Vivir el presente

Hace poco me han hablado de cierta filosofía callejera que huye del tiempo presente e invita a vivir un adelanto de lo que futuro nos depara, sin arraigos, sin palabras de inmediatez. Está teniendo tanto éxito que se han publicado libros, me cuentan que en las redes sociales más populares entre los jóvenes estas ideas se presentan como mantra de verdad, mensajes directos, videos cortos y sencillos de entender, ideas que rechazan el predominio del tiempo presente e invitan a vivir en el mañana.

Me ha llamado la atención que la melodía de fondo de todo este pensamiento, por sí misma casi imperceptible, es que se nos está vendiendo un modo de aceptar las contrariedades que solo busca controlarnos y evitar nuestros sueños, que todo eso de la resiliencia no es más que un cuento bonito para poder dormir tranquilos la noche que nos ha tocado vivir, controlar nuestra capacidad de generar proyectos y dejar que otros se metan en nuestra cabeza para llevarnos donde, despiertos, no querríamos ir.

Minimum credula postero, dice Horacio. Confía lo menos posible en el mañana. Un consejo con el que el poeta de Venosa da concluye el verso que comenzaba con su famoso carpe diem, aprovecha el día. El presente es una realidad efímera, es cierto que pretender vivirlo como tiempo aislado y claramente diferenciable no hará más que alienarnos de nuestra naturaleza cambiante, darnos una sensación de permanencia e inmutabilidad que nos impide aceptar el fracaso y la transformación. Pero este modo de pensar sobre el presente parte de un prejuicio esencial, el miedo a afrontar el ser. Frente al temor por descubrirnos aspiramos a fabricar un tiempo y un espacio en el que no somos pero nos construimos, imagen de nuestros deseos, modelo de nuestros sueños.

Vivir el presente trae consigo mucha dosis de aceptación. No de esa resignación que tanto daño hace, la que nos han enseñando a acoger con la promesa de que los sufrimientos de hoy se transformarán en la gloria del mañana. Es más bien una aceptación de la plenitud del tiempo que nos toca vivir ahora, un recibimiento amable de sus contratiempos, un aprendizaje desde la abundancia que nos constituye. Pero el presente no es autónomo, lo conforman todos los espacios de sentido en los que dejamos de lado las huidas, es sabiduría acumulada por todos los presentes que fuimos y esperanza cálida de los presentes que seremos. Es ahí donde se nos espera, un laberinto de experiencias en el que solo nuestra voluntad y nuestra fe impiden que nos perdamos.

Cuando el presente nos sorprende en estas búsquedas es fácil que el desánimo por los días oscuros nuble nuestra capacidad de comprender. Aparecen de nuevo los sueños, se presentan inesperadamente proyectos de futuro que nos garantizan un sentido, una salida digna para este presente que nos atormenta. No habrá mejor momento para decir con Horacio, aprovecha este día y confía lo menos posible en el mañana. Vivir el presente, con memoria y esperanza. Vivir el presente, confiar plenamente en nuestras capacidades y en quienes caminan junto a nosotros, especialmente cuando aprendemos a reconocernos, a reconocerlos, como el presente de Dios.

Días tristes, días felices

Esta semana nos atormentan nuevamente con esa atrocidad del Blue Monday, el llamado día más triste del año, que celebra desde 2005 cada tercer lunes de enero. Es una efeméride con un origen comercial, algo que ya no extraña a nadie: la compañía de viajes inglesa Sky Travel dice haber calculado, mediante una ecuación, el día más triste y deprimente del año. Dejando a un lado el gusto por lo mágico y extraordinario, y mirando de reojo el intento de aportar seriedad al asunto con supuestas fórmulas matemáticas, lo cierto es que tenemos una atracción, podríamos decir que innata, a buscar la tristeza, y justificarla.

Como, además, nos gusta el juego de los contrarios, no podía faltar el día más feliz del año, llamado Yellow Day, cada 20 de junio esta vez, último día de la primavera y pórtico del solsticio de verano, sostenido también en supuestos análisis científicos en los que han participado psicólogos, sociólogos y meteorólogos. La paradoja de este invento es que ignora una parte importante del planeta, y como todas las cosas mágicas parece solo destinado al punto de vista de unos pocos. Eso si que es triste.

Da lo mismo buscar una cosa o la contraria, días tristes o días felices, si no hemos sido capaces de ser, ser plenamente, ser conscientemente, el resto de los días de nuestra vida. Personalmente me resisto a que los algoritmos, por muy científicamente que se nos presenten, marquen le felicidad o la tristeza de mi existencia. Pero, sobre todo, me resisto a que deba definir cada momento a partir de ideas que decidan mis sentimientos y olviden mi realidad.

Walter Benjamin, un curioso y, por desgracia, poco conocido filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, dedicó una parte importante de su pensamiento a la idea de felicidad. En su pequeña obra Dirección única leí una afirmación que llevo rumiando largo tiempo, Ser feliz significa poder percibirse a sí mismo sin temor. Los días tristes son aquellos en que nos tememos a nosotros mismos, encerrados en una soledad que nos asusta, que nos devuelve a los abismos personales, que parece recordarnos todos los imposibles que nos habitan. Son tristes los días en que hacemos memoria de nuestras debilidades y nos hundimos con ellas, con miedo a que hayan convertido en absolutos de sentido, con pánico a que nos definan. No hay ecuaciones para ello, solo desconfianza. Da lo mismo que sea el tercer lunes de enero o el cuarto viernes de agosto, hemos dejado de creer en nosotros mismos.

¿Y no habrá mayor tristeza que tener que buscar un día como el más feliz del año, o de la vida? Pero lo hacemos, lo buscamos y lo aceptamos, como si en ello nos fuera la misma vida. Los días felices no son los que superan índices de tristeza, digan los meteorólogos lo que quieran, sino en los que hemos aprendido a admirar la belleza incluso de nosotros mismos; los días del reencuentro con la confianza, en los que comprendemos que podemos agradecer por aquello que no acabamos de aceptar; los días en los que nos percibimos, como nos invita Benjamin, sin temor; los días en los que dejamos de ver las cosas como una dicotomía simple entre el ser y el hacer, entre la tristeza y la felicidad; los días en los que tomamos la decisión de ser nosotros mismos.

Hoy es ese día, sin apellidos. Hoy es el momento de percibirte como Dios te ve, y te ama.

Gracias, sigo adelante

Hoy toca compartir algo muy personal. Necesito agradecer, tomar conciencia del tiempo pasado, desde este presente que se me hace grande y me trasciende, resistiéndome a mirar el mañana para evitar que se convierta en sustituto de la tierra que me toca pisar y recorrer. Un 11 de octubre de hace 25 años recibía la ordenación presbiteral, y aunque evito vivir de los recuerdos, doy gracias por todos los que me han traído hasta aquí, por cada crisis, por cada levantada, por las heridas visibles y por las invisibles, por los encuentros y las despedidas.

Vivo este día con la claridad de una mirada que se ha ido haciendo poco a poco a aceptar los retos y escalar alturas. No me asusto fácilmente, quien me conoce lo sabe, pero tampoco vivo en la fantasía del todo saldrá bien. Junto a mis logros cuento también mis derrotas, y no me quedo a vivir en ellas, por eso solo forman parte de mi biografía pero no de mi presente. Todo lo celebrado, todo lo encontrado, todo lo perdonado es parte de lo que soy; cada mañana afronto un camino sin retorno, sin que los nubarrones o el sol decidan por mí, convencido de ser yo quien construye este día, no como experiencia sino como existencia.

Desde aquella mañana, de hace veinticinco años, me persigue el olor del crisma perfumado que el obispo ungió sobre mis manos. Mi vivir se ha ido impregnando de ese olor, tantas veces sin apenas darme cuenta, otras muy consciente de que mis manos son lo más importante del ministerio recibido, curan, acarician, acogen, perdonan, agradecen. Miré y olí mis manos compulsivamente, no me canso de hacerlo.

Cada vez que mis periferias se han llenado de impotencia y de silencio, en los oscuros vacíos, he llevado las palmas de mis manos a la nariz, he aspirado fuerte, para formar un puente entre la gracia y la realidad, para recordar que el dulce crisma que las consagró también consagra la vida que tocan. A cada ocasión en que mis emociones se han perdido en el dédalo de los imposibles, pidiendo tiempo muerto para volver a los abrazos extraviados, he posado las manos ungidas sobre mi cabeza y mi corazón, para bendecir de nuevo los espacios, para abrazar los retos, con mirada creativa que siempre encuentra una salida en el laberinto. Cada vez que la brújula dislocada de la razón me ha invitado a seguir caminos vividos por otros, para no cansarme ni perderme, he extendido mis manos, con las palmas vueltas hacia abajo, para bendecir el camino que piso, para seguir creyendo que son las sendas no trilladas y las palabras nuevas las preferidas por Dios, que no deben asustarme.

Me siento mejor siendo simplemente alguien que pasa. No soy de los que pisan otras huellas o me quedo a vivir en cómodos sillones, prefiero equivocarme y aprender de errores y aciertos, sentir crecer la esperanza a mi alrededor, leer la vida, olfatear la adrenalina del ser. Creo, he creído y seguiré creyendo, que mi vocación ni fue ni es una opción, más bien un descubrimiento. Por eso busco, me adentro en los recovecos que me revelan la necesidad de darme, no reservo nada al pesimismo.

Ser, es lo que me ocupa ahora. No dejarme arrastrar por principios o apegos que me contradicen, incluidas las vivencias maravillosas que he vivido. Quiero ser, en los encuentros, las gracias, las palabras, los reveses, los misterios, los laberintos, en todo cuanto me habita. Y también con quienes en estos veinticinco años habéis indagado conmigo toda esa belleza del ser. Caminando a vuestro lado sigo descubriendo esta preciosa vocación con la que Dios unge mis manos. Caminando a vuestro lado, soy.