Cuaresma… tiempo para situarme

Comenzamos una nueva Cuaresma cristiana. Voy a dejar a un lado los comentarios indignados de quienes cada año echan en falta más atención mediática y mensajes de nuestros políticos, que curiosamente sí reciben otros tiempos de conversión en religiones hermanas, y me centro en lo que realmente es importante en estos cuarenta días que los creyentes tenemos por delante. En primer lugar, porque no tenemos necesidad de que otros anuncien lo que forma parte de una tradición más cercana al cambio personal e interior que a la publicidad meramente externa; en segundo lugar, porque incluso nosotros mismos debemos recuperar la esencia de gracia de este tiempo, que consiste más en situarnos que en posicionarnos.

La Cuaresma tiene mucho de práctica, y es triste comprobar el reduccionismo que los mismos cristianos hemos hecho de esa praxis. Cuando nos quedamos amarrados a una ascesis que poco a poco ha ido perdiendo su sentido transformador, cuando limitamos la conversión a dejar de hacer cosas por un tiempo para después volver a lo mismo, cuando interpretamos la penitencia como mortificación y el cambio como recomendación, entonces somos nosotros, y nadie más que nosotros, quienes vendemos barato el valor de lo sagrado y lo suplimos por pensamiento mágico.

Cuaresma no es tiempo para aprender a morir. Es la misma tradición cristiana la que ha creado, posiblemente sin desearlo, una idea de Cuaresma que se siente necesitada de un carnaval. Si vamos a practicar le pérdida durante cuarenta días, llenos de prohibiciones morales, pareciera que no queda otra opción que aprovechar los momentos previos para el exceso y la burla. Y esto mismo nos ha llevado también al exceso en lo contrario. Ya no se insiste tanto en la necesidad de incorporar experiencias intensas de vida, aprender a resucitar en todas las muertes que acumulamos cada día, cuanto en resignarse a las pérdidas y recordar el polvo que seremos. En la inmediatez que rodea nuestras decisiones y vivencias hay poco espacio para aceptar un mensaje de este tipo, pareciera que lo único que nuestra fe pudiera proponer es enterrar la alegría y cubrirnos de ceniza, desterrar las flores y los cantos de nuestras celebraciones, ahondar en nuestra condición pecadora y traicionera, echarnos la capucha y esperar que pase el temporal.

¡Cuántas cuaresmas perdidas! Incluso Jesús buscó experimentar un espacio de vacío a su alrededor, un desierto de deseos y de necesidades, para situarse y no perderse en el camino a Jerusalén. Sin apartarse de las distracciones, sin tomar conciencia de lo efímero y lo volátil de la propia vida, no es posible asumir que no existen las pérdidas definitivas sino la vida en abundancia. A eso estamos invitados, parar y mirar alrededor, poner nombre a nuestros miedos e inseguridades, mantener la mirada a cada tentación de sentarse o de correr demasiado, situarnos. No hay mucho que calcular, en realidad el mismo cálculo de nuestras pérdidas y ganancias es una tentación más para invitarnos a la resignación.

Solo si alcanzamos a quitar esas falsas ideas de nuestra Cuaresma podremos reconocerla como la oportunidad más bonita para ser. Y es que solo quien aprende a situarse está capacitado para amar las medidas que nos ayudan a avanzar, amar el encuentro y la soledad, interpretar los silencios y la prolijidad de palabras, aproximarse a la vida y a su ausencia, integrar lo inútil de muchos gestos en el absoluto de utilidad de nuestra existencia, acoger el ser que nos constituye para que siempre gane al haber que nos okupa. Situarse, no en el centro absoluto y protector sino en la periferia que nos regala desiertos de sentido. Bienvenida, Cuaresma, tiempo para situarme.

Ir de frente

Hacerse el encontradizo con el destino no suele dar buenos resultados. Cuando todos los signos nos avisan de lo que está por venir, no es buena idea prepararse para las curvas pero después cerrar los ojos, nadar y guardar la ropa, querer ser parte del cambio y esquivar las consecuencias inmediatas de ese cambio. Los primeros días de enero nos convierte en animales de propósitos, en ocasiones previsores, otras veces inconscientes. Y aunque realmente no hay un día mejor que otro para comenzar, son muchas las llamadas de aviso que nuestros sentimientos reciben en este comienzo de año, estímulos que nos invitan a ir de frente hacia metas que no siempre nos habíamos planteado como nuestras.

Los desafíos suelen convertirse en tarea inacabada, no importa cuándo nos pongamos frente a ellos, siempre dejarán una parte de sus aspiraciones en el limbo de los imposibles. Al soñarlos era fácil imaginar herramientas y sumar voluntades para abrazarse a ellos, para obtener victorias, sin opciones, tan solo desde el mérito por haber mirado sin miedo cada reto, por no sucumbir a los engaños de los atajos. Pero cada despertar nos devuelve a la realidad de una vida hecha de trampas, donde los desafíos crecen en la oscuridad de nuestros temores y tuercen el gesto alegre de nuestros planes.

Stubb era el segundo oficial del Pequod, el ballenero que perseguía por los mares de medio mundo a Moby Dick; un personaje pragmático, que no se dejaba impresionar por las pérdidas de cordura de su capitán. Me gusta su forma de caminar hacia los desafíos, la ignorancia de lo que puede esperar, la sencillez de no complicarse la vida con sueños de arponazos increíbles y capturas definitivas. No sé todo lo que puede venir, pero de cualquier modo, iré hacia eso riendo, dice Stubb, y nos deja la enseñanza capital que va de frente a la existencia y no se pone de perfil ante lo que le parece no ser vida. Ir sonriendo hacia lo que está por venir, dejar de imaginar victorias imposibles y dar lo mejor de nosotros mismos, no hay otro modo de salvar ese futuro que amenaza con hacernos naufragar, confiar e ir de frente, agarrar con fuerza el arpón y sonreír a lo que este 2023 nos está por traer.

La sombra del martillo

En la imagen que acompañaba mi anterior post, parece haberse perdido un martillo. Al hilo del contenido hay quien me pregunta si no supo encontrar su regreso al tablero donde dejó su sombra, si ronda desorientado en una mesa llena de herramientas que han extraviado su camino de vuelta. Tengo que confesar que yo mismo lo dejé perder, hace ya tiempo que salió del panel y ya no sé en qué recovecos se distrajo. He abandonado todas las expediciones de rescate, hago todo lo posible por olvidar la memoria de aquel martillo que tantas heridas hizo en mi conciencia y se interpuso en todo intento de reconciliación, porque pronto comencé a saber que al apoderarme de él solo veía a mi alrededor clavos que golpear.

El filósofo estadounidense Abraham Kaplan fue el primero en formular la que llamó ley de la herramienta, como intuitivo modo de acercamiento para comprender el comportamiento humano. Kaplan defendía con su ley que si le das a un niño un martillo, le parecerá que todo lo que encuentra necesita un golpe. Poco después, el psicólogo Abraham Maslow, sí, el de la famosa pirámide de las necesidades, retomó la idea proponiendo que si solo tienes un martillo, todo parece un clavo. Aprendemos a interactuar con la herramienta, golpear y hundir los clavos en cualquier superficie genera pequeñas satisfacciones, resolvemos situaciones, fortalecemos junturas y damos consistencia a los erráticos movimientos que nos conducen la pérdida del control sobre las cosas. Pero en un momento dado los clavos se acaban, y entonces cualquier otra cosa toma la apariencia de clavo, tentados a golpearlas apasionadamente, en un ya menos divertido intento de encontrar soluciones en los laberintos de nuestras emociones y salidas en los callejones cerrados de nuestros proyectos.

Martillo en mano, perdemos la perspectiva y la pluralidad, todo se convierte en algo que golpear, porque es lo que hemos aprendido a hacer, porque nos ha funcionado en el pasado, porque no encontramos un uso mejor para esa herramienta a la que nos hemos apegado. Lo subjetivo pasa a un segundo lugar, la única salida posible para avanzar en la búsqueda de sentido pasa por mantener el control, centrarnos en datos objetivos, eliminar todo afecto y toda emoción. A problemas diferentes y complejos, ofrecemos soluciones únicas y sencillas, rápidas e inmediatas, repitiendo patrones que fueron útiles para problemas anteriores, pero sin pensar, sin pasarlos por el corazón.

Nos ocurre continuamente, también lo hacemos con soluciones enlatadas, clavos que otros golpearon con acierto y que nos inspiran para aporrear cualquier saliente de nuestra vida que nos parezca estar fuera de lugar. Hay quien se hace fiel consumidor de libros y podcast de autoayuda, fórmulas que se nos venden como mágica respuesta para los enigmas que envuelven nuestras dificultades para encontrarnos, creer, crear y perdonar. Acogemos sin sentido crítico el martillo que otros ponen en nuestra mano, seguimos las instrucciones de uso, con cadencias aprendidas de memoria, y golpeamos vehementemente todo clavo que se pone a nuestro alcance, liberando el miedo, satisfaciendo nuestro ego, convencidos de que estamos descifrando los insondables misterios de nuestra incapacidad para vivir en plenitud.

No tengo intención de recuperar ese martillo, he perdido el interés por las decisiones fáciles, por las repetitivas propuestas de sentido, que solo me alejan de mi centro. Necesito encontrar la herramienta adecuada para cada problema, y después devolverla al panel emocional de donde la tomé. Se gana más con la afectividad que con la efectividad, cuidando el correcto uso de mis pasiones, perdiendo el recelo a la novedad de unas herramientas que me ayuden a desplegar mis capacidades, mucho mejor que el persistente golpeteo de cualquier clavo que sobresalga.

Ha quedado la sombra, un perfil que es memoria de aquel martillo en mi vida, y de lo poco que ahora lo necesito. Un eco que me avisa del peligro de los objetivismos desenfocados, las soluciones rápidas, la resistencia a aprender y avanzar. La sombra del martillo es testigo silencioso de cuánto necesitaba un cambio así en mi vida. Y por ello, doy gracias a quienes me lo siguen quitando de la mano golpeadora.