuestra incorporación a la realidad, nos aleja del juicio fácil y rápido, pensar nos devuelve a la vigilia y al sentimiento pleno, nos despierta del sonambulismo aterrador que amenaza nuestra radical libertad. Por eso mismo, pensar es difícil, pero también es peligroso.

La ventana

He recibido un honor inesperado. Carmen Guaita me pidió que participara en la presentación de su nueva novela, La ventana, publicada por Ediciones Khaf. El post de esta semana se lo dedico a Carmen y a su genialidad. Este es el texto de mi presentación, espero que os anime a leer la novela y disfrutarla, un gran homenaje a los maestros y educadores que abren cada día su ventana para construir un mundo mejor.

Bajo la apariencia de un relato distópico, Carmen nos regala un espacio de trascendencia. Tras cada palabra escrita, en el eco de los diálogos y las reflexiones íntimas, ha escondido la mítica resistencia de los que buscan hacer de este mundo un lugar mejor, frente a quienes prefieren vivir en los refugios y las burbujas de un humanismo decadente y de indiferencia. La novela nos permite acompañar a Timandra, rebautizada por el sistema como Venecia, en su particular conversión y metamorfosis; no en vano cuando acepta el encargo para ser maestra de Alcibíades, el abuelo Dimas la presenta como “la humanizadora”. Así he conocido a Carmen, una maestra humanizadora que ha hecho de este precioso título el hilo conductor de su propia vida, y sigue asumiendo la misión de humanizar enseñándonos cómo funcionan los mandos de nuestra vida. Desde esta peculiar visión accedemos a la novela como obra de madurez, ventana abierta a la sabiduría rescatada por Carmen a lo largo de sus muchas vidas, como maestra cercana, como filósofa que se asombra, como creyente que se conmueve y actúa con los más vulnerables. 

Mediante su nueva novela, Carmen rescata prodigiosamente todas estas vidas. En palabras de Dimas, cuando “rescató” a Sergio, “según cómo lo hagas, penetrar en otras vidas se llama medicina, se llama educación o se llama teatro”, y en esas vidas penetradas nos revela los espacios de sentido que trascienden toda la acción. No es casualidad que la paraskenia de la novela se adorne con ecos de la Grecia antigua, porque fueron los griegos quienes entendieron la medicina como cura del cuerpo y la educación como cura del alma. Sergio y Timandra, el médico y la maestra, asisten con asombro pero sin resignación a su sustitución por la inteligencia artificial, se resisten de un modo íntimo y cotidiano, y lo hacen para curar cuidando y cuidar curando.

En esta resistencia, Sergio monta viejas tragedias con las que inyecta a los dosletras el amor por una vida plena de sentido; “La tragedia denuncia la desmesura de los hombres”, dijo Aristóteles, Sergio y los desahuciados de su compañía de teatro llevan hasta el límite mediante la tragedia las consecuencias de esta desmesura, la hybris griega, reconduciendo a los hombres a la humildad ante lo absoluto. Por su parte, Timandra disfruta cuando corta a mano la fruta y mordisquea un bizcocho desafiando a las máquinas que ocultan su deshumanización con la promesa de hacernos más fácil la vida, porque para Timandra “educar es abrir las ventanas del alma a lo humano”, a todo lo que nos es propio. Médico y maestra representan la resistencia frente a la indiferencia y los automatismos, reivindicando una humanidad habitada por sabios, versos sueltos que no destierran el error y el fracaso sino que lo integran plenamente en su comprensión de la cotidianidad. La maestra y el médico se convierten en el que con sola su presencia enseñan y ayudan, curan el cuerpo y el alma.

Es la cultura la que queda encerrada en este mundo distópico que nos abre La ventana. Desde el momento en que la inteligencia artificial y la élite recuperan el latín como herramienta de unificación cultural, se descuida el sentido y la utilidad de la lengua como espacio de comunicación. Sin cultura y arte, comedia o tragedia, la lengua se queda sin vida, porque son las palabras que pronunciamos y su alcance de significado lo que nos redime, lo que educa nuestra alma, lo que da calor de hogar a los espacios que se nombran, aún sin conocerlos.

Mediante esa lengua de los símbolos y la vida incorporamos el poder transformador de las posibilidades, como cuando Alcibíades visita la casa de Marta Mariotto y le abren las puertas de la biblioteca, mi escena favorita de la novela. El asombro del niño ante ese impresionante espacio lleno de libros prohibidos es el mismo que podemos sentir cuando nos encontramos ante la belleza inédita. El pequeño Alcibíades había aprendido a amar y a acariciar cada libro que su abuelo Dimas y su ahora maestra Timandra pusieron en sus manos, contemplar esa biblioteca se convierte para él en estímulo para salvar el futuro, para preservar la cultura y la educación. La biblioteca de Marta Mariotto es un espacio de resistencia, cada libro una ventana, cada lector potencial una oportunidad de cambio, porque al igual que la antigua biblioteca del templo de Amón en Tebas, a esta también podríamos llamarla “Lugar de cuidado del alma”.

Suele decir Carmen que nos hemos conocido sin saberlo desde hace mucho tiempo, en las conversaciones que la amistad nos ha regalado hemos compartido con asombro la pasión por la vida a la intemperie, acceso del alma. Será porque ella es una gaditana que ha descubierto el amor por la inmensidad de La Mancha, y yo un manchego transido por la intensidad de Andalucía. Como Timandra, también Carmen se ha acostumbrado de tal modo a la intemperie que ahora siente claustrofobia en los refugios. Esta ventana nos comunica con la intemperie porque, hago mías las palabras de Marta Mariotto, las palabras de Carmen, “donde hay humanidad hay oración y arte, así que mientras nos necesiten como siervos, deberán tolerar nuestra trascendencia”.

Gracias, Carmen.