El valor de lo cotidiano

Nada hay más simple y actual que lo cotidiano, pero generalmente se nos quiere convencer de ser excesivamente simple y demasiado actual. Va ganando terreno el valor de lo extraordinario, hasta el punto de que si no vivimos experiencias fuera de lo normal pareciera que la vida es aburrida y sin chispa. Lo maravilloso y excelente se nos presenta como condimento del futuro que anhelamos, ocupa de tal modo nuestras acciones que lo acabamos prefiriendo al ritmo lento y pausado de las cosas ordinarias. Es la trampa de la inmediatez, de los atajos siempre a mano para alcanzar lo deseado sin pasar por la tediosa aventura de lo cotidiano.

Esquivar la cotidianidad supone un rechazo implícito de la trascendencia, que no sabe del maravillosismo propio de lo extraordinario. Lo cotidiano, sin embargo, nos reconcilia con todas esas cosas y tareas que no consideramos importantes, abre una entrada indirecta a nuestras emociones, nos invita a pensar, a valorar cada encuentro, a no dar nada por sabido. Esa rutina de las cosas sencillas nos ofrece el propósito a paso lento, sin las prisas propias de quien solo tiene ante sí una finalidad que condiciona todos sus presentes, porque solo ha aprendido a disfrutar de lo que destella, solo sabe ser feliz en la novedad irrepetible y grandilocuente, solo quiere conocer lo que lo secuestra y abduce de su realidad.

En la novela La tregua, de Mario Benedetti, dice su protaginista que de pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. Saborear la cotidianidad nos devuelve también a nuestro centro personal, nos implica necesariamente, tal vez por eso huimos de ella con tanta pasión. Elegimos la experiencia única, despreciando los caminos cotidianos, las acciones simples, los encuentros que se hacen esperar, las palabras que tardan en llegar a los labios, el amor que se va fraguando pausadamente. Lo queremos todo, y ya. Pero ni la totalidad y ni la celeridad de lo que alcanzamos pueden aportarnos la Dicha que encontró el viudo de La tregua, Martín Santomé.

El valor de lo cotidiano se palpa en la paz que transmite a nuestras búsquedas personales; su ritmo es el de la mirada que se posa en todo lo que la embellece; su tiempo es el del pensamiento que no cierra círculos de comprensión sino que traza espirales de sentido, profundizando siempre; su espacio es el de las manos que rozan la suavidad de lo que cambia lentamente; su momento es el imperceptible hilvanamiento de los acontecimientos, de las palabras pronunciadas y de las silenciadas.

Amar lo cotidiano es amar la vida tal y como nos viene, conocer el valor de las cosas pequeñas, esas en las que se nos pide ser de fiar, más que en las grandes y maravillosas. Lo ordinario es lo que nos salva, aunque muchas veces nos sintamos atados al naufragio que lo rodea. Lo ordinario, rechazado siempre por su carácter sencillo y terrenal, se descubre al aceptarlo como espacio de sentido y de vida, por eso tiene una proyección trascendente, por eso mismo nos redime, por eso nos hace felices.

¿Aportar valor o sentido?

Hace unos días asistí a un acto en el que, sobre todo, se habló de la tarea evangelizadora de la escuela católica. Una de las intervenciones me dejó inquieto, defendía con pasión el valor añadido que para un colegio aportaba su ideario católico, reclamaba cuidar los elementos propios de ese ideario, de modo que la propuesta educativa se envuelva de calidad y excelencia como expresión de la tarea evangelizadora. Quienes me conocen bien ya estarán intuyendo que desde ese momento no paré tranquilo en mi asiento. Como estaba entre el público, y no había oportunidad de preguntas ni debate, allí mismo comencé a escribir mi reflexión.

¿Cuál es el objeto de nuestra misión educativa, aportar valor o sentido? Tanto en la escuela como en otros ámbitos de la actividad evangelizadora de la Iglesia, nos hemos sumado con más entusiasmo que discernimiento a la búsqueda del valor de nuestras acciones. En ocasiones, esta aportación de valor se ha originado como línea de defensa ante las acusaciones externas o internas, una justificación que nace tanto de la inseguridad como del acomplejamiento, y que quiere presentar nuestra propuesta desde la autoridad de la excelencia y la calidad. Nuestras instituciones eclesiales han optado históricamente por seguir ofreciendo espacios educativos, caritativos y solidarios evangelizadores, pero sosteniendo esta opción en el valor que supuestamente añade el Evangelio, y desde ahí se justifican decisiones, programaciones y modelos pedagógicos.

Enredados en esta búsqueda del valor añadido que nos diferencie del resto solemos confundir la misión con los medios, evangelización con calidad, acompañamiento con procesos. Convertidos en aprendices de McLuhan, acabamos haciendo del medio el mensaje, y despojamos a la misión de su esencia, adornándola de palabras rimbombantes, tecnología punta y estética minimalista, pero sin lograr desprendernos de nuestra más clásica contradicción pastoral: vender unos valores institucionales que cada vez se identifican menos con lo que mostramos en la práctica con nuestras acciones.

Cuando nos obsesionamos con aportar un valor referencial también nos enredamos con el control, necesitamos resguardar lo que valoramos como imprescindible, porque de ese modo categorizamos mejor las ideas y, maniqueamente, colocamos a cada uno en su sitio. El control busca alcanzar, especialmente, a los contenidos de la propuesta evangelizadora, nada debe salirse de las definiciones que garanticen el valor, el esfuerzo debe centrarse en los elementos diferenciales y no tanto en los integradores. Aparecen entonces las expresiones anticreativas que protegen la inversión realizada, esto es lo que nos define, siempre se ha hecho así, no conviene confundir,…

Nuestra misión, sin embargo, tiene mucho más que ver con un sentido que con un valor. Aquella perla escondida de gran valor, de la que nos habla la parábola del Evangelio, no contiene su valía en lo diferencial sino en el sentido que invita a dejar los apegos y venderlo todo. Solo una pastoral que se construye desde la trascendencia busca la aportación de sentido, fundamenta su estética en el porqué de su propuesta más que la materialidad de los medios, se distancia del control, de la excelencia, de los números, de la institucionalización impuesta.

Aportar sentido supone situar a la persona en el centro, como nos propone insistentemente el papa Francisco, confrontarnos con la realidad y reconocernos parte de ella, antes incluso de pensar en evangelizarla. Resituando tanto a la persona como a la realidad nos ayuda a aceptarlas como don De Dios y nombrarlas, aceptando su autonomía frente a nuestro intervencionismo. Esta es la base de un humanismo integrador y no invasivo, de sentido de la existencia, que acoge e integra la diferencia, en lugar de emplearla como excusa de significatividad.

Una propuesta de pastoral de sentido tiene dos efectos inmediatos: el descentramiento y la desidentificación. Si colocamos a la persona en el centro, y en ella a Cristo, evidentemente, nuestras buenas propuestas y acciones dejan de ocupar el centro, no será ya tan importante buscar referencias que nos identifiquen como abrirnos a una pastoral de relaciones que irradie y promueva la pluralidad, acoja el diálogo y el encuentro, desde una circularidad trinitaria que integra a todos en su misterio. De ahí la necesidad de desidentificación, el paso a una pastoral que no nos obligue a vivir tan ligados a definiciones de autenticidad y de identidad que acabamos promoviendo seguridades en lugar de Evangelio.

La realidad que evangelizamos nos pide aportar sentido, no se entiende una pastoral eclesial que genere espacios de conclusión en lugar de espacios abiertos al encuentro. Es una tarea para la que necesitamos una disposición de las relaciones, sin poner límites en el empeño, que nos pide salir de los búnkeres de seguridad pastoral e institucional, que nos proyecta a la trascendencia.