Tantas veces hemos escuchado y leído aquello de Maquiavelo de que el fin justifica los medios, que copiamos y aplicamos constantemente la esencia inquietante de su propuesta. El medio se convierte en territorio en el que proyectar, pactar y definir, incluso en el que hacer morada. Revela la condición efímera del discurrir de la vida, podemos aceptar , con más facilidad que otras cosas, que los medios cambian, y que en ese cambio permanecemos en una búsqueda de identidad que nos aporta constancia, y que en esa constancia se nos desvela la memoria como línea transversal de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que podremos ser. Frente a los medios, el fin siempre estará ahí, inalterable y conciso, y se hará dogma que aporte valor a los medios para alcanzarlo, muchas veces sin cuestionarnos los caminos por los que nos lleva.
El filósofo de la comunicación Marshall McLuhan acuñó una máxima que se ha hecho universal, el medio es el mensaje, y nos embarcó, tal vez sin prever las consecuencias, en esta montaña rusa de emociones y sentidos figurados en que se ha convertido nuestro modo de comunicarnos. Cuando reducimos el mensaje a los medios para transmitirlo nos obligamos a hacernos con herramientas que dignifiquen los modos y las maneras, evitamos lo sencillo y abrazamos lo deslumbrante. El medio es entonces más importante que aquello a lo que señala, suple al fin y nos hace olvidar el mensaje.
Solemos enredarnos en muchos medios, en los que no siempre está la virtud. Abanderamos cambios a través de nuevas metodologías, nos refugiamos en tecnologías que nos venden inmediatez y claridad de la información, nos calzamos y vestimos con coloridos camuflajes, aprendemos a pronunciar palabras de las que desconocemos el sentido pero que nos sacan del silencio que nos atormenta, inventamos transportes que sin a penas cansarnos nos lleven lejos de esta realidad abrumadora. Y todo por hacer más creíble el mensaje, pero sin el mensaje. Una especie de despotismo ilustrado actualizado que nos convierte en androides que sueñan con ovejas eléctricas.
El medio aproxima al mensaje, pero no es el mensaje. Más bien acoge todos los estar que hay en el ser del mensaje, pero sin agotarlos. De ahí que sean los medios más sencillos los que mejor hablan de la misión en la que nos hemos embarcado, nuestro estar como palabra, nuestro estar testimonial, nuestro estar también efímero y desapercibido… Son los medios más potentes y eficaces, porque no agotan el mensaje, lo dejan fluir y lo preparan para encarnarse en cada realidad en que es anunciado. Hasta descubrir que cada uno de nosotros mismos es un mensaje, para otros, para la creación, para la vida compartida. No es este el aprendizaje más sencillo que nos toca incorporar, hay que sentirlo y creerlo. Y mientras nos sigamos conformando con ser medio empoderado, dejaremos que otros fines ocupen el espacio del mensaje que somos por nosotros mismos, se harán verdades y nos desplazarán del centro vital que merecemos.