¿Quién te cuida?

Cuidar a los que están cerca, a los que se nos han encomendado, a los que sentimos debilitados por cualquier circunstancia, es mucho más que un gesto de bondad, es una cualidad humanizante, que reconcilia con ese tono íntimo y ancestral que a veces despreciamos por su sencillez. El cuidado no necesita de grandes esfuerzos, y si los requiere deja de ser cuidado para adentrarse en el huraño territorio del interés, porque al cuidar nos desprendemos de los engaños, nos sentimos parte de algo mucho mayor que nosotros mismos, alcanzamos el límite de nuestros sueños y lo cruzamos en una vigilia que hace nuevas todas las cosas.

Al cuidar bajo la guardia de mis temores, enhebro mis pedazos desgarrados y les doy una patria en la que encajar, no lo hacen a la perfección, dejan esos huecos que crean las emociones del que ama y perdona sin imponer condiciones. Al cuidar comienzo a abrir esos espacios incompletos que otras veces llené de aire, incluso cuando creía llenarlos de sentido; aprendo a amarlos como son, sin invadirlos con mi dominadora presencia; aprendo a dejar que no sean, aunque ese no ser me llene más de miedos que cualquier cosa sabida. Así es el cuidado, integrarse y diferenciarse de lo que es otro, perderme en ello sin dejar de ser quien se acercó y decidió dar un paso que le alejaba de todo lo sabido para adentrarse en lo único que puede darle sentido.

Pero ella es más importante que todas vosotras, porque es ella a quien he regado… es ella a quien abrigué… es ella a quien protegí… es ella a quien escuché quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse. Porque es mi rosa… Lo esencial es invisible a los ojos… Es el tiempo que has perdido con tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante…

A. de Saint-Exupéry, El principito, cap. 21

Lo que cuido se hace invisible para unos ojos que solo buscan compensaciones o recompensas, porque al cuidar me sitúo más allá del tiempo, dejo de medirlo como prueba de que vivo, y existo, y amo… Pierdo la necesidad de las excusas para callar y contemplar, o para que mis dedos rocen la belleza de los encuentros. Tan solo estoy. No me hace falta pensar porqué, ni justificar opciones, doy un paso a la incertidumbre que la intemperie me reserva, cierro los ojos y me sé yo mismo, completo en la trascendencia de mis espacios vacíos.

Para cuidar así necesito aprender todos los nombres que habitan lo que existe, sin caer en la tentación de atajar poniendo apodos que me den seguridad y me eviten el sonrojo de olvidar por qué decidí cuidar cuanto cuido, y por qué es importante. No es fácil, tras el nombre viene conocer la historia de cada cicatriz, amar el silencio cuando aparezca, enredarse en los detalles insignificantes, olvidar la palabra que segó el último brote verde sobre la tierra, habitar el único espacio y el único tiempo que nunca pasan, el que no es.

Y si fueras capaz de perderte en la debilidad que supone dejarse cuidar, si comprendieras que todo cuanto estas dispuesto a dar, a perder, a ser para los demás, necesitas serlo también contigo mismo, si no solo mirases a tu alrededor y reservaras uno de tus pasos para darlo hacia ti, si dieras una oportunidad a lo esencial invisible, y todo lo que sabes cuidar fuera de ti lo volcaras a los infinitos espacios que nunca llenas,… entonces podría preguntarte, Y a ti, ¿quién te cuida?

Juan Bautista de la Concepción (1561-1613)

ReformadorEn los próximos días conmemoramos 420 años de un acontecimiento que cambió el rumbo de la vida de Juan Bautista de la Concepción. A mediados de febrero de 1596, en medio de un mar de dudas, de opiniones y sentimientos encontrados, Juan Bautista se va a ver a su madre a Almodovar del Campo. Unos días antes, el 28 de enero, predicando en Sevilla sobre la inspiración de la Orden a san Juan de Mata, comenzó a sentir el cosquilleo interior de quien sabe que el camino más difícil a elegir es el que te va a salvar, pero también el que te va a complicar la vida.

Y aquel fraile inquieto es capaz de dejar atrás su buena reputación como predicador de campanillas y salir a buscar a una intemperie poco dada a revelaciones fáciles. En el camino visita a sus «dos madres», primero pasa por la Virgen de la Cabeza, la madre del cielo, después por Almodóvar, con Doña Isabel, la madre que le parió, y con la que se queda unos días de febrero de aquel año de 1596.

 

Cuenta él mismo que, al pasar por Andújar, una monja trinitaria le pedía insistentemente que renunciara a esos proyectos que no le iban a traer más que problemas y calentamientos de cabeza, como así fue: «Mil vidas diera porque su paternidad se quedara con nosotras». Todas estas cosas estarían en las dos conversaciones que Juan Bautista de la Concepción tuvo con sus madres, la del Cabezo y la de Almodovar, y ahora soy yo el que daría mil vidas por escuchar aquellas conversaciones, contemplar aquellas miradas, desentrañar los misterios que llevaron a Juan Bautista a seguir por el camino más difícil de su vida, del que no volvió a echar un pie atrás.

Cuando llegó a Valdepeñas, la primera noche que pasó en aquella casa que pretendía ser reformada, el 26 de febrero, tuvo un sueño:

Pues, mal acostado entre mis costales de cebada, trastos y cestos que allí había, dormido o como Dios sabe, vime en tierra de bárbaros, donde me sacaban a ajusticiar. Y que, llegado al puesto, me tenían una cruz aparejada en quien, así levantada como estaba, me subieron a crucificar; y que, detrás de mi cruz, estaba la de Cristo con el mismo Cristo crucificado en ella, salvo que lo alto de mi cruz no llegaba más de hasta los pechos de Cristo, de suerte que la inclinación de la cabeza de Cristo caía a un lado sobre la mía, como si llegara su boca a mi oreja. Enpezaron a enclavarme los pies y pasó el clavo hasta meterse en los muslos de Cristo, que así estaba pegado; y lo propio una mano. Del consuelo que tenía por estar allí Cristo, no sentía el entrar los clavos por la carne, pero, al tiempo que llegó la punta a aquellas sus sanctas carnes, fue tan grande el gozo que por mí se derramó que me parecía, no que me sacaban de mí, sino que me daban fuerzas para sentir gozo sobre mis fuerzas. (Juan Bta. de la Concepción, Memoria de los orígenes de la descalcez trinitaria, cap. 6)

Juan Bautista de la Concepción no eligió el camino fácil, hasta los sueños le agobiaban y le hacían sentir que las complicaciones iban a ser su pan de cada día. Pero supo encontrar con quién hablarlo, más que consuelos y seguridades buscó apoyos, y solo los encontró en las madres que le dieron la vida y le llevaron a la fe. Y al final de su vida, cuando moría en Córdoba, enfermo y maltratado hasta por sus mismos hermanos religiosos, acabó de sentir que los clavos que atravesaban sus manos llegaban hasta Cristo, que siempre estuvo tras sus pasos y decisiones, y entonces, solo entonces, recibió las fuerzas para sentir gozo sobre mis fuerzas.

La muerte en rescate de la vida (a mi hermano José Gallego)

José Gallego Marcos

“Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios” (Rom 8,39)

A las 11.45h del sábado 28 de febrero, las trabajadas manos de mi hermano de comunidad José Gallego Marcos se dejaron relajar por primera vez en su vida. Ni siquiera la sedación, bajo cuyos efectos llevaba una larga semana, fue capaz de vencer la fuerza de voluntad de José. Incluso su mano izquierda, la más afectada por la metástasis en los huesos, seguía haciéndose fuerte para sembrar y recolectar, porque no han sabido hacer nada más, y nada menos, desde que hiciera su primera profesión como trinitario hace ahora 63 años.

Hay ocasiones en que la muerte viene en rescate de la vida, y la hace aflorar llena de sentido, con rostro sereno, con manos fuertes. Son ocasiones en las que la muerte devuelve la dignidad con la que se ha vivido y recupera lo que tanta enfermedad había ocultado. Son ocasiones en las que vislumbramos, como en aquella tarde del Tabor, la plena vida que tanto sufrimiento se reservaba, y comprendemos que cuando todo falla nos queda el amor de Dios en todo lo que hemos amado.

Hace apenas un año que José llegó a mi Casa trinitaria de Córdoba. Venía descolocado, unos meses antes tuvo que dejar de ser párroco en Iznatoraf porque la vista le fallaba y comenzaba a tener pequeñas molestias en el hombro izquierdo. Venía descolocado porque dejaba su comunidad, en Villanueva del Arzobispo, junto a Nuestra Señora de la Fuensanta, y aquí poco podía aportar, y porque parecía repetirse la historia de 49 años atrás que le obligó a renunciar a su empeño misionero. Pero no se descolocó cuando, un mes después de llegar a Córdoba, los médicos descubren que las pequeñas molestias del hombro estaban ocasionadas por una metástasis agresiva de cáncer de pulmón. En ese momento reapareció el fray José de siempre, no para aferrarse a la vida, porque era consciente de que esa batalla la tenía perdida, sino para seguir sembrando con esas manos fuertes de rudo trabajador de una viña que siempre supo que era de Dios.

La muerte ha venido a rescatar esa vida trabajada y silenciosa. José no ha ocupado oficios importantes, recibió la ordenación presbiteral con 49 años, y hasta entonces, fray José, como todos le conocían, fue curtiendo sus manos en los seminarios menores de Alcázar de San Juan y el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza. Con cariño recordaba el largo mes de travesía del Atlántico, con apenas 18 años, para ir a Santiago de Chile. Después, en Villa María, Argentina, dejó algo más que sus primeros años de religioso, sus ojos se iluminaban y sus manos recobraban vigor cuando recordaba junto a nosotros en la comida o en cualquier cena, aquellos descubrimientos que despertaron en José para siempre un alma misionera.

Tres años después de volver a España sus ojos se fijaron en Madagascar, y lo que se presentaba como la realización de su anhelo más íntimo, se reveló a los pocos meses de llegar a Tsiroanomandidy como fracaso, a causa de una inesperada enfermedad que cortó sus alas y le obligó a regresar. Orencio, su hermano, me contaba estos días cómo apareció José en el aeropuerto de Madrid, demacrado, débil, sin vida. Pero algo más que los delicados cuidados de su madre, Basilisa, levantó su ánimo para fortalecer sus manos y aclarar su vista. Como la santa de Lisieux, José fue descubriendo su alma misionera en lo sencillo de cada gesto, en la constancia del trabajo diario, en la oración confiada, en la disposición del corazón para vivir la humildad y la sencillez de nuestra Orden entre los brazos de Dios.

En esos brazos retoma su camino, los seminarios menores de la Provincia, el comedor y la secretaría del colegio de Madrid, las parroquias de Madrid y Algeciras y el hospital de Algeciras se convirtieron en valedores de su espíritu misionero, de su incansable corazón, de su sencillez desgarradora. Nos lo ha recordado cada día, porque a pesar de que sus células iban de retirada, su corazón y sus manos se aferraban a todo lo vivido, a todo lo liberado, a todo lo amado.

Su hermana Clara convertía en oración las que fueron, prácticamente, las últimas palabras conscientes de José; una semana antes de morir, en urgencias, repetía, “A pesar de todo, ¡feliz!”. No hay mejor resumen de una vida en la que nada, ni nadie, ha podido separar a José del amor de Dios.

Los hermanos que formamos la Casa de la Santísima Trinidad de Córdoba nos sentimos agradecidos, indignamente, por haber compartido este último año de vida de José. Verle sufrir, acompañarle al hospital, ayudarle en el comedor o en su habitación, lejos de vivirlo como una carga nos ha unido más y nos ha devuelto aquella ilusión sencilla y tan trinitaria de hacer lo que hacemos como lo hacemos. Quizá estas líneas os ayuden a recordarlo o a conocerlo, pero más allá de las normas que nos piden aplicar sufragios y oraciones por su eterno descanso, las trabajadas manos de José necesitan de religiosos trinitarios y de laicos trinitarios que en cualquier parte del mundo pierdan el miedo a manchar o curtir las suyas, ese será nuestro mejor recuerdo.

José Gallego Marcos nació en Zamora el 11 de mayo de 1936, hijo de José y Basilisa. Realizó su noviciado en Algorta, donde emitió su primera profesión el 25 de marzo de 1953. Emitió la Profesión Solemne en Villa María, Argentina, el 8 de septiembre de 1958. Se ordenó de presbítero en el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, en Andújar, el 23 de marzo de 1985. Falleció en Córdoba el 28 de febrero de 2015.