Artesanos de lo cotidiano

Seguimos a vueltas con la santidad, y volvemos a descubrir que nos entrena en la primacía del ser sobre el tener. No se nos pide “tener santidad”, como quien colecciona trofeos o milagros, sino “ser santos”, como quien aprende una manera distinta de estar en el mundo. Edith Stein dijo: “Quien busca la verdad busca a Dios, sea consciente o no.”

Ese “ser santos” no es un estado, sino un camino: una labor de toda la vida, una artesanía lenta que nos modela en cada circunstancia, no solo en las aparentemente luminosas y felices. La santidad es fidelidad a lo que estamos llamados a ser, incluso cuando el “tener” se presenta más fácil y visible. Es decir “no” a ciertos éxitos para poder decir “sí” a la verdad de uno mismo. Es resistir la tentación de acumular virtudes como medallas y optar, en cambio, por acoger: acoger límites, procesos, la voz de los otros, la presencia de Dios que llega sin estridencia.

Para que nuestra vocación a la santidad no se convierta en caricatura, necesitamos que el mundo entre en nosotros. Con su belleza indócil y sus injusticias que desvelan. Que entre para aprender sus lenguajes, para pronunciar mejor el Evangelio. Que entre para que la compasión deje de ser concepto y se vuelva tierra que pisar. No se trata de transformar la fe en estrategia de impacto social, sino de dejar que la fe nos vuelva más humanos allí donde lo humano parece encogerse. La santidad no es una política del cuidado, sino una preferencia radical por la persona sobre el problema, por el vínculo sobre el algoritmo.

La santidad, así entendida, no es ingenua. Sabe de sombras y de miedos. Aprende a confiar incluso cuando el horizonte se oscurece. El misterio no intimida; invita. Nos libera de la pretensión de controlarlo todo. Nos enseña a decir “no sé” sin rendirnos y “aquí estoy” sin garantías. Tal vez la primera oración del santo sea, simplemente, un balbuceo.

Por eso mismo, la santidad no es incorpórea. Se hace carne y misterio en el cuerpo que vela, trabaja, descansa, acaricia, protesta, perdona. Tiene horario y domicilio: pasa por la nómina y por la factura de la luz, por el llanto en la cocina y por la risa en el patio. Si no se puede colar en el transporte público, no sirve. Si no sabe a pan, a sudor y a abrazo, no es de Dios. Si no camina la calle, se marchita en los templos.

La santidad se juega, sobre todo, en lo ordinario. San Juan Crisóstomo decía: “No digas: No puedo ser santo porque vivo en el mundo. Precisamente en el mundo es donde debes ser santo”. Y san Basilio añadía: “La santidad no consiste en huir del mundo, sino en transformar el corazón en medio de él”. No se trata de escapar de la vida, sino de aprender a habitarla con transparencia y amor.

El Evangelio no vino a barnizar lo que había, vino a ensayar el Reino: enemigos que se vuelven prójimos, poderes que se vuelven servicio, pérdidas que se vuelven semilla.

La santidad no es la meta final, es la dirección. Es levantarse una y otra vez hacia el amor, transformando el corazón en medio del mundo. Es, como decía Bonhoeffer, gracia costosa: la que te pide la vida porque te la está devolviendo.

Bienaventurados los que no huyen: santidad y sentido

La palabra “santidad” suena, para muchos, a campanas lejanas, a vitrales impecables o a biografías sin tachones. Otros la perciben como un traje demasiado limpio para el barro de la vida real. Y, sin embargo, su presencia entre nosotros sigue siendo una pregunta incómoda y una hermosa posibilidad.

La santidad no es aislamiento: es respiración profunda en medio del mundo. No consiste en separarnos del ruido, sino en aprender a habitarlo hasta encontrar la melodía escondida. No somos santos porque nos alejemos del mundo, sino porque dejamos que el mundo entre en nosotros: en el hogar, en las agendas repletas, en la piel curtida por la vida. La santidad comienza cuando dejamos de ponerle candados a la realidad.

Francisco dijo en Gaudete et Exultate: “La santidad es el rostro más bello de la Iglesia”. Un rostro que es presencia, no filtro ni máscara. En tiempos en que abundan las propuestas de perfección envuelta para regalo —una santidad exhibicionista que imita lo externo, una inocencia entendida como territorio libre de conflicto, un misterio reducido a susto de temporada— conviene volver a lo esencial: la santidad cristiana es una propuesta de sentido. No es una coreografía, sino un camino que ordena la vida desde dentro. No es un “prohibido pasar” al mundo, sino un “bienvenido” con discernimiento. Hay misterios que no dan miedo, sino hogar; y lo sagrado no asusta, ensancha.

Recuerdo cuánto me impresionó la lectura de El precio de la gracia, de Dietrich Bonhoeffer, especialmente cuando afirma que “la gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia”. Esa “gracia barata” es la santidad de escaparate, una estética impostada a la fe, donde todo es correcto, pero nada verdadero.

Lo contrario de la santidad no es el pecado, sino la indiferencia pulcra. La santidad auténtica, en cambio, acepta el conflicto como lugar de fecundidad. Solo se verifica a la intemperie de la fe, allí donde se sale del hogar y de sus comodidades. No se trata de odiar la casa, sino de no absolutizarla. Salir implica exponerse al viento que desarma seguridades, a la lluvia de preguntas, a los soles que deslumbran. La fe madura cuando se moja. El Evangelio no es un paraguas, sino una brújula.

En este presente hiperconectado y exhausto, la santidad cotidiana parece casi una obligación higiénica del alma. No condena al mundo, sino sus prisas y su idolatría de la eficacia. Vivimos —como dice Charles Taylor— en una “edad secular” poblada de opciones de sentido, pero también de una sutil anemia de profundidad. La técnica multiplica medios y difumina fines; el algoritmo optimiza rutas, pero no elige destinos. Francisco habló del “paradigma tecnocrático” que coloniza el imaginario: no todo lo posible es deseable, no todo lo eficiente es bueno. Por eso la santidad es contracultural: se atreve a perder tiempo con lo que de verdad importa, a demorarse en la gratuidad, a decir “basta” donde el mercado grita “más”.

Byung-Chul Han, reciente premio Princesa de Asturias, describe nuestra época como “sociedad del rendimiento”, una maquinaria que fabrica cansancio y soledades de alto desempeño. La santidad —dice Han— se viste de esperanza cuando responde con lentitud a una cultura acelerada: rehúsa ser trending topic para ser espacio de sentido; no busca likes, sino encuentros; se mide menos por métricas y más por memoria. No se “gana”, se habita.

Y se habita en lo pequeño. Podemos ser santos en la cotidianidad: en la mesa que recogemos sin hacer ruido ni alardes, en la pantalla que apagamos para mirar a los ojos, en la agenda que dejamos respirar para que entre un nombre propio. Simone Weil lo expresó con una precisión emocionante: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad”.

La santidad es atención sostenida: al dolor del otro, a la belleza inesperada, al propio límite. Es prestar oído a lo que no grita. No es una condena al ruido del mundo; es una protesta contra la prisa que lo vuelve incomprensible.

Por eso, la invitación a la santidad es siempre a la vida compartida, a la esperanza y a la confianza mutua. Jesús no beatifica a los inmaculados de museo; llama bienaventurados a los que se implican en la trama de la vida: los que celebran y los que lloran, los que trabajan por la paz y los que sufren su ausencia, los que hacen misericordia y los que la esperan cada día. La santidad no es el resultado de un examen, sino el tono vital de quien se sabe en camino con otros.

Al final del día, cuando la casa se queda en silencio y las manos huelen a lo vivido, la santidad se parece mucho a esto: haber amado un poco mejor que ayer. Habernos dejado atravesar por el mundo sin cinismo. Haber dicho la verdad con misericordia. Haber esperado cuando no había motivos. Y haber celebrado —siempre— que la vida es más grande que nuestras fuerzas.

Si alguien me preguntara por un programa mínimo, diría esto: dejar entrar el mundo, decidir a favor del ser, practicar la atención, compartir la vida, abrazar la intemperie. El resto, se nos dará por añadidura.

La intemperie y sus honduras

Vivir a la intemperie no es solo quedarse sin techo; es aprender a mirar sin amortiguadores. Si en las anteriores entradas dijimos que el coraje consiste en exponerse con lucidez, hoy toca nombrar el ruido de fondo que zigzaguea entre el corazón, la mente y la garganta: la angustia.

Heidegger la llamó temple o estado de ánimo fundamental. No es un capricho psicológico, sino la forma en que, de pronto, el mundo se desplaza y nos deja ante la nada. No porque “pensemos la nada” con la cabeza, sino porque la sentimos con el corazón. La lógica niega, pero antes de negar ya hemos sentido el vacío. La angustia nos pone frente a esa relación viva con la nada. Por eso des-vela lo oculto: al angustiarnos, el suelo de lo habitual se retira y aparece lo que realmente somos.

Antes que él, Pascal ya había escrito: “El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta”. Nombraba ese desamparo cósmico que obliga a buscar amparo con hondura, no con entretenimiento. La angustia no es enemiga: es semáforo. Señala que no bastan las distracciones; o nos recogemos, o nos perdemos.

Sartre, por su parte, desenmascaró la mala fe: esa costumbre de huir de la libertad como quien cambia de canal. Huir de la angustia —dice— es otra manera de tomar conciencia de ella: “somos la angustia para huirla”. Porque mientras escapamos, sabemos que escapamos; y esa huida ya es una forma de sabernos libres y responsables. Fingir que no elegimos es la gran mentira: la de cosificarnos para no responder.

¿Cómo se siente esa huida por dentro? Esquirol lo intuye así: la realidad se vuelve masa viscosa, homogénea, que nos atrapa si no cultivamos la proximidad y la casa interior. Frente al nihilismo domesticado, propone resistencia íntima: menos retórica y más cuidado, menos espectáculo y más trato con lo cercano. La angustia no se cura con distracciones; se habita con presencia, con hogar y con nombres propios.

Tampoco la tradición cristiana cancela la angustia: la convierte en punto de partida, la atraviesa con confianza. Como recuerda José Carlos Ruiz, cuando Adán y Eva salen del paraíso “toman conciencia de lo que son: humanos, mortales, desprotegidos… y por primera vez adquieren el sentido del paso del tiempo”. Ese descubrimiento duele, pero inaugura algo decisivo: identidad y proyecto. La expulsión no es solo pérdida; es aprendizaje de límites y comienzo de la construcción de uno mismo. El coraje cristiano consiste en afrontar la desesperación desde la fe, sabiendo que la intemperie no nos define si nos sabemos sostenidos por el amor.

¿Qué hacemos con la angustia? Aprenderla al modo de Kierkegaard y Heidegger: escuchar lo que revela —nada, finitud, libertad— y dejar que afine nuestra mirada. No dramatizarla ni negarla. No demonizarla (no es un fallo), ni sacralizarla (no es un ídolo). Acogerla como semilla de presencia.

La fe tiene la capacidad de convertir la angustia en decisión y abrazarla desde la confianza. No se trata de un optimismo de sobremesa, sino de la certeza de que no caminamos solos, aunque el cielo se llene de nubes. En clave cristiana, la esperanza no anestesia: da fuerza para mirar el tiempo, asumir la pérdida y construir identidad sin autoengaños.

Porque la angustia no es un enemigo que deba vencerse, sino un huésped que nos recuerda que estamos vivos y somos capaces de sentido. Es la grieta por donde entra la luz y, a la vez, el viento que despeina nuestras certezas. Podemos seguir huyendo —con ruido, con pantallas, con promesas de calma— o podemos quedarnos a escuchar su latido.

Cuando la intemperie agudiza nuestras angustias, cuando todo sentido parece retirarse, queda lo esencial: un tembloroso, pero firme, que se atreve a pronunciarse frente a la nada.

Ese es el comienzo de toda esperanza. Ese es el verdadero coraje.