Dicen que la historia la escriben los vencedores. En cierto modo, es normal, los vencidos suelen recluirse a llorar por lo perdido, a mirar pasar las oportunidades desde el borde del camino, jugando a sumar y restar de nuevo operaciones que nunca darán saldo positivo. Esa obsesión por recalcular las derrotas es lo que marca la diferencia, porque no es vencedor quien cuenta sus batallas por victorias sino quien vive el presente desde la confianza, quien se conoce a sí mismo y aguarda lo nuevo sin aferrarse al pasado.
Cuando el vencido ha comenzado a serlo antes de que termine la batalla, cuando la da por terminada y tira la toalla, cuando elige dejar de ser presencia, escapar de toda responsabilidad, solo le queda reclamar su derecho al pataleo y a la lamentación, haciéndolos justificación de sus decisiones equivocadas. Podríamos llamar valientes a todos los que esquivan desafíos, adornar sus tumbas prematuras de frescas flores que oculten el olor de sus derrotas, sumarnos a su llanto, escandalizarnos por la injusticia que les hizo sentirse fracasados. Podríamos reescribir su historia, haciéndola pasar por prudentes pasos hacia una victoria mayor. Pero no podemos ocultar que en todos los retos no afrontados se han ido convirtiendo en vencidos lentos.
Es en el modo en que aprendemos a leer la realidad, nuestra participación en ella, el compromiso que nos une a su destino, como nos hacemos vencedores. El armamento que requieren estas batallas trascendentales se crece en la misma medida por nuestra capacidad para amar y para perdonar, auténticas armas de construcción masiva que los vencidos lentos se resisten a empuñar. Sin tiempo para el desaliento, sin espacio para un laberinto de excusas, se nos necesita vencedores que creen en el poder sanador de los encuentros, compasivos ingenieros de puentes de sentido, peregrinos de los caminos tortuosos y vírgenes de la existencia compartida.
Miguel Hernández lo canta maravillosamente, Quien se para a llorar, quien se lamenta contra la piedra hostil del desaliento, quien se pone a otra cosa que no sea el combate, no será un vencedor, será un vencido lento. Aunque haya momentos en que lo desee, no necesito que alguien me quite de encima la losa que me entierra prematuramente, debo ser yo mismo quien me levante victorioso, resucitado, por encima de toda esa tierra que echan sobre mí. Soy yo quien debe alejarse de esas otras cosas, lamentaciones por lo que espero recibir pero aún no he aprendido a ver en mí mismo, todas las justificaciones que acumulo y me van haciendo un vencido lento.