Espíritu Santo

Desde pequeño me han dicho que la fiesta de Pentecostés es como el «cumpleaños» de la Iglesia. Confieso que también yo he usado esta comparación en algunas ocasiones, en mis primeros años de sacerdote. Da juego, especialmente porque todos comprenden rápidamente su significado y su alcance. Celebrar el cumpleaños es darse un día de tregua, y alegrarse por tanta gente que te recuerda, aunque solo sea porque Facebook se lo ha chivado.

Cuando son ya muchos los cumpleaños que se acumulan, es típico medir las propias fuerzas, y contar los frutos de la fecundidad de la vida que en ellos se celebra. Pentecostés, por tanto, debería ser para todos los cristianos ese momento de contar frutos y celebrar, la suma de sentimientos compartidos y la visión de un futuro fecundo, y nuestro. Por eso Pentecostés, si sigue siendo el «cumpleaños» de la Iglesia, es, sobre todo, por ser una fiesta de la vocación, en la que nos reencontramos con aquel amor primero,  nuestro nacimiento, y renovamos su fuerza y su urgencia, que a veces nos desestabiliza. Son esas pequeñas crisis anuales, cuando nos damos cuenta de que crecemos imparablemente, al tiempo que nos invade una artritis emocional y espiritual que impide moverse como antes.

He estado los últimos días en Roma. Me entristece sentir por todos lados, especialmente en los que más se ven, la artritis espiritual que afecta a las formas y a los tiempos de la Iglesia. Más que movida por el Espíritu, he visto una Iglesia encorsetada, que vive de las estructuras y para ellas, incapaz de atender a todo lo emocional que la mantiene viva y con esperanza, que nos viste de verde, no de negro. Ya sé que no es toda la Iglesia, y que juzgamos al conjunto por las rarezas de unos pocos, por desgracia son esos pocos los que callan indiferentes ante la lucha de miles de indignados (cuyas palabras se parecen más a las del Maestro que seguimos que las que nosotros mismos pronunciamos); son esos pocos los que hacen callar a quienes encienden velas de cumpleaños porque siguen creyendo que la vocación, y aquel primer amor, son para celebrarlos (hay quien no quiere que Torres Queiruga y Gastón Garatea soplen este año las velas de la tarta); y son también esos pocos los que hablan por contentar y mantener el puesto, perpetuando un institucionalismo tan peligroso como antievangélico (en estos días los sacerdotes y algunas asociaciones de laicos de la diócesis de Alcalá de Henares, lanzaban proclamas en «defensa» de su obispo, al que califican ya de perseguido, por defender en nombre de la Iglesia -de mi y de ti también- la necesidad de una terapia para curar la homosexualidad).

Sólo el Espíritu Santo anima nuestra vocación y la convierte en guinda y nata de la tarta eclesial, por eso sólo cuando dejamos que sea este Espíritu quien sople nuestras velas y nos cante «cumpleaños feliz», estaremos siendo fieles a lo que seguimos, valientes también para saber mirar y estar allí donde Él se mueve, y participar entonces de su fiesta de la vida. Porque sólo así la vocación, en una Iglesia que se sabe suma de todas las vocaciones que la forman, será un signo de cambio y de esperanza.

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