“Está demostrado que las mayores injusticias parten de quienes persiguen la desmesura, y no de aquellos a quienes impulsa la necesidad” (de la Política de Aristóteles, citado por Speer para definir la megalomanía de Hitler).
He acabado la lectura de las Memorias de Albert Speer, el que fuera arquitecto y ministro de Hitler, algo más que una autobiografía. Llevaba un tiempo detrás de esta lectura, pero siempre se me cruzaban otras cosas por el camino y, la verdad, sus novecientas y pico páginas y el tratarse de una autobiografía, me echaban un poco para atrás.
Sin embargo estas memorias se leen casi como una novela, y ahí está el gran peligro, porque la pericia del autor para relatarnos los acontecimientos nos puede hacer confundir el relato desgarrador de este hombre con otro relato más del período más negro de la humanidad. Albert Speer siempre admiró a Hitler, incluso en los momentos de mayor duda, pero supo también encontrar su lugar en medio de la deshumanización, a pesar de que, como él mismo reconoce, no tuviera fuerzas ni valor para enfrentarse a ella.
La vida de Speer es la de un hombre que estuvo en cada momento en el lugar preciso, y eso le llevó a las esferas más elevadas del Tercer Reich. Pero es también la vida de quien mantuvo hasta el final de su vida una lucha interna: conocer los horrores de aquel Reich, y de aquel Führer, pero correr un velo de incoherencia personal, un velo para sobrevivir, incluso a pesar de que muchos a su alrededor no pudieran hacerlo. Leyendo su relato minucioso y apasionado de los acontecimientos que encumbraron a los nazis, y en concreto a Hitler, al poder, y que después llevaron a Alemania y a toda Europa al fracaso de los valores más elementales, es fácil percibir un tono de disculpa, incluso de justificación. Pero estas memorias están llenas de reflejos que devuelven la confianza en el ser humano. Unos días después de su condena a veinte años de prisión, por el tribunal de Nuremberg, Speer escribía en su diario: “Porque hay cosas de las que uno es culpable incluso aunque pueda disculparse, sencillamente porque la enormidad del crimen es tan desmesurada que anula cualquier disculpa humana”.
Con respecto a los campos de concentración dice en sus Memorias: “Como miembro destacado de la jefatura del Reich, tenía que correr con parte de la responsabilidad por todo lo que había ocurrido (en los campos de concentración), pues a partir de aquel momento quedé mortalmente aprisionado de forma irremediable por los crímenes, ya que, por miedo a descubrir algo que me habría obligado a ser consecuente, cerré los ojos. Mi ceguera voluntaria contrarresta todo lo positivo que quise y debí hacer en el último período de la guerra. Precisamente porque en aquel momento fallé, aún hoy me sigo sintiendo personalmente responsable de Auschwitz”.
Speer no pudo librarse del reflejo embaucador de Hitler, la consecuencia llegó tarde a su conciencia, y sin ser ese su objetivo, su relato nos deja una pregunta personal: ¿cómo habría actuado yo?, ¿qué otras telas de araña me envuelven, de las que aún no soy consciente, y tal vez lo acabe siendo demasiado tarde?
Un dato curioso: Speer estuvo en España en noviembre de 1941 camino de Lisboa, conduciendo su propio coche. Visitó Burgos, Segovia, Toledo, Salamanca y El Escorial. Relata la visita al Monasterio-Palacio de El Escorial como un despertar religioso y consciente: “Su palacio tiene unas dimensiones comparables al de Hitler, aunque su objetivo es muy distinto, de índole espiritual: Felipe II rodeó con un convento el núcleo de su palacio. ¡Qué diferencia respecto a las ideas arquitectónicas de Hitler! La claridad y la austeridad extremas presidían esta edificación, mientras que en el palacio de Hitler regían la ostentación y el exceso […] En aquellas horas de solitaria contemplación entreví por primera vez que mis ideales arquitectónicos me habían conducido por un camino equivocado”.