Ver el brillo

Cuando parece que las desgracias y las catástrofes hacen cola a nuestra puerta, para empadronarnos en la ciudad de las tristezas, reaccionamos resistiéndonos o abandonándonos a su deriva. Caminamos por una cuerda floja que nos convida a estar atentos a cada paso, y esa fijación extrema para evitar el tropiezo y la caída al vacío nos despista de la importancia de la interpretación. Sin una hermenéutica que nos remueva personalmente, es más fácil mantener el equilibrio entre lo que no entendemos y lo que nos amenaza, pero entonces perdemos la perspectiva de la memoria, renunciamos al conocimiento de la realidad y olvidamos el brillo estético de las cosas que amamos.

Joseph Campbell dice que el mayor regalo es ver el brillo en todo. No soy dado a sacar obsesivamente brillo a las cosas, podría encontrarme con reflejos que me despisten de la verdadera esencia de su presencia en mi vida. Pero hay un brillo natural, que Campbell siente como regalo, invitándome a descubrir la belleza que aporta a todo lo que miro y percibo. Está en los momentos felices, y también en los oscuros. Es eco de tristezas, y también de alegrías desbordantes. Deslumbra cuando me acerco a él, y también me protege de los depresivos instantes de soledad. Es el brillo que me reconcilia con quienes unen sus pasos a los míos. Es un brillo que me regala abismos y cimas de sentido, espacios en los que soy libre, porque no me quedo a vivir en la melancolía.

A veces, nos dejamos conducir por la preocupación de pulir nuestras relaciones con las cosas y con las personas, buscamos su brillo, como si obteniéndolo estuviéramos salvados de la obligación de comprenderlas. Nos convertimos, entonces, en coleccionistas de reflejos. Vemos el brillo que queremos ver, abrillantamos la vida a nuestro alrededor para que se nos haga más amable, pero sin profundizar en la conexión que le debemos. Es nuestro propio brillo el que buscamos, es nuestra idea de mundo, y de persona, y de vida, pero no son realmente el mundo, la persona y la vida que brillan por sí mismos y que podemos realmente amar.

Sabemos que hay quien brilla con luz propia, pero también quien refleja la luz de los soles que tiene a su alrededor. No despreciar ninguna luz, pero tampoco conformarse con ser reflejo automático del brillo de otros. Aprender a quererse, acoger las sombras y ver en ellas también el brillo del valor propio, en esto consiste lo más complejo de la vida, pero también lo más hermoso.

Paciencia

Aprender paciencia es duro, a veces lo más duro. Se impone me a la sensatez con que pretendo comprender el mundo, obligándome a regresar a los puntos de salida personales. La paciencia compromete los espacios de mi vida, mis proyectos y propósitos, la belleza y las frustraciones, mis opciones y decisiones, el cambio y la estabilidad. Por eso mismo es un aprendizaje en el que debo poner tiempo, confianza y silencio.

El aprendizaje de la paciencia requirie tiempo, pareciera que no tengo suficiente con el que se me da, y que siempre necesito algo más para que las cosas ocurran y tengan sentido. Tengo más paciencia que hace unos años, las prisas han dado paso a cierta serenidad, la obsesión por la efectividad a la tolerancia ante el fracaso, los buenos propósitos a las decisiones tomadas en el momento oportuno. Comprender el tiempo de mis acciones me ha ayudado a ser paciente, conmigo mismo y con los demás, aprender a esperar, a sumar, a encontrar el gusto de las largas e intrincadas experiencias que la vida me regala. Ahora estoy en aprender el tempo de mis cosas, la velocidad relativa con la que suceden. Mis composiciones vitales me necesitan paciente en cada uno de los movimientos que interpreto, no ya solo en esa paciencia tolerante con las largas esperas, sino también sincero con lo que sucede en el interior mismo de mis decisiones.

Como en todo aprendizaje, es esencial la confianza. La paciencia me obliga a conceder no solo tiempo, también espacio para que las cosas sucedan. No es ya solo que sepa reconocerme en el espejo, tan variable en su reflejo, tan inquietante, debo confiar en la diversidad de mí mismo que en él se me presenta. Ser paciente es descubrir la belleza en los destemplados mares de lo confuso, es amansar los prejuicios que nos alejan de los otros y de nosotros mismos, dar una oportunidad tras otra a la transformación y a la voluntad de cambio, bañarnos una y mil veces en esas aguas que, por más que lo parezcan, ya no son las mismas en las que he nadado antes con soltura. Ese es el motivo por el que la paciencia necesita confianza, que es mucho más que una simple apuesta por la vida, y la confianza requiere paciencia, para creer y construir, para tolerar y levantar, para aprender a pronunciar palabras envueltas en el poderoso embalaje de la espiritualidad, únicas, imprevisibles, propias y compartidas.

Finalmente, solo aprenderé paciencia en la medida en que entienda el silencio. Tiempo y confianza implican acción, el silencio evoca inacción. Tal vez, donde más duele la paciencia es en ese vacío, sin tiempo ni espacio, sin reglas con las que medir ideas y decidir finales felices. La paciencia se envuelve de silencio, el silencio se viste de paciencia. Un nuevo equilibrio difícil de transitar, porque crear silencio no es tarea fácil. Hay veces en que vemos emerger del silencio el temible monstruo de las voces ausentes, y cotorreamos en un desesperado intento de apaciguarlo. Incluso callar se convierte en un modo de esquivar la paciente superación de los prejuicios, creando un silencio externo que es incapaz de aplacar la interna verborrea de ideas y palabras. «La mejor manera de crear silencio es abrazándose», dice David Foenkinos. El abrazo nos apacigua, nos enseña a dejar de medir los intersticios de los encuentros, acalla la eterna necesidad de tener una opinión o decir la última palabra. El abrazo es una cápsula de paciencia infinita que nos reconstruye.

Llevamos ya demasiado tiempo alejados de los abrazos, tal vez por eso hemos dejado de confiar en los silencios. Y, entre tanto, la paciencia se aleja y nos entregamos al juicio fácil, la palabra hueca y la vida regalada Ojalá este año que estrenamos podamos encontrarnos de nuevo en los abrazos, sería una maravillosa vuelta al tiempo de la paciencia.

Palabras no dichas

Dicen que las palabras no dichas son las auténticamente verdaderas. En lo que hablamos y en lo que callamos suele haber poco equilibrio, por lo general es mucho más lo que no decimos, palabras que siguen latiendo por debajo de nuestros sentimientos y prolijidades, convertidas muchas veces en guardianes de los espacios secretos, de los pensamientos más intensos y privados. Por cada palabra pronunciada hay al menos tres que no decimos.

En ocasiones, las palabras no dichas originan traumas y trastornos difíciles de detectar, nos sumen en silencios que se pasean por las relaciones interpersonales, secuestrando la vida compartida. Otras veces, callamos palabras para evitar trastornos, mantener la fiesta en paz, decimos, confiando en que, al ocultarlas, desaparezca también lo que nos inquieta.

Hay palabras que, al pronunciarlas, iluminan los oscuros pasajes de las ansiedades sociales, ayudan a entender las complejidades de la vida, aclaran ideas, actitudes, deseos. Son palabras de verdad, nadie duda de su fuerza transformadora, no necesitan traducción a la vida, su intensidad es un salvavidas para nuestros caminos perdidos. A veces, las pronunciamos como bálsamo, otras como purga de los silencios, casi siempre como expresión del espacio amado y de la necesidad del encuentro.

Me gusta cuando callas, porque estás como ausente, escribió bellamente Neruda. La ausencia de las palabras no dichas las dota también de un halo de misterio. No siempre lo que no se pronuncia genera traumas incontrolados, también son palabras que emergen en la interioridad, y de ahí transforman los tiempos y espacios de la vida, son hallazgos en la sombra de nuestras presencias. Por eso son también palabras verdaderas, que nos ayudan a conocer esa realidad que se nos escapa. No son simples palabras calladas, o silenciadas, son vida interior, amor intenso que despeja dudas y afianza los descubrimientos sencillos.

Las palabras no dichas me han salvado de todo lo indigno que conlleva el rencor, porque no las hago refugio de mis tristezas ni justificación de mis espacios personales, no esquivan mi compromiso con las personas que quiero, ni mi respuesta a quienes preferiría ignorar. Las pronuncio desde la libertad de mi conciencia, son mucho más que mi pensamiento. Hay una belleza intrínseca en cada una de ellas, porque dejo que nazcan de la admiración por cuanto vivo. Crecen y se unen entre ellas, como contemplación de lo que voy amando, incluso sin comprenderlo aún del todo.

Pero cada una de mis palabras no dichas me exige aceptar las que tú tampoco dices. Descubrirnos en ese espacio de verdad, nos salva de las vanas esperanzas, nos libera del resentimiento. Es ahí, en esa intemperie habitada por las palabras no dichas, donde realmente nos encontramos, y podemos amarnos, cuando no necesito que pronuncies mi nombre, ni mi historia. Con Neruda, yo también espero que me dejes que te hable también con tu silencio.