El gran secreto

Hace unos días, un sacerdote me decía que el gran secreto de los cristianos es el domingo. La conversación siguió otros derroteros, pero esa idea se ha quedado rondando mis vigilias. El domingo como secreto. En la tradición cristiana el domingo es el día del triunfo de la vida, la victoria sobre la soledad y la muerte, sobre todas las caídas que parecen definitivas. Esto es lo que desconcierta, incluso a los mismos cristianos, la posibilidad del perdón y de la redención, encontrar que hay salida al final del túnel, que nada finaliza del todo. Por lo general, transitamos la existencia en clave de término, valoramos las ganancias presentes como oportunidad para una vida intensa, que no siempre se traduce en felicidad y plenitud, porque el contrapunto suele ser el vacío y la ausencia, condicionando la libre aceptación de todas las realidades que nos habitan.

No es ningún secreto que junto a las caídas coleccionamos heridas, con tendencia a permanecer siempre abiertas y un efecto neutralizador de la memoria, determinando ineludiblemente la deseada capacidad de levantarse y caminar triunfantes sobre las ruinas de la vida. No es un secreto que la impotencia genera silencios incómodos, que las derrotas paralizan los anhelos de expandirse. No es un secreto que la incapacidad por alcanzar metas se amarra a nuestra carne, aterroriza los sueños y ancla las esperanzas para pegarnos al polvo en el que somos enterrados.

El secreto del domingo se mueve entre lo simbólico y lo tangible, allí donde afloran los comienzos que rescatan las oportunidades de ser. Su condición de secreto no tiene que ver con lo oculto, ni con palabras olvidadas, sino con el misterio, porque nos habla de que la muerte, ninguna de las muertes que nos rondan desde que nacemos, no tiene la última palabra, ni es capaz de arrastrarnos a una hondura de la que no podamos levantarnos. El secreto, el misterio, se mide en la fuerza de una vida que emerge de cada grieta ocasionada por un se acabó, se abre paso con determinación por los dédalos en los que solemos perdernos, y lo hace desde la humildad, a través de los encuentros, sin los estentóreos finales del orgullo.

Y como cualquier otro secreto bien guardado, también este es un signo de fortaleza, con la que vencer y resistir las tentaciones para quedarnos postrados en un suelo de muerte, de finalización, cuya única virtud es la falsa promesa de que ya no caeremos más bajo. Frente al Sabbath judío, el tiempo del descanso divino que se contagia a toda la creación, el domingo cristiano es tiempo de acción. No hay descanso para quienes creen en la fuerza transformadora de la vida nueva y renacida, no lo hay para quienes desconfían de los finales felices, estériles por su mismo sentido terminal. La condición de la resurrección se incuba desde abajo y desde dentro, se consuma en la debilidad, la necesita más bien, es en sí misma expresión de algo nuevo, no es mera posibilidad; nos recuerda que formamos parte del reino de los medios, no del de los fines, allí donde la debilidad, las caídas, incluso los infiernos, se transforman en fortalezas. No es poco secreto, es el gran secreto.

Síndrome de Nicodemo

Para situar lo que llamo síndrome de Nicodemo necesito subirme a una azotea, parecida a aquella en la Jesús recibió a Nicodemo en una templada noche de primavera. Nicodemo quería seguir a Jesús, ser de los suyos, pero sus miedos y apegos se lo ponían muy difícil, hay ocasiones en n que pesa más la presión interior que la exterior. La propuesta de Jesús es directa, hay que nacer de nuevo. La resistencia del fariseo entonces aparece como pregunta, como duda y como decepción: “¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo?” (Jn 3,4). Jesús está pidiendo a Nicodemo que resintonice con sus pasiones, que encuentre una nueva hermenéutica para comprender su mensaje, que alcance un nuevo comienzo. El problema de Nicodemo no es recomenzar su vida, eso es capaz de entenderlo, acepta que cada comienzo es un nacer de nuevo, su verdadero problema es hacerlo siendo viejo. A Nicodemo le paraliza la dificultad para dejar atrás todo lo aprendido, todo lo incorporado, para olvidar, y eso se convierte en decepción.

Nicodemo es viejo, pero no de edad sino de ideas. Su síndrome se define desde su incapacidad para lo nuevo, para la vida del Espíritu, “Si no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5). El verdadero impedimento para la vida nueva que nos trae la resurrección no es la edad, es la dificultad para olvidar el pasado, para salir de la acumulación de zonas de confort que tanto nos ha costado construir, que hacemos nuestro hábitat natural para pensar, para decidir, para vivir.

El psicólogo y filósofo francés Théodule-Armand Ribot, en su libro Las enfermedades de la memoria propone lo que después se ha denominado ley de Ribot, según la cual los recuerdos más antiguos son más persistentes que los más nuevos, de forma que lo nuevo perece ante lo viejo. Nos condiciona una incapacidad innata para liberarnos de lo viejo, para olvidar e incorporar la radicalidad de lo nuevo. Desde las azoteas de nuestra vida podemos, sin embargo, hablar a todos nuestros años de aprendizaje, dialogar con los cambios, mirar de frente a los miedos y los apegos, aceptar que lo bueno (a veces el problema es precisamente la bondad de lo que hemos hecho) nos está dificultando para nacer de nuevo.

El síndrome de Nicodemo nos impide aceptar nuevos paradigmas porque creemos que cualquier tiempo pasado fue mejor, y eso nos incapacita para la esperanza y para el cambio. Como le pasaba al fariseo, bloquea nuestro espíritu de transformación y nos encierra en turbulentos espacios de reiteración tranquilizadora de conciencias. Como Nicodemo, bajamos de la azotea, no para aceptar la novedad de la vida y darle oportunidades de ser nuestra, sino para volvernos a encerrar en la seguridad de nuestros espacios de sentido, una vuelta a los cuarteles de invierno en la que perdemos incluso aquello que una vez avanzamos y que ahora añoramos. La tradición pesa y nos pasa factura. Repetimos lo que nos salió bien, guardamos tan buena memoria de las cosas que nos ayudaron que, sin darnos cuenta, volvemos a ellas nuevamente, convirtiendo en un permanente anacronismo cada instante llamado a ser un espacio de novedad y de vida.

Nacer de nuevo significa aceptar la radicalidad de lo que nos viene, y quererlo como nos viene, aceptarlo en su sencillez y en su belleza, encontrar los nexos de identidad que lo hacen nuestro, dar posibilidades de futuro, construir en el sendero que recorre nuestros páramos, abiertos al horizonte de sentido en el que caminamos, sin quedarnos a vivir en las sombras ni en los bancos ni en los merenderos que nos salen al paso. Se trata de encontrar una nueva felicidad, pintar un cuadro nuevo con los medios que ahora tenemos al alcance, esbozar las líneas de los proyectos que nos salven del tedio de la rutina.

En cierta ocasión, visitando el Museo del Prado, encontré a un copista que pintaba su réplica de un conocido cuadro de Tiziano. A su alrededor un pequeño grupo de personas admiraba su obra, comentando lo preciso del trazo, la intensidad de los colores, la precisión de los pinceles. Pero no miraban la obra original, tan solo a un metro de la copia. La inmediatez de la pintura, el olor del óleo, la magia de las manos del artista moviéndose en una suave danza sobre el lienzo, tenían mucha más fuerza que aquel viejo cuadro de Tiziano, colgado estático y lejano en la pasividad del museo. Es una parábola de la vida, de lo que nos cuesta enlazar en ella con la naturaleza muerta y seca, a pesar de su valor.

Tras este intenso diálogo en la azotea se me hace necesario bajar, volver a tocar tierra, evitar las alturas que solo me encumbran en la indiferencia de quien todo lo ve desde arriba. Tengo que hacer persistente la memoria, porque la memoria también me salva de la inestabilidad del devenir, pero especialmente debo mirar de cerca lo que me reclama amor y tacto, sentido y presencia.

Sensación de vivir

No, no voy a hablar de la mítica serie de los ’90, pero me da para el título del post y para la idea de fondo. Eso de vivir que vivimos me ha dejado pensando toda la semana. Adecentar cada momento de la vida se nos queda corto y acaba generando ausencias, de esas que el tiempo deja de camuflar y se vuelven contra uno mismo. Se hace necesario dignificar todos los espacios vitales, especialmente los que más cuesta aceptar, porque en ellos se construye la identidad y se expanden los sentimientos. Obsesionarse con las pérdidas nos relega a definir la vida desde la muerte, cuando es la sensación de estar vivo lo que define cada momento, cada espacio, incluso los de las ausencias.

«Desgraciados los dubitativos y parsimoniosos; se perece más por defecto que por exceso; la vida es toda acción, la inercia es la muerte». Así es como reclama el poeta francés Saint‑John Perse la dinámica de la vida, que tantas veces convertimos en una rutinaria sucesión de dudas, pereza existencial que bloquea su expansión, que perdona la abundancia de sentido para reducir toda su intensidad a esos pocos momentos llamados felices, pórtico de soledades. Hacemos el defecto del amor referencia para la vida, y aparece la función de los intentos, siempre explicándose por lo que falta más que por lo contenido. Es la inercia de la muerte.

La vida es toda acción, que necesitamos sentir desde el exceso, la ruptura, el reto permanente para adoptar espacios de sentido. Es una acción que se desarrolla en la intensidad, nunca en las limitaciones morales. Nos reclama una sensación de vivir que va más allá de la supervivencia y que, evidentemente, no puede ser un pasar de puntillas por el laberinto en que se nos complica la vida. Es más bien un sentir que vivimos, una apertura al misterio que compone nuestra existencia. Cuando nos contenemos ante el exceso del amor nos situamos en la antesala de la miseria, en la justificación de la parsimonia. No sale nada bueno de ahí, y reducimos la espiritualidad a ritualismo, porque la vida del espíritu es también exceso, imposible estar en ella de otro modo.

Esta obsesión, de la que abusamos a cada instante, que polariza la espiritualidad despojándola de vida, nos devuelve un mundo y una fe sin recursos para la transformación, compuestos con retazos de creencias espejo, una espiritualidad sin dimensión trascendente, sola la desencarnada existencia. Quedamos absueltos de los compromisos y nos llenamos de justificaciones. Dice Hannah Arendt que “la única metáfora posible que puede concebirse para la vida del espíritu es la sensación de estar vivo”. Cuando la metáfora se hace realidad nos envuelve de posibilidades, no escatima vivencias, profundiza en ellas y las multiplica exponencialmente, es la vida sin complejos de muerte.

Siempre me ha impresionado el momento del evangelio de Juan en que Jesús Resucitado ofrece sus llagas para que Tomás meta sus dedos. ¡Qué difícil es meter la mano en las llagas abiertas del crucificado! La opción más fácil es creer sin mancharse las manos. Pero es imprescindible tocar las heridas para restablecer la justicia que viene de la vida nueva, para entablar relaciones de integración con el mundo doliente de todos los crucificados. Somos herederos de santo Tomás, a pesar de que tradicionalmente se nos ha vendido la torpeza del apóstol, que desde sus dudas quiere ver, palpar, sentir la vida. Sin embargo, la espiritualidad de la resurrección es exceso de vida y de amor, de no ser así la convertiremos en mero espiritualismo, llevamos haciéndolo siglos, primando una fe sin roce con las heridas del mundo, angelical, más inercia de muerte que acción de vida.

La duda de Tomás no es la de los desgraciados de Saint-John Perse, la de Tomás es la duda necesaria para que siga habiendo opciones, para que la vida no se apague en los dogmas intocables, convertida en un cuadro sin alma, como esas pinturas hiperrealistas que sustituyen la vida verdadera por un reflejo perfecto. La duda de los parsimoniosos es la que impone las convicciones inmóviles, fiduciarias. Protegidos de las opciones preferimos una vida sin llagas, una fe ciega, un mundo perfecto y feliz. La duda del creyente es en la que se hace fuerte la vida, porque aparece la búsqueda de nuevos caminos para la fe, pero sobre todo porque acoge la plenitud de la vida del espíritu, la sensación de estar vivos, la vida en acción.