Nombrar para no extraviarse

En el libro del Génesis, el primer oficio humano es sencillo y trascendental: poner nombre. En lugar de conquistar territorios o levantar muros, recibe el encargo divino de pronunciar la creación. Cada palabra inaugura un vínculo con la realidad. También nuestra biografía comienza así: balbuceamos sílabas y el mundo, indulgente, se inclina para dejarse bautizar con torpes nombres. Algunas familias guardan esas primeras denominaciones infantiles como reliquias, pequeñas contraseñas de intimidad que solo cobran sentido en la calidez de las cercanías.

Nombrar es más que etiquetar: es tocar la realidad, impedir que nos sea ajena. Es la tentativa de comprimir la vida en un trazo de palabra que permita habitarla. Pero la hospitalidad del mundo tiene un límite. Crecemos, y la realidad nos devuelve la exigencia de precisión y de coherencia. Aquella naturaleza que reía con nuestros intentos infantiles ahora reclama que lo dicho sea verdadero, o al menos responsable.

Carl Gustav Jung advertía: “Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino”. Nombrar lo oscuro no lo disuelve, pero le arrebata el privilegio de actuar en secreto. Poner en palabras miedos, culpas o deseos no es magia, sino cartografía emocional. El lenguaje, cuando no se rebaja a ser propaganda, dibuja mapas suficientemente honestos como para no caminar a ciegas.

Más tarde, la terapia narrativa de Michael White y David Epston enseñó que al nombrar los problemas los externalizamos, evitando confundirlos con nuestra identidad. Surge así un margen inédito para elegir.

También Lacan habla del nombre, y afirma que el amor es siempre amor de nombre. Llamar a alguien por su nombre es decirle: no eres intercambiable. La exactitud amorosa nombra sin poseer, separa al otro de la masa de los parecidos y de nuestras proyecciones. También aquí late una ética de la intemperie: resistir la tentación de reducir al otro a una función, a un adjetivo, a una herida. El buen nombre —el que no captura ni domestica, el que se pronuncia a cielo abierto— crea espacio para el misterio.

Massimo Recalcati subraya: “El nombre era el resto melancólico que la obligada vivencia del duelo no lograba disolver”. Nombramos las pérdidas para soportarlas sin desaparecer con ellas. Repetimos ciertos nombres para recordar que en ellos hubo vida, promesa, conversación. Otros, en cambio, los borramos compulsivamente, como si el silencio pudiera excusarnos del dolor. Ambos gestos participan de la misma lucha: significar una ausencia que insiste en formar parte de nuestras vidas.

Sería ingenuo pensar que siempre nombramos desde dentro. Muy pronto la sociedad ofrece —y a veces impone— su catálogo de nombres, etiquetas, oficios y métricas. El currículo, el historial clínico, la estadística, el algoritmo: fábricas de nombres. Cada rótulo trae consigo una mirada del mundo y un modo de organizarnos en él. Aceptamos muchos de estos sellos para seguir perteneciendo. Y, con el tiempo, olvidamos aquellos nombres que inventamos de niños, cuando nuestra creatividad recién estrenada bautizaba las cosas a su manera.

Nombrar no es inocente. Tampoco lo es callar. Los nombres nos hacen promesas, aunque muchas veces dejan fuera algo de nosotros mismos. Hacen posibles muchas vidas, pero también clausuran otras. Aprendemos pronto que la realidad no se resume en palabras tan fácilmente.

Tal vez por eso, conservamos algunos nombres en nuestra intimidad, como brújulas secretas que nos orientan cuando el paisaje se vuelve inhóspito. A veces los compartimos, y el nombre se vuelve contraseña de amor o de amistad. Pero cuando esos nombres se pronuncian desde la traición, es mayor: pocas cosas desnudan tanto como escuchar en boca ajena el nombre que era símbolo de confianza. Incluso en ese dolor se revela que el nombre es presencia: sitúa, expone, compromete.

Nombramos también lo invisible: la fe, el deseo, el silencio, el vacío. Mal usadas, las palabras profanan; bien usadas, custodian. La espiritualidad no huye de los nombres, pero tampoco se refugia en ellos. Nombrar demasiado pronto mata el misterio; callar siempre lo disuelve. El arte está en elegir la palabra adecuada, el momento preciso y la medida justa. Hay silencios cobardes y silencios fértiles; palabras que abren como una llave y palabras que clausuran como candados.

Recuperar la capacidad de nombrar —con rigor y ternura— es un acto de resistencia. No para negarlo todo, sino para no vivir sometidos a etiquetas que otros nos asignan junto con instrucciones de uso. Quien nombra, manda. Hoy también la tecnología ha entrado en esa liturgia: los algoritmos nos bautizan sin ceremonia ni consentimiento, reduciendo nuestra complejidad a patrones de consumo y probabilidad.

A veces, para ver de verdad, hay que aventurarse a quitar etiquetas. Desnombrar no es renunciar a la verdad, sino despejar la mirada: limpiar los nombres gastados que ya no significan nada y permitir que algo se presente sin guion. La intemperie pide ese coraje: salir sin paraguas de palabras que nos excusan de pensar. No se trata de “no juzgar” en abstracto, sino de juzgar con piedad y precisión, sabiendo que la realidad siempre excede nuestros moldes.

La vida humana que comenzó nombrando lo visible y lo invisible terminará olvidando casi todos los nombres. Quedará el gesto, la memoria afectiva de lo que fue amado, un puñado de sílabas esenciales. Tal vez baste con eso: concentrar la existencia en unos pocos nombres verdaderos —“gracias”, “perdón”, “aquí”, “tú”— y dejar que el resto se evapore sin rencor. El mundo se irá apagando a medida que se borren los nombres que le pusimos, pero quizá la última luz sea, precisamente, reconocer con humildad que la realidad nunca nos perteneció, que solo fuimos huéspedes con derecho a pronunciarla desde el cuidado.

Nombrar es crear y, al mismo tiempo, desposeerse. Decir bien es no poseer del todo. Ahí comienza una espiritualidad sin refugios: en la intemperie de una palabra que no captura pero acompaña, que no cierra pero sostiene.

Espiritualidad en la intemperie

Al igual que ocurre con la educación -como veíamos la pasada semana-, también la espiritualidad es tentada por la totalidad. Esa pulsión por levantar sistemas cerrados, doctrinas blindadas y caminos asfaltados sin sobresaltos. Hoy nos asalta una nueva espiritualidad que, en su afán de ofrecer certezas, se convierte en una arquitectura de certezas prefabricadas. Se presenta como respuesta antes que como pregunta, como solución antes que como misterio. Pero es precisamente la experiencia de la intemperie, y no la comodidad, la que despierta una espiritualidad verdaderamente transformadora.

La lógica de la totalidad espiritual busca protegernos del vértigo existencial. Nos ofrece un Dios domesticado, previsible y funcional. Un Dios que se acomoda a nuestras expectativas, que responde rápido, que consuela sin incomodar. Una experiencia de lo sagrado que se complace en confirmar nuestras intuiciones, en reforzar nuestras seguridades. Pero esa espiritualidad, en el fondo, es una espiritualidad sin Dios. Porque la verdadera experiencia de lo divino -como el Infinito de Lévinas- no se deja poseer. No se deja encerrar en fórmulas ni rituales. Irrumpe, desestabiliza, descoloca. Se manifiesta en el rostro del otro, en la herida, en el silencio que no se puede llenar.

La intemperie espiritual es el lugar donde la totalidad se quiebra. Allí donde las respuestas se desmoronan y solo queda la pregunta desnuda. Es la experiencia mística del desierto, del exilio, de la noche oscura. El umbral donde lo divino se revela sin intermediarios, sin decorados, sin garantías. San Gregorio de Nisa lo expresa así: “El verdadero conocimiento de Dios consiste en ver que Él es incomprensible”. No se trata de saber más, sino de saber que no sabemos. No se trata de alcanzar, sino de abrirse. No de poseer, sino de dejarse tocar por el Otro.

Habitar la intemperie espiritual es renunciar al control. Es aceptar que no hay mapas ni refugios ni promesas de éxito. Y es precisamente en esa exposición radical donde ocurre la transformación. Porque nos descentra, nos expone, nos despoja de la obsesión por controlar. Aquí, la fe no es una afirmación cerrada, sino una apertura. La oración no es técnica, sino respiro del alma. El encuentro con Dios no es un hogar definitivo, sino una herida que sana mientras hiere.

Educar el alma para vivir a la intemperie significa acompañar una espiritualidad capaz de habitar el no saber, de sostener el silencio, de resistir la tentación de la respuesta fácil. No se vive en la llegada, sino en el camino. No se enseña desde la autoridad, sino desde la fragilidad reconocida. Es una espiritualidad para el encuentro, no para la autorreferencialidad. Una espiritualidad que nos abre radicalmente al Otro, que desinstala.

La totalidad espiritual es encerramiento y mismidad estéril. La intemperie espiritual, en cambio, es apertura que permite irrumpir al Infinito. Es el espacio donde lo eterno se cuela en lo cotidiano, donde lo absoluto se revela en lo frágil.

En este contexto, me resuena la advertencia de Gustave Thibon: cuando la fe y la esperanza se secularizan y se vacían de trascendencia, se convierten en ideologías que prometen un paraíso futuro a costa del presente. Una espiritualidad así se niega a juzgar el árbol por sus frutos, desmorona la moral, hiere a la humanidad en lo más profundo. Es el espejismo de una totalidad que reemplaza el misterio por la técnica, lo infinito por lo indefinido, la esperanza por la utopía ideológica.

Frente a ello, la espiritualidad de la intemperie nos llama a otra cosa: a habitar el presente, a sostener el dolor de la existencia sin anestesia, a abrirnos al misterio sin garantías. Porque solo en la intemperie, cuando todo queda en suspenso, puede irrumpir lo verdaderamente nuevo. No como construcción humana, sino como don divino. No como sistema, sino como encuentro.