Es seguramente uno de los axiomas filosóficos más conocidos. Sócrates (en realidad Platón por su boca), cansado de las trampas dialécticas de los sofistas, más preocupados en demostrar sus amplios conocimientos sobre casi todo que en buscar la verdad, se enfrenta a su relativismo proponiendo un método que busca en cada persona hacerla capaz de generar sus propias ideas, haciéndose las preguntas adecuadas y asumiendo su ignorancia sobre la realidad. Se le ha llamado la ironía socrática, que queda expresada en su célebre frase Solo sé que no sé nada (Ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα).
El no saber socrático es el punto de partida para construir el verdadero conocimiento, pero no es un camino fácil de recorrer. Reconocer que no sabemos nada parece ir en contra de la orgía de saberes que se sigue apropiando de nuestros planes de estudio, de nuestras tertulias mediáticas y de cafetería, de nuestras reuniones familiares, de la inmediatez en que vivimos. No es tanto que necesitemos saber como que busquemos comprender rápidamente lo que nos pasa, incluso aunque no se corresponda con la verdad, o con nuestras necesidades reales. Poco ayuda tener al alcance de la mano un buscador de internet que dé respuesta inmediata a preguntas y dudas que ni siquiera nos interesan realmente. Declararse ignorante se convierte cada vez más en un atrevido suicidio social, condenado por todos los que siguen confiando en que sea el saber, y no su ausencia, lo que cambie el mundo.
Posicionarse en el ámbito del saber nos reconcilia con la grandeza humana, El que sabe, sabe, y el que no, que aprenda, decimos con sorna, otorgando al conocimiento un estatus de superioridad que lo destaca de los ignorantes espacios que parecen no llevarnos a nada. Sócrates ya avisó de los peligros de este subjetivismo, y por eso se hizo sospechoso de fraude intelectual. Al enfrentarnos a nuestra falta de sabiduría nos prepara para abrir nuestro conocimiento al asombro y el descubrimiento de la realidad sin matices, sin ideologías impuestas desde fuera, sin dogmas o refranes heredados de la llamada sabiduría popular, que tantos sueños ha destrozado y tantas vidas ha hecho naufragar desde la sencillez de sus aforismos y la crueldad de sus exigencias. Es el difícil ejercicio de deconstruir, que nos desnuda de las seguridades y nos coloca ante el vacío.
Hay una curiosa anécdota que ilustra bien estas ideas. Ocurrió en la presentación de la película «Luces de la Ciudad», en 1931. Su director y protagonista, Charles Chaplin, invitó a Albert Einstein al estreno y en la celebración posterior el famoso físico elogió al cómico y a su arte diciéndole: «Lo que he admirado siempre de usted es que su arte es universal, todo el mundo le comprende y le admira», a lo que Chaplin respondió, «Lo suyo es mucho más digno de respeto, todo el mundo le admira y prácticamente nadie le comprende».
Somos conscientes de que elegir saber y comprender, sea a mí mismo, a los demás o al mundo, lo hace todo demasiado complejo. A veces parece que formamos parte de una conspiración planetaria para acabar con nuestra paciencia y la ignorancia es de lo poco que nos permite dormir tranquilos. Por ese motivo, no saber se convierte en una opción de supervivencia frente a la complejidad de la vida. No es ya una deconstrucción de sentido sino un flotador que nos salva de personas, cosas y situaciones excesivamente complicadas. No estamos dispuestos a soportar un dolor de cabeza diario para poder seguir adelante con nuestra vida. Y elegimos no saber, hacernos los despistados y admirarnos del saber de los otros mientras vivimos felices en nuestra escogida ignorancia.
Este no saber tiene poco que ver con el método socrático, pero es el que más abunda. No es propositivo sino insultante, porque supone aprender a pasar de todo, aprender a que nada nos afecte, a no prestar oídos, ni ojos, ni manos a lo que ocurre a nuestro alrededor; aprender a buscar culpables en el mundo, en quienes me educaron, en los que no me quisieron, incluso en quienes sí lo hicieron. En lugar de deconstruir desaparecemos de nosotros mismos y de nuestra vida, para aparecer en una vida diluida en la que otros piensan mientras sobrevivimos con sus pensamientos, creando una sensación de control sobre el todo que nos rodea y condiciona.
Parece más sencillo habitar el espacio del no saber práctico para moverse despreocupadamente por la vida. Yo, aunque amante de la sabiduría, quiero ser aprendiz del no saber metódico, ese difícil arte de negarme a buscar en Google lo que ignoro, de callar y dejar que el vacío se convierta en un principio desde el que modelar mi propio pensamiento, de escuchar, de construir juntos las ideas que nos salven de los abismos de sentido, de encarnar vivencias compartidas, de levantar la cabeza de mis convicciones y mirar a los ojos de quien, como yo, sigue haciéndose preguntas. No saber, negarse a sentenciar con conocimientos enlatados, disponerme al diálogo, aunque me equivoque mil veces.
