El tiempo de los intentos

Hay un tiempo que suele interpretarse como infructuoso, aquel que intenta conseguir las metas pero no las alcanza, el de los equilibrismos entre nuestras fortalezas y nuestras debilidades. Los intentos suelen ocupar un alto porcentaje de lo que somos, incluso eso que somos podría definirse por lo que intentamos ser, y es que en el tiempo de los intentos nos vamos construyendo, definiendo, conociendo. Los intentos no siempre son medias tintas de nuestra presencia, la mayoría de las veces son la única tinta con la que escribimos la realidad.

Lo he pensado bastante, me atrevo a decir que mirar los intentos como un modo de relativismo es un reduccionismo que no hace justicia a nuestros deseos por mejorar creativamente. Aunque es cierto que algunos se quedan a vivir en los intentos, que prefieren lo que siempre están a punto de alcanzar pero se resignan al vacío de no tenerlo; aunque el refrán nos recuerda que el infierno está empedrado de buenas intenciones; aunque pareciera que hay cierta justicia poética en no alcanzar a pesar de los esfuerzos y las bondades de nuestras acciones; el tiempo de los intentos se nos revela como una oportunidad para amar y descubrir los espacios inconclusos que llenan nuestros deseos y nuestras vidas.

Intentar, sin obtener resultado es frustrante, buscar sin encontrar, caminar sin llegar, proponer sin conseguir, son muchas veces senderos descorazonadores que nos nublan la capacidad para levantarnos y sentirnos libres. Es como esa sensación de habernos equivocado de fila cuando esperamos turno en el supermercado o para que nos atiendan en una ventanilla, siempre va más rápida la otra fila, hasta que nos cambiamos y empieza a ir lenta también. Así es el tiempo de los intentos, nos cuesta vivir en él porque parece ralentizar nuestras emociones, vemos cómo otros nos sobrepasan y no podemos dejar de envidiar sus logros y maldecir nuestros intentos. La tentación es, como siempre, decidir cambiar el tiempo, aunque lo más sensato sea decidir qué haremos con el tiempo que nos dieron, como sabiamente hace decir Tolkien a Gandalf en El Señor de los anillos.

Aprender a reconocer ese tiempo de los intentos implica aprender a amarlo. Silvio Rodríguez lo canta maravillosamente, siempre tan inspirador: Debes amar el tiempo de los intentos. Debes amar la hora que nunca brilla. Y si no, no pretendas tocar lo cierto. Solo el amor engendra la maravilla. Solo el amor consigue encender lo muerto. Amar la arcilla, amar lo que está por construir, amar cada uno de nuestros intentos, porque en todo ello amamos lo que somos. Aunque nunca brillemos, somos estrella que guía a otros a intentarlo.

La tiranía de Chronos

En la mitología grecolatina Chronos es una de las divinidades relacionadas con el tiempo, el dios de las edades y del zodiaco, con forma de serpiente y tres cabezas, de hombre, de toro y de león, que tiraniza el mundo por medio del caos. Su paso por las cosas y las personas es devorador, tal vez por eso hubo un momento en el que se le confundió con Crono, el titán que castró y mató a su padre, Urano, y posteriormente se comió a sus hijos. Es fácil que venga a la mente la impresionante pintura negra de Goya sobre Saturno, el Crono griego, devorando a uno de sus hijos.

Para no incidir en la confusión, me fijo en otro maravilloso cuadro, de Pierre Mignard, que podemos ver en el Museo de Arte de Denver, que ilustra este post y que lleva como título Chronos cortando las alas a Cupido. El tiempo arrebatando sus alas al amor, aquello que le permite volar, soñar, sentir mayor libertad. El tiempo, implacable, busca controlar al amor, apasionado y liberado de la temporalidad. Una parábola de la vida, de nuestras búsquedas y motivaciones.

El tiempo también nos devora a nosotros, siembra el caos en nuestras vidas y en nuestros proyectos, inyectando prisas por concluir, temor por no concluir, más centrados en el hacer que en el ser. Ese tiempo, viejo y barbudo, que parece concentrar la sabiduría de todo lo experimentado, ese tiempo que siempre nos han dicho que todo lo cura, está dispuesto a cortar las alas de todo aquello que nos apasiona, vencernos con su inexorable paso, hacernos rendir de nuestros sueños. Es el tiempo, sí, pero no el que nos regala un futuro que construir, sino el que nos apega al barro que aprisiona nuestros pies en el pasado.

Chronos tenía un hermano, Kairós, por lo general olvidado. Kairós es también dios del tiempo, pero su medida y su actuar son muy diferentes, casi contrarios a Chronos, porque su tiempo es el de las posibilidades, el que hace posible que brote algo nuevo, es el tiempo cualitativo de la vida, el más oportuno para la novedad. No es extraño, por tanto que kairós sea el término utilizado en los escritos del Nuevo Testamento para describir el tiempo de Dios y de la Iglesia. El teólogo Paul Tillich define su reinado como generador de las crisis recurrentes de la historia, no tanto como temporalidad terminante y finalizante. Vivir la existencia como kairós permite la apertura a la Gracia, favorece la oportunidad para que nuestras decisiones sean transformadoras del mundo y de la realidad.

Cuando nos movemos en la temporalidad creativa y divergente que permite el nacimiento de la novedad estamos viviendo el tiempo del Espíritu, el que no se queda aprisionado en lo repetitivo y reprimido, ese tiempo que el papa Francisco define continuamente como superior al espacio. La tiranía de Chronos, su implacable voracidad que nos atormenta, solo la podemos derrocar con la frescura de las oportunidades que se generan en la vida abundante, haciéndonos parte de un tiempo para la gracia, un tiempo para el ser, kairós.

El gran secreto

Hace unos días, un sacerdote me decía que el gran secreto de los cristianos es el domingo. La conversación siguió otros derroteros, pero esa idea se ha quedado rondando mis vigilias. El domingo como secreto. En la tradición cristiana el domingo es el día del triunfo de la vida, la victoria sobre la soledad y la muerte, sobre todas las caídas que parecen definitivas. Esto es lo que desconcierta, incluso a los mismos cristianos, la posibilidad del perdón y de la redención, encontrar que hay salida al final del túnel, que nada finaliza del todo. Por lo general, transitamos la existencia en clave de término, valoramos las ganancias presentes como oportunidad para una vida intensa, que no siempre se traduce en felicidad y plenitud, porque el contrapunto suele ser el vacío y la ausencia, condicionando la libre aceptación de todas las realidades que nos habitan.

No es ningún secreto que junto a las caídas coleccionamos heridas, con tendencia a permanecer siempre abiertas y un efecto neutralizador de la memoria, determinando ineludiblemente la deseada capacidad de levantarse y caminar triunfantes sobre las ruinas de la vida. No es un secreto que la impotencia genera silencios incómodos, que las derrotas paralizan los anhelos de expandirse. No es un secreto que la incapacidad por alcanzar metas se amarra a nuestra carne, aterroriza los sueños y ancla las esperanzas para pegarnos al polvo en el que somos enterrados.

El secreto del domingo se mueve entre lo simbólico y lo tangible, allí donde afloran los comienzos que rescatan las oportunidades de ser. Su condición de secreto no tiene que ver con lo oculto, ni con palabras olvidadas, sino con el misterio, porque nos habla de que la muerte, ninguna de las muertes que nos rondan desde que nacemos, no tiene la última palabra, ni es capaz de arrastrarnos a una hondura de la que no podamos levantarnos. El secreto, el misterio, se mide en la fuerza de una vida que emerge de cada grieta ocasionada por un se acabó, se abre paso con determinación por los dédalos en los que solemos perdernos, y lo hace desde la humildad, a través de los encuentros, sin los estentóreos finales del orgullo.

Y como cualquier otro secreto bien guardado, también este es un signo de fortaleza, con la que vencer y resistir las tentaciones para quedarnos postrados en un suelo de muerte, de finalización, cuya única virtud es la falsa promesa de que ya no caeremos más bajo. Frente al Sabbath judío, el tiempo del descanso divino que se contagia a toda la creación, el domingo cristiano es tiempo de acción. No hay descanso para quienes creen en la fuerza transformadora de la vida nueva y renacida, no lo hay para quienes desconfían de los finales felices, estériles por su mismo sentido terminal. La condición de la resurrección se incuba desde abajo y desde dentro, se consuma en la debilidad, la necesita más bien, es en sí misma expresión de algo nuevo, no es mera posibilidad; nos recuerda que formamos parte del reino de los medios, no del de los fines, allí donde la debilidad, las caídas, incluso los infiernos, se transforman en fortalezas. No es poco secreto, es el gran secreto.