Respirar en altura: del vértigo a la decisión

Vivir a la intemperie no es una pose: es salir sin paraguas al clima vertiginoso de lo real. El coraje no es blindaje, sino exposición con lucidez. Hoy toca mirar la grieta por la que se cuela el temblor que más evitamos nombrar: la angustia. No el miedo con objeto —ese que se apaga con un gesto—, sino ese rumor que irrumpe cuando la libertad nos pide actuar. Søren Kierkegaard lo dijo sin rodeos: “La angustia es el vértigo de la libertad”. La libertad nos descoloca porque nos entrega la posibilidad, y la posibilidad nos entrega a nosotros mismos. No hay barandilla en ese borde. Solo el abismo de poder elegir.

Ese vértigo no es un error: es la respiración de la libertad. La angustia aparece no cuando falta, sino cuando ya la tenemos y nos exige responsabilidad. Kierkegaard propone un aprendizaje incómodo para los amantes de las recetas rápidas: hay que aprender a angustiarse. Lo llama “una aventura que todos deben correr” y se atreve a afirmar que “quien ha aprendido rectamente a angustiarse ha aprendido lo más elevado”. No pide heroísmos, pide artesanía: conocer la propia turbación para que no nos engulla ni nos anestesie.

Pero la angustia no basta para vivir. Hace falta un gesto que, sin negar el precipicio, dé un paso decisivo. Aquí entra Paul Tillich, que despoja al coraje de épicas baratas y lo sitúa en el centro del ser: “El coraje es la autoafirmación del ser a pesar del hecho del no-ser”. No es una frase para decorar, sino para recordar que afirmarse —ser alguien, sostener un nombre— se realiza con la nada al lado, no cuando ya se ha retirado. No existe un “cuando pase la tormenta”, porque la tormenta forma parte del paisaje. El coraje no es una virtud aprendida en manuales, sino un acto que se juega en la estructura misma de lo que somos. Afirmarse —aunque la muerte, el vacío o la culpa nos rocen— es ya una respuesta.

Tillich habla de tres sombras que nos acorralan: la de la fatalidad y la muerte, la del vacío y la falta de sentido, la de la culpa y la condena. Nombrar el no-ser es empezar a disputarle territorio. Si el no-ser amenaza por tres frentes, el coraje se despliega también en varias formas: perseverar cuando lo real nos arrastra, buscar sentido cuando el mundo se vuelve atonal, aceptar el perdón —aceptar ser aceptados— cuando la culpa nos encierra. Coraje no es apretar los dientes hasta romperlos; es un “sí” lúcido que sabe de qué está hecho el “no” que lo desafía.

Aquí el diálogo entre Kierkegaard y Tillich se hace fecundo para una vida sin refugios. El danés nos enseña a “no demonizar” la angustia: es la prueba de que la libertad está viva, el latido de una posibilidad que todavía no se decide. El teólogo alemán nos enseña a “no sacralizar” la angustia: la libertad no se reduce a sentirla, sino a afirmarse desde ella. Entre ambos hay un puente: el coraje no elimina la angustia, la atraviesa; la angustia no contradice el coraje, lo provoca. En ese cruce, la intemperie deja de ser un capricho estético y se convierte en disciplina vital.

Tillich añade una idea que es también incómoda: “Todo coraje de ser tiene abierta o encubiertamente una raíz religiosa”. No nos empuja a los púlpitos; nos recuerda que el coraje necesita arraigo en algo más hondo que la pura voluntad. Llámalo fe, promesa, causa, comunidad, ese tú que sostiene cuando se apagan las certezas. Sin un motivo mayor, el vértigo devora.

Vivir a la intemperie exige distinguir entre refugio y trinchera. Los refugios perpetuos —ideologías blindadas, cinismos elegantes, entretenimientos sin descanso— venden anestesia contra la angustia; alivian, pero a cambio nos piden la libertad en cómodos plazos. Las trincheras, en cambio, no son hoteles: son lugares de paso desde los que responder. Kierkegaard nos invita a “respirar” esa incomodidad del borde —porque ahí nace el espíritu—; Tillich nos urge a “decidir” ahí mismo, a decir “sí” aunque el mundo no nos aplauda o sigamos teniendo miedo.

Me gusta la idea del coraje como el arte de “respirar en altura”. No hay menos aire en la montaña, hay aire más puro. La angustia es ese primer ahogo que nos dice que hemos dejado atrás los valles y el camino se ha hecho cuesta arriba. El aprendizaje de Kierkegaard —aprender a angustiarse— es entrenamiento de altura: reconocer el vértigo para no confundirlo con caída. La afirmación de Tillich —autoafirmarse a pesar del no-ser— es acto de altura: dar un paso con la vista puesta en el valor que hay al otro lado. Cuando ambos confluyen, la intemperie deja de ser suceso y se vuelve oficio.

No faltarán vendedores de calma ofreciéndonos barandillas: manuales que prometen una vida sin sobresaltos, o credos que confunden fe con comodidad. La calma es la mentira más rentable. El vértigo no se cura, se habita. Propongo lo contrario: hacer de la angustia una maestra exigente y del coraje una práctica cotidiana. Nombrar con honestidad la sombra que hoy nos muerde —muerte, vacío, culpa—; recordar el motivo mayor que nos sostiene; y realizar un acto concreto de autoafirmación antes de que caiga la noche. No buscando coleccionar hitos, sino para cultivar una fidelidad.

Bajo el cielo abierto de la intemperie, no siempre tendremos respuestas, pero podemos tener presencia. Y en esa presencia cabe la audacia que defendemos: la de vivir sin refugios, sabiendo que el no-ser está invitado, pero que no tiene la última palabra. Llamémosle respirar en altura. Llamémosle fe.

La audacia de vivir sin refugio

Vivimos inmersos en una búsqueda constante de confort. Una comodidad que nos anestesia frente al miedo, que nos domestica ante la incertidumbre, y que nos mantiene atrapados en la cultura de la excusa y de la desresponsabilización. El coraje —aquella virtud que alguna vez fue emblema de la juventud de nuestra cultura— ha sido socializado, diluido en formas colectivas, sin pulso ni alma. Para muchos, incluso, se ha vuelto anacrónico. No conocen más impulso que el de una rebeldía impostada, de postureo.

El término coraje hunde sus raíces en la palabra latina cor —corazón—. En su núcleo, el coraje es la capacidad de decidir y actuar frente al peligro, al riesgo y al miedo. Pero no se trata solo de resistir la adversidad: implica transformarla desde dentro. Frente a un sentimentalismo ingenuo del coraje, se nos invita a abrazar nuestros miedos, escucharlos y avanzar con ellos, sin permitir que nos paralicen, ni esconderlos bajo la alfombra de lo colectivo.

Hoy hemos colectivizado el coraje: somos valientes si el grupo así lo decide y lo valida, si la opinión pública lo aprueba. Esta lógica nos lleva a delegar la responsabilidad, a reducir el ”yo” ante lo desconocido. Nos convertimos en espectadores de la realidad, esperando que otros nos libren del vértigo de decidir.

Byung-Chul Han, en su crítica al miedo contemporáneo, advierte: “Lo opuesto a la esperanza es el miedo… vivir en modo supervivencia nos ancla a la depresión y al miedo, que nos cierran puertas y nos roban la libertad… alguien que tiene miedo al futuro será incapaz de organizarse y crear su propio futuro”. Vivimos en modo de supervivencia, en letargo, sin proyección real al cambio que aporta la esperanza. Sin margen de maniobra, buscamos salidas fáciles de nuestros laberintos: actuar tras la máscara del grupo que diluya nuestros miedos.

Solo la esperanza nos pone en marcha. Nos da un horizonte de sentido que podemos creer. Martha Nussbaum, en su magnífico ensayo sobre el miedo, dice: “Hay que afrontar la ira, el miedo, y luego pensar en las alternativas: esperanza, fe, cierto tipo de amor fraternal. Y luego hay que dedicarse a cultivarlas”.

La primera tierra de cultivo somos nosotros mismos. Desde niños se nos enseña a tener miedo. Ha sido —y sigue siendo— una de las herramientas educativas más utilizadas: el miedo como amenaza de pérdida, de soledad, de indefensión, de falta de belleza. Se nos educa en la excusa, en la búsqueda de culpables, en la negación de la esperanza de transformación. Así se extingue el coraje. Porque el coraje, más que heroicidad, significa cultivar una audacia íntima.

Los filósofos antiguos llamaron a esta virtud andreía—ἀνδρεία—, como representación de lo que verdaderamente nos hace humanos. Nuestros miedos se alimentan de nuestra negación a asumirnos, de nuestra nostalgia, de nuestra falta de esperanza. Andreía, que algunos traducen en Aristóteles como ”hombría”, nos sitúa en el centro de nuestra condición humana: seres capaces de mirar de frente sus fracasos y equivocaciones con valentía, sin disolverlos en lo colectivo.

Esta virtud nos invita a vivir sin refugio. A no buscar escondites emocionales ni ideológicos que nos protejan del vértigo de existir. Vivir sin refugio no es vivir sin abrigo, sino sin evasión. Es habitar la intemperie de lo real, con el corazón abierto, sin máscaras ni parapetos. Es asumir que el miedo no se elimina, se atraviesa.

Este camino nos conduce a actitudes concretas de coraje:

  • Reconocer nuestros miedos, sin esconderlos ni negarlos. Nussbaum nos advierte que el miedo es fácil de manipular, es la base de muchos discursos que buscan el control. Por eso hay que aprender a cultivar la fe, la esperanza y el amor: virtudes de la confianza.
  • Recuperar lo individual, sin caer en un individualismo limitador. No podemos esperar que el grupo decida por nosotros ni que nos abra caminos para escapar de nuestros miedos. El coraje es una virtud personal, humana, que nace de una decisión libre, es decir, verdaderamente propia.
  • Activar una esperanza creíble. Como nos invita Byung-Chul Han: si el miedo estrecha nuestra tienda, debemos acoger el coraje de expandir su espacio, ampliando el perímetro de sus piquetas. Así nos lo piden también los profetas, una y otra vez.
  • Habitar nuestras emociones con conciencia, porque contienen pensamiento, como recuerda Nussbaum. No son irracionales. El coraje no es una improvisación, sino el fruto del huerto que hemos cultivado.

Ser humano es confiar. Podemos encontrar mil excusas —y siempre habrá espacio para una más—, pero sin la apertura de la confianza frente a las emergencias sociales que nos desahucian de la vida, solo caeremos en la red de la resignación y del miedo.

Ser humano es abrazar la fragilidad y avanzar con el corazón abierto. Con coraje. Con esperanza. Con la audacia de vivir sin refugio.

Nominar: la llamada que nos salva

Con su habitual precisión, Heidegger afirma: “Nombrar no es distribuir calificativos, emplear palabras. Nombrar es llamar por el nombre. Nombrar es llamada. La llamada hace más próximo aquello que se llama”. En la anterior entrada vimos que nombrar no es un gesto decorativo, sino un acto con un fuerte sentido ontológico: afecta al ser de quien nombra y de lo que es nombrado. Nombrar trae algo a la cercanía, lo rescata del anonimato, le da un lugar en el mundo. Porque nombrar es convocar. Y en esa convocatoria se realiza nuestra salvación: nos libra de la indiferencia, nos arranca de lo impersonal.

Hablar, entonces, no es solo articular sonidos ni combinar letras con destreza. Hablar es decir lo que es, dar sentido a la masa confusa de emociones, percepciones y experiencias que nos rodean. Cuando el lenguaje se reduce a ruido, la realidad se vuelve inhabitable. Cuando el lenguaje se convierte en llamada, la vida encuentra hogar.

En los últimos años, hemos asistido a una curiosa degradación semántica. La palabra nominar —que en castellano significa “dar nombre” o “proponer para un cargo”— ha sido secuestrada por la industria del espectáculo. Programas de televisión, reality shows y concursos han impuesto un uso empobrecido, importado del inglés to nominate, que en su origen no era problemático, pero que en su adaptación mediática se ha convertido en sinónimo de expulsión.

Hoy, cuando alguien escucha “estás nominado”, no piensa en ser llamado para una misión, sino en ser señalado para la exclusión. La nominación ya no es reconocimiento, sino preludio de destierro. El nombre se pronuncia no para integrar, sino para despojar de la dignidad recibida. Como si se tratara de una nueva expulsión del Paraíso, la persona nominada es arrojada fuera de la “casa de ensueño” o de la “isla de tentaciones”, y debe regresar al mundo real, donde su nombre se confunde con otros nombres, sin brillo ni fama.

Este desplazamiento semántico no es inocente. Las palabras no cambian de sentido sin que cambie también nuestra manera de mirar la realidad. Si nominar se asocia a excluir, ¿qué nos dice eso de nuestra cultura? Que hemos convertido la visibilidad en un privilegio frágil, que solo se mantiene mientras otros no nos desplacen. Que el reconocimiento ya no es un don, sino un espectáculo que se alimenta de la humillación pública. Que el nombre, en lugar de ser llamada, se ha vuelto sentencia.

Nominar, por el contrario, en su sentido más hondo, es pronunciar un nombre para conferir identidad y misión. Es decirle a alguien: “Tú eres tú, y no otro. Tú tienes un lugar, una tarea, una posibilidad que nadie más puede realizar”. Sin ese nombre, no habrá misión. Sin esa llamada, la vida se reduce a supervivencia.

Ser nominado, en este sentido, no es un privilegio elitista, sino una experiencia espiritual y existencial: todos necesitamos escuchar, al menos una vez, que alguien nos llama por nuestro nombre y nos confía algo que nos sobrepasa. Esa confianza nos constituye. Nos hace únicos. Nos da sentido. Y, paradójicamente, nos descentra: porque la misión no es para nosotros, sino para otros. Nominar no es coronar egos, sino despertar responsabilidades.

No hay nominación sin relación. No hay nombre que no implique pertenencia. Por eso, la nominación auténtica no expulsa, sino que acoge. No señala para excluir, sino que convoca para integrar. No humilla, sino que dignifica. Frente a la cultura del descarte, que convierte a las personas en objetos de consumo y desecho, necesitamos una cultura de la llamada, donde cada nombre pronunciado sea promesa de encuentro.

Nominar no se limita a las personas. También podemos —y debemos— nominar lo que no se ve: la esperanza, la ternura, la justicia, la compasión. Si no las nombramos, se evaporan. Si no las llamamos, se vuelven irreales. Nominar es, en este sentido, un acto político y espiritual: mantener vivas las palabras que sostienen la vida. Porque cuando desaparecen del lenguaje, desaparecen también de la experiencia.

Nominar, en su raíz, es un gesto de intemperie. No se trata de refugiarse en palabras bonitas, sino de arriesgarse a pronunciar nombres que comprometen. Nominar es decir: “Aquí estoy, y te llamo. Aquí estás, y te reconozco”. Es un acto humilde y audaz a la vez: humilde, porque reconoce que el otro no me pertenece; audaz, porque se atreve a convocarlo a la existencia. Nominar es la llamada que nos salva.