La grieta y la oscuridad

El miedo a las grietas es parecido al miedo a la oscuridad. Son miedos fóbicos, irracionales, herencia de viejos arquetipos que bloquean la tranquila continuidad que esperamos para nuestra vida. Poco podemos hacer para evitar esas rupturas de sentido, más que nada porque la madurez nos invita a encontrar sentido justamente allí donde creemos que se pierde. Tememos lo que no podemos interpretar, lo que desestabiliza nuestro deseo de control, de persistencia, y de ese modo tememos la vida, que no puede entenderse sin las grietas ni la oscuridad, y nos fabricamos burbujas a medida de nuestros miedos.

Cuando una grieta aparece en nuestros muros, ponemos rápidamente en marcha mecanismos de crisis: lo primero es buscar cómo taparla, no hay belleza en esa herida que rompe la perfecta armonía de nuestras paredes; después hay que evitar que condicione nuestras decisiones, porque somos conscientes de que la grieta es signo de que algo va mal, pero es más importante salvaguardar la estabilidad tan duramente alcanzada, por eso, muchas veces, en lugar de taparla la ignoramos, como si no fuera con nosotros, porque su desgarrante presencia amenaza la laboriosa sensación de seguridad de ese espacio en el que nos pensamos a salvo de la intemperie.

Pero las grietas no son simples, suelen apuntar a fallos en los cimientos, el último lugar en el que queremos actuar con decisión, de ahí la preocupación para poner remedios inmediatos, curar la herida visible, unir las partes rotas pero sin tocar los fundamentos que la resquebrajan. De esa unión no se suma necesariamente un todo de sentido, más bien se hace conformidad que anestesia los sentidos. A la vida le basta el espacio de una grieta para renacer, dice Ernesto Sabato, pero hay mucha vida que ya ha escapado de nuestros búnkeres cerrados a la esperanza.

Hay una canción del gran Leonard Cohen que es bálsamo para grietas de incertidumbre, Anthem, un auténtico himno para aprender a amar los espacios de vacío que se abren en la vida. There is a crack in everything, that’s how the light gets in (Hay una grieta en todo, así es como entra la luz): pedimos señales que nos devuelvan la coherencia con la realidad, y no sabemos descifrarlas cuando estamos ante ellas; levantamos la voz, aprendemos a pronunciar palabras para el cuidado de lo más preciado que tenemos, pero nos olvidamos de pensar por nosotros mismos. Acoger la grieta, dejar que pase la luz a través de ella, es un camino sin retorno, es superar el miedo a poner luz en esa oscuridad que nos hizo creer que ya nada tiene color.

Esa es la clave del nuestro temor a las grietas, la luz que dejan pasar, el fin de una oscuridad a la que nos habíamos acostumbrado, la capacidad de ver con claridad la necesidad de un compromiso. No es fobia al hundimiento, sino a la luz. Platón ya lo advirtió, Podemos perdonar fácilmente a un niño que teme a la oscuridad; pero la verdadera tragedia de la vida es cuando los adultos temen a la luz. Es una angustia que nos paraliza, una grieta infinita que transforma los espacios interiores, que deja entrar la luz, es la belleza del día aumentando nuestros miedos y la opción por la noche como recurso de sentido. Porque la claridad de las decisiones, de las relaciones, de la luz, de los espacios compartidos a la intemperie del día, nos sigue asustando.

Sin agarraderas

Recuerdo la sensación de angustia y vacío que me invadió la primera vez que dejé flotadores, tablas y agarraderas para nadar libremente en una piscina. Quedó grabada en mi memoria histórica personal, sin traumas ni recelos, más bien como un punto de no retorno que me abrió a posibilidades y nuevas metas. Podía sobre mí el miedo a que el agua me atrapara, esa agua que por tiempos era muro y espacio donde disolverme. A pesar de que intuía mi destino nadando sin apoyos, me vencían los escenarios inciertos y, sobre todo, el puerto seguro de las agarraderas, siempre al alcance para que me atraparan en su pasiva imagen de confianza.

Soltar las agarraderas no es tarea fácil, porque son una ayuda para controlar mis limitaciones, porque me enseñan a huir de las eternas luchas contra las hostilidades de los elementos, entre los que me veo lanzado a subsistir. Me condicionan, en su cercanía dejo de ser el protagonista del espacio que me toca vivir, ya no son mis capacidades, sino mis apoyos los que toman el control, invitándome a no dejarlos perder, a familiarizarme con ellos, como si de su sola presencia pudiera hacer depender lo que soy y lo que siento. Mi profesor de natación repetía, flotarás, confía, sé valiente, suéltate. Mis inseguridades me susurraban, no es el momento, aún necesitas esas agarraderas, no te sueltes.

Pero las dejé. Un día nadé libre, sin agarraderas. No es algo que se dé así sin más. Algunos apoyos pueden dejarse al instante, sin dejar siquiera secuela o añoranza; otros se aferran a nosotros, dejando semillas de dependencia, como si los necesitáramos para dar valor a lo construido, o escapar de la melancolía. Fui soltando mis manos de las agarraderas, y las vi quejarse de mis brazadas, que me alejaban de ellas, las oí advertirme de las profundidades en las que me adentraba, y casi las sentí rozar la arrogante espalda que les ofrecía.

Lo curioso de las agarraderas es que las suelto para acabar aferrándome a otras nuevas, en un ciclo vital que me lleva de apoyo en apoyo, siempre necesitado de un refuerzo para mis dudas, asediado por nuevos miedos, varado en lo malo conocido. Cuando aparecen los nuevos apoyos no es difícil acogerlos, ofrecerles el espacio que mendigan en mi necesidad de seguridad. Me uno a ellos, con tanta intensidad que se convierten en parte irremisible de mi condición, y cada vez resulta más complejo identificarlos o librarme de ellos.

Las agarraderas, viejas o nuevas, se parecen a veces a los flotadores que me daban confianza en la piscina, pero otras se conforman con formas menos materiales, y de ese modo, mucho más amable, se hacen hijas de la sensibilidad y me abrazan para no dejarme escapar. Lo son muchas de las palabras que pronuncio, a las que levanto altares para la permanencia, a las que me agarro con la fuerza de la razón, como lo haría con un tronco a la deriva en medio de la corriente; palabras que me cuesta callar, que pretenden quedar siempre por encima de otras, que luchan por hacerse un espacio en mis justificaciones; palabras de las que no puedo soltarme porque parecería que voy perdiendo pie, y me hundo en un remolino sin remedio de autoengaños; palabras lisonjeras, que con su aplauso adulador adormecen mi libertad para decir o callar, para bracear las aguas en las que me adentro.

No solo las palabras, también convierto en agarraderas a muchas personas que me resisto a soltar, que me cuesta dejar ir de mi vida, porque su presencia me regala la paz que sucede a las tormentas. Aferrado a ellas, no las dejó ser, cuando abro las manos para desenredarme de sus abrazos siento un abismo de soledad y de tristeza, que no quiero, ni puedo habitar, y confundo su proximidad personal con los espacios seguros que anhelo. Aferrado a su don, me resisto a perderlo y, cuando me falta, vago de mano en mano buscando nuevas agarraderas que reemplacen lo que esa persona me hizo sentir, deseosas de suplir su singularidad por el primer apoyo que me devuelva el recuerdo, que me aporte un espacio de seguridad semejante a su presencia.

Sin agarraderas, parece que el vértigo se apodera de mis decisiones. Sin agarraderas, mi caminar es como el del funambulista, a veces también sin red que amortigüe mis caídas. Sin agarraderas, sin seguridades, sin los infinitos rincones en que esconderme de aquello que debo vivir con los ojos abiertos, la cara levantada y las manos libres. Sin agarraderas, sin palabras trilladas, sin poseer presencias ni convertirlas en fantasmas. Sin agarraderas, braceando en un agua que me despierta, que me invita a nadar atravesando mis miedos e interrogantes, lejos de mis seguridades, pero libre, al fin.

Pascua escondida

Comenzamos esta Pascua como aquellos primeros discípulos de Jesús, encerrados en casa, escondidos, silentes y con miedo a cómo serán las cosas cuando volvamos a intentar ser lo que éramos. Lo de esconderse no es nuevo, a veces somos expertos en ocultar sentimientos, pasiones, escondernos incluso de la vida, y de nosotros mismos. Y cada año, pese a estrenar Pascua, nos enrolamos en una vida nueva que no es más que la repetición de viejos errores, a los que hemos pintado la cara de bonitos colores y enlatadas emociones.

Ya sabemos que celebrar la resurrección es una incorporación a la vida nueva de Jesús, pero necesitamos dejar de lado esas imágenes mágicas, casi fantasmagóricas, que hablan de hacer nuevas las cosas, de mirar con esperanza el futuro incierto, que nos presentan un Cristo victorioso, casi burlándose de quienes lo menospreciaron, aquellos tan ingenuos como para no creer en sus milagros y no convertirse en su presencia. Esto no es resurrección, y nos equivocamos cuando aplicamos a nuestra experiencia estas ideas alcanforadas de la vida y de la fe: resucitar no puede ser una burla a las cruces y a las espaldas que nos humillaron, como si pisáramos con rabia los barros de los que ahora modelamos nuestros sueños. Este es un lastre del que no sabemos desprendernos en la Iglesia, embobados y babeando con ingenuos «Cristo vive», «Cristo ha vencido»…, con los que tapar nuestro miedo a la muerte, a estar encerrados, a la soledad.

Esas resurrecciones no vacían sepulcros, solo los liberan temporalmente, nos embrujan, consiguen engañar nuestros sentidos, adormecen el dolor irresistible con el incienso y la morfina de la piedad. Y nos acostumbramos a ellas, porque renacer como el Fénix de las cenizas en que otros nos convirtieron tiene su punto de morbo, y de victoria: poder reírnos juntos de estas desventuras incomprensibles, cortar la cabeza a cada medusa que nos asusta con sus cabellos de serpientes, salir airosos de la vida falsificada que nos vivía…

La resurrección, la auténtica Pascua, no pasa por encima de nosotros o de nuestros fracasos, nos transforma, les aporta sentido. Sobrevivir a estas muertes que ahora acumulamos solo para sabernos después más vivos y fuertes puede que nos alegre, un gusto siempre pasajero, pero también nos desaloja de la vida, la misma vida que nos devolverá a espacios y lugares que nos limitan, con otros cantos y otras letras, con diferentes retos pero el mismo olor de fondo, la misma injusticia en la esencia, los pobres siempre entre vosotros… Resucitar intensifica cada momento en que hemos mantenido los brazos levantados, la mirada sostenida, el corazón perdonado; resucitar prepara nuestros brazos, nuestra mirada y corazón para nuevas caídas, no para sobrevivir encerrados y escondidos por el miedo, en espera de un milagro que lo devuelva todo al tiempo que pudimos controlarlo; resucitar no es vencer, es convencer, ¡qué unamuniano!, convencernos más bien, integrar fracasos, transformar los rotos y las miserias, mirarnos de frente, sin miedo, y sabernos duraderos más allá de los límites que nos habitan.

Este es el sentido de la Pascua, por eso solo podemos llegar a ella desde una cuaresma en la que hayamos sabido reconocer las lápidas impuestas a nuestros límites. Lo hemos ido viendo en las últimas entradas, ¿podremos preguntarnos si hemos aprendido algo de todo esto?, ¿huimos de la soledad en que nos deja la muerte?, ¿hay sentido que encontrar y por el que empeñar tesoros?…

Yo me sigo empeñando en crear espacios de resurrección, privilegiando acciones de resurrección, no lo he conseguido, y no sufro por ello, pero sé que mi tiempo es la Pascua, el reencuentro con mis retos, el abrazo a lo que escondí en tantos sepulcros, la apertura de las puertas que aún hoy me encierran, pero no me ocultan ni me silencian.

Un abrazo pascual, de esos que resucitan, de esos que ya vamos necesitando.