En alguna ocasión he oído que los creyentes lo tenemos más fácil, cuando de aceptar las adversidades se trata. Me lo dicen personas que no creen, y su argumento, excesivamente simple, lo encuentro más cercano a la resignación que a la aceptación o la integración. Y también he encontrado creyentes que, desbordados por una sucesión casi infinita de contratiempos, se quejan de la complejidad que a su vida de fe le supone esa permanente búsqueda de sentido. Creer en tiempos difíciles nunca es fácil.
No lo es, porque una fe auténtica no se confunde con la resignación, a pesar de que así nos lo han enseñado y es una salida fácil para no tener que pensar por uno mismo; la conformidad estoica con los sucesos que no entendemos, y rompen la pacífica línea de tiempo a la que nos hemos acostumbrado, es un acatamiento que no encaja con la libertad en la que está invitado a vivir aquel que cree. Ciertamente, nos sitúa en una posición de espectadores pacientes, que contemplan la tormenta, sufren sus desagradables consecuencias, pero no se implican ni en su paso ni en su solución. Resignarse ante los acontecimientos de la vida ha sido una actitud demasiadas veces confundida con la santidad ascética, aún lo es, de la que se abusa torpemente en confesiones y consejos espirituales, que solo congrega un borreguil asentimiento a que otros piensen por nosotros y nos regalen su personal modo de interpretar la realidad.
Frente a esta aceptación pasiva se nos pide un compromiso activo, conocer todos los perfiles de cada acontecimiento en que estamos inmersos, ser conscientes de lo que podemos cambiar y de lo que no podemos cambiar. Esta actitud es una invitación a identificar los vados por los que cruzar esos ríos de incertidumbre, acciones en las que nos mojaremos, inevitablemente, pero sin las cuales estaremos condenados a vivir en la placentera orilla de la conformidad, viendo pasar ante nosotros las justificaciones y discursos de otros, para pescar los que nos convengan en cada momento. Pero no siempre encontraremos vados, entonces la invitación será a descifrar el terreno apropiado para poner los apoyos que nos permitan tender un puente entre orillas; es imprescindible, aunque no sencillo, saber del otro lado del río, adentrarnos en lo desconocido sin aferrarnos a esa zona que controlamos, salir de nuestro margen seguro. Deberemos, además, buscar el mejor lugar para los pilares intermedios, que aporten fortaleza, estabilidad y armonía a nuestro puente, y diseñar para ellos unos adecuados tajamares que desafíen las crecidas y las corrientes.
La fe no nos aporta seguridades, estas vendrán dadas más bien por el modo en que nos manejemos al incorporar un sentido de trascendencia. Los vados, y los puentes entre la realidad y lo que creemos, no aparecen de la nada, requieren de una confianza, una apuesta personal por formar parte de los momentos vitales que nos definen. Mantener una fe que solo exige respuestas es como abrir ventanas a un abismo, por más respiro que parezcan darnos solo obtendremos vacío y vértigo. La fe tampoco nos esquiva la experiencia de la desdicha, hay ocasiones en que incluso parece tenerle una querencia que nos desconcierta, es entonces cuando se nutre de nuestras supersticiones, ideando constructos que nos pongan a salvo de la intemperie de creer, en una vida que no acabamos de comprender. Ese es el momento que algunos aprovechan para vendernos aquello de la fe ciega, la confianza que no se pregunta, la resignación creyente, palabras poderosas que siguen creando una religión de esclavos, prudentemente convencidos de que todo pasará, sin necesidad de adentrarse en las bravas aguas de ese río que prefieren ver como amenaza en lugar de como oportunidad.
Creer no es fácil, nos obliga a darlo todo. Pone en nuestras manos herramientas, pero sin planos, ni mapas, sin más brújula que la trascendencia, el anhelo de encontrar sentido. Ninguno de los caminos recorridos por otros, ninguno de los puentes trazados, servirán de ayuda para los momentos trascendentales que jalonan nuestra propia vida. Serán aliento, podremos incluso acariciar las huellas que sus pasos dejaron, pero la fe nos empuja a caminarlos por nosotros mismos, dejando nuestros propias huellas, buscar apoyos entre las inseguridades que conforman las orillas de la vida y de la fe, conducirnos en la maraña de redes que nos envuelve, sin caer en el pesimismo de quien lo da todo por perdido, ni en el falso optimismo de quien no se siente parte de sus consecuencias.
Darlo todo, pero dar lo que tenemos, sin promesas nacidas de la vanidad. Abrazar también lo que nos duele, lo que ahora no entendemos, aprender a guiarnos entre las piezas desordenadas de nuestra vida, compartir los miedos, al menos con la misma intensidad que las esperanzas, conquistar nuevas tierras para ensanchar el espacio de nuestra tienda, lo necesitaremos para incorporar todo lo aprendido. No es fácil, pero al darlo todo, al no guardarnos nada, nos sentiremos realmente salvados.
