Ir de frente

Hacerse el encontradizo con el destino no suele dar buenos resultados. Cuando todos los signos nos avisan de lo que está por venir, no es buena idea prepararse para las curvas pero después cerrar los ojos, nadar y guardar la ropa, querer ser parte del cambio y esquivar las consecuencias inmediatas de ese cambio. Los primeros días de enero nos convierte en animales de propósitos, en ocasiones previsores, otras veces inconscientes. Y aunque realmente no hay un día mejor que otro para comenzar, son muchas las llamadas de aviso que nuestros sentimientos reciben en este comienzo de año, estímulos que nos invitan a ir de frente hacia metas que no siempre nos habíamos planteado como nuestras.

Los desafíos suelen convertirse en tarea inacabada, no importa cuándo nos pongamos frente a ellos, siempre dejarán una parte de sus aspiraciones en el limbo de los imposibles. Al soñarlos era fácil imaginar herramientas y sumar voluntades para abrazarse a ellos, para obtener victorias, sin opciones, tan solo desde el mérito por haber mirado sin miedo cada reto, por no sucumbir a los engaños de los atajos. Pero cada despertar nos devuelve a la realidad de una vida hecha de trampas, donde los desafíos crecen en la oscuridad de nuestros temores y tuercen el gesto alegre de nuestros planes.

Stubb era el segundo oficial del Pequod, el ballenero que perseguía por los mares de medio mundo a Moby Dick; un personaje pragmático, que no se dejaba impresionar por las pérdidas de cordura de su capitán. Me gusta su forma de caminar hacia los desafíos, la ignorancia de lo que puede esperar, la sencillez de no complicarse la vida con sueños de arponazos increíbles y capturas definitivas. No sé todo lo que puede venir, pero de cualquier modo, iré hacia eso riendo, dice Stubb, y nos deja la enseñanza capital que va de frente a la existencia y no se pone de perfil ante lo que le parece no ser vida. Ir sonriendo hacia lo que está por venir, dejar de imaginar victorias imposibles y dar lo mejor de nosotros mismos, no hay otro modo de salvar ese futuro que amenaza con hacernos naufragar, confiar e ir de frente, agarrar con fuerza el arpón y sonreír a lo que este 2023 nos está por traer.

No lo entiendo

Hay cosas que no entiendo. Situaciones, datos y personas que escapan de mi comprensión, a las que doy vueltas sin encontrar un significado que les aporte sentido. No las entiendo, la perplejidad que me generan se acompaña de dos sentimientos complementarios: por un lado, la frustración por quedar fuera de su conocimiento; por otro, el asombro ante lo que me sobrepasa, desmonta convicciones y me adentra en la incertidumbre de abrazar lo desconocido y desentrañar lo enigmático.

Soy esclavo del ansia de comprender. Fue una de mis motivaciones para estudiar filosofía, pensaba que indagando en las razones del asombro, del conocimiento, de la ética, podría encontrar respuestas a todas esas preguntas sobre la realidad que bombardeaban mi mente de dieciocho años. Lo ininteligible me maravillaba, y sigue haciéndolo, me arrastra en su espiral de búsqueda de sentido, me envuelve en su misterio, en todas esas palabras casi mágicas que hilvanan la comprensión del mundo y de mí mismo. Necesitaba completar la información que tenía ante de mí, pero sobre todo necesitaba hacerlo yo, con mis propias respuestas y conclusiones, saberme conocedor del funcionamiento del todo. Ocurrió, sin embargo, que cuanto más me adentraba en los conocimientos que prometían sacarme de la ignorancia, más analfabeto me reconocía para comprender ese todo. Al fin y al cabo, así comienza el hacer del filósofo, el solo sé que nada sé de Sócrates; la duda metódica de Descartes; el pensamiento libre de Nietzsche, como único modo de escapar de la cárcel de la convicción;…

Y a esas cosas que no entiendo se unen otras que pido no entender. Ante ciertas realidades, prefiero una ignorancia que me mantenga al margen de la brusquedad de algunos aspectos de la vida y de las personas. No quiero entender lo que pasa por la mente de un abusador, rehuyo comprender las razones de quienes no cuidan nuestra casa común, me conformo sin entender a los que maltratan y humillan a otros, que casi siempre son otras, no quiero entender las cosas de la guerra o del odio visceral. No es pasotismo, elijo no entender porque no puedo hacerlo, porque prefiero dedicar mis esfuerzos a las víctimas de todo ese odio, prefiero alejarme de los intentos por comprender las razones y los actos de quienes odian. Elijo no entender, porque no quiero que mis divagaciones me separen del cuidado que debo a quienes siempre sufren. Elijo no entender, para que nada ni nadie me distraiga de lo importante.

Me gusta el concepto que usa Hartmann, la enigmaticidad del mundo. Esta enigmaticidad no ha sido creada por el ser humano y, por lo tanto, no puede ser suprimida por él. No puedo transformar al mundo, tal como es, tengo que aceptarlo como se me ofrece y enfrentarne a los enigmas que me plantea. En la medida en que mi existencia permanente encadenada a este mundo, también mi reflexión y mis búsquedas estarán encadenadas a los enigmas, que podré resolver o no, pero en cualquier caso forma parte de mi ser que piensa. Valorar mis éxitos solo por mi capacidad de resolver los enigmas que la vida me presenta resulta una trampa que solo generará frustración, alejándome de la posibilidad de contar con un pensamiento propio. Es, sin embargo, la aceptación de la enigmaticidad lo que me dará verdadero conocimiento de la realidad y de mí mismo.

Acepto que no lo entiendo todo. En esa verdad quiero condensar mis búsquedas de sentido, sin arrepentimientos, también en aquello que elijo no comprender, porque en el enigma se encierra el misterio que soy y reconozco el misterio que el otro es para mí, siempre inalcanzable, siempre bello en sus interrogantes.

Morir solo es morir

La muerte siempre llega a destiempo. Por más que nos preparemos a entenderla, a darle la bienvenida cuando se presente ante la puerta, será una invitada indeseada, derrochando pesimismo, convirtiéndonos en desconocidos ante nuestras propias emociones. Percibimos muerte y vida como antagónicas, incluso sabiendo que empezamos a morir cuando nacemos, como nos recuerda bellamente José Luis Sampedro. Afrontamos la vida sin tomar en serio la muerte que la constituye desde que comienza, tanto la muerte final como las pequeñas muertes que nos van llegando, muertes purificantes, muertes escondidas, muertes silenciosas, que nos van completando incluso sin saberlo; las más de las veces, sin aceptarlo.

Al tomar en serio la muerte, nos hacemos conscientes de la singularidad de lo perdido, su irremplazable presencia en nuestra vida. Porque de ningún modo podemos tomar en serio la vida si no somos capaces de acoger su fragilidad, del mismo modo que no podemos hacerlo sin percibir su trascendencia. Morir solo es morir, dice Martín Descalzo en un bello soneto, morir se acaba, … es encontrar lo que tanto se buscaba.

¿Qué nos ocurre cuando ni la la vida ni la muerte encuentran lo que se busca, cuando nos instalamos en una cultura de la muerte que premia el fracaso y esquiva las posibilidades? Vencidos por la indiferencia y el desánimo, nos cuesta acoger y asumir todas las realidades que nos limitan, tirar la toalla se presenta como una salida viable frente a la oscuridad de vivir. Morir se advierte, entonces, como un acabar, un paso decisivo ante la angustia y el arrojamiento que desestabilizan nuestro caminar cansado. Hay salidas que parecen regalarnos una liberación, que abrazan el misterio, que se abren a nuevos encuentros. Pero las hay también que se cargan de palabras definitivas, truncan esperanzas y cierran el diálogo necesario contra las huidas.

Es entonces cuando, para esquivar la muerte, deseamos la inmortalidad. Rechazamos las pérdidas y nos aferramos a los abrazos, aunque en ellos se desvanezca nuestra esencia. Las metamorfosis de Ovidio cuentan el mito de la Sibila de Cumas, la ninfa a quien Apolo ofreció lo que deseara a cambio de sus favores. Ella, mostrándole un puñado de arena, le dijo, Deseo vivir tantos años como granos de arena tengo en esta mano. La Sibila recibió mil años de vida, diez veces una vida de noventa y nueve años, según el mito, pero no la juventud que acompañara esa vida mientras durase, de modo que con el tiempo se fue consumiendo y acabó dentro de una botella que colgaron en el interior de una gruta. Anhelar el amor sin pedir también la capacidad de ser feliz en él, buscar la belleza sin desear el talento para apreciarla al encontrarla, desear vivir mil años sin que se acompañen de la fortaleza y los errores que le aporta la juventud, son deseos inacabados.

Cuenta Petronio, en el Satiricón, que los niños de Cumas se burlaban de la insensata Sibila, encerrada en su botella a la entrada de la gruta. Ellos disfrutaban de aquello que la profetisa no había sabido ver: la vida intensa, la cotidianidad del error, el coraje de la juventud, el riesgo de la muerte en cada giro de la vida. Porque morir solo es morir, ¿de qué sirve una vida sin caídas? Tal vez parezca eludir la muerte, cuando en realidad solo se consume la misma vida, sin nada que le permita trascender toda la belleza que la contiene. Saramago lo relató de manera sublime en su novela Las intermitencias de la muerte, sorteamos la agonía a cambio de la apatía.