La igualdad como costumbre

Ya he comentado en alguna ocasión cuánto admiro y sigo el camino del movimiento Revuelta de mujeres en la Iglesia, que surgió hace unos años y sigue reclamando el precioso lema con el que titulo este post: Hasta que la igualdad se haga costumbre. Sin hacer de menos otros ámbitos sociales en los que la igualdad se hace necesaria, es en la Iglesia donde la urgencia de los cambios sigue siendo imprescindible para hacer creíble el mensaje del Evangelio. En la teología y en la Iglesia del siglo XXI hace tiempo que ha dejado de ser una justificación el hecho de que haya habido avances considerables.

Pocos hay, aunque los hay y hacen mucho ruido, que sigan defendiendo que las mujeres siempre han sido importantes para la Iglesia, que nunca se las ha marginado, que ellas son la fuerza viva que construye las comunidades eclesiales (la mayor parte de esas comunidades sobreviven gracias a la fiel presencia de mujeres), que su papel destacado no debe mezclarse con la posibilidad de mandar y dirigir. Frente a estos argumentos conservadores, se dan pequeños cambios en algunos ámbitos eclesiales, muchas veces reducidos a crear espacios de igualdad administrada, nombrando a mujeres para ocupar responsabilidades menores. El objetivo, por tanto, sigue siendo hacer de esa igualdad costumbre y no una limpieza de imagen.

A lo largo de mi vida, más aún desde que soy consagrado y sacerdote, he escuchado pacientemente muchos de estos argumentos, que cada vez entiendo menos. No es una cuestión de modernización de la Iglesia, para adaptarse al mundo en el que celebra, vive y siente, debemos estar en el mundo al que servimos y al que pertenecemos, pero en esta cuestión de las mujeres en la Iglesia un argumento así se queda demasiado corto, es incluso hiriente. Si hemos de alcanzar una igualdad como costumbre es poco maduro pedir que se consiga porque es el camino que recorre el resto de la sociedad, sino porque así debe ser el rostro de la Iglesia, integrador, igualitario, plural. No puede ser una lucha por ganar derechos, sino por representar más fielmente la realidad del cuerpo de Cristo.

Me decían mis sabios profesores de teología, todos varones y todos sacerdotes, que la Iglesia no puede dar acceso a la mujer al sacerdocio ministerial, no porque no quiera sino porque no sabe si puede hacerlo. Y así andan algunos, esperando una revelación divina específica sobre el asunto, sin atreverse a dar un solo paso o a escribir un solo comentario al respecto. Sinceramente, no he conocido a ninguna mujer que me haya reconocido que ese fuera su objetivo cuando pide un cambio en la Iglesia. Ni el fin es mandar ni el argumento contrario puede ser el desconocimiento de las intenciones de Jesús. Un poco más de seriedad en este tema nos vendría bien.

En Suesa, Cantabria, hay un pequeño grupo de mujeres, monjas trinitarias, que desde hace tiempo han asumido un papel protagonista en este camino. Ellas entienden que ser mujeres en la Iglesia, y además contemplativas, no las anula, no clausura sus opciones vitales, no adormece sus sentidos, no las priva de hacer teología, de reflexionar en voz alta sobre Dios, no las limita a hacer dulces o a bordar mantos. Entienden que ser mujeres en la Iglesia supone una responsabilidad para otras mujeres, y también para los varones, y por eso han tomado las riendas de su propio destino, siempre desde un discernimiento abierto y amable, plural, a pesar de que siguen sin recibir esa misma amabilidad y pluralidad en quienes sospechan de sus propuestas, cargados de argumentos machistas y miradas perdonavidas.

La revuelta de estas monjas trinitarias está centrada en el descubrimiento de sí mismas, no necesitan que otros, denótese el masculino del pronombre, las reconozcan o las dirijan; su fuerza está en el contacto personal con Dios, la Ruah que alienta encuentros y embellece gestos y palabras; ellas siguen el camino de aquellas otras mujeres que hicieron vivo el Evangelio de Jesús, las que miraron la Pascua con ojos despiertos cuando otros, de nuevo el pronombre con género, se escondieron y buscaron respuestas en leyes y tradiciones; ellas, como monjas trinitarias, hacen costumbre y realidad la circularidad de Dios-comunidad, limando las aristas creadas por quienes citan con más autoridad el Derecho Canónico que el Evangelio de comunión.

Hasta que la igualdad se haga costumbre, y una vez hecha costumbre se haga identidad, y la Iglesia sea para todas las personas signo visible del Reino de Dios. Me siento parte de esa búsqueda, porque si esta revuelta no es también mía será solo una anécdota, por eso me entristecen los argumentos fáciles, las miradas de soslayo, las medias sonrisas, y me apena ver que son pocas aún las mujeres que se suman a este proyecto, que no es suyo sino de Dios. Pero al mismo tiempo me alegra ver salir sin miedo, nuevamente, a las mujeres que encienden el fuego de la Ruah, que reclaman la Pascua de la Vida como el tiempo de la Iglesia.

Espíritu Santo

Desde pequeño me han dicho que la fiesta de Pentecostés es como el «cumpleaños» de la Iglesia. Confieso que también yo he usado esta comparación en algunas ocasiones, en mis primeros años de sacerdote. Da juego, especialmente porque todos comprenden rápidamente su significado y su alcance. Celebrar el cumpleaños es darse un día de tregua, y alegrarse por tanta gente que te recuerda, aunque solo sea porque Facebook se lo ha chivado.

Cuando son ya muchos los cumpleaños que se acumulan, es típico medir las propias fuerzas, y contar los frutos de la fecundidad de la vida que en ellos se celebra. Pentecostés, por tanto, debería ser para todos los cristianos ese momento de contar frutos y celebrar, la suma de sentimientos compartidos y la visión de un futuro fecundo, y nuestro. Por eso Pentecostés, si sigue siendo el «cumpleaños» de la Iglesia, es, sobre todo, por ser una fiesta de la vocación, en la que nos reencontramos con aquel amor primero,  nuestro nacimiento, y renovamos su fuerza y su urgencia, que a veces nos desestabiliza. Son esas pequeñas crisis anuales, cuando nos damos cuenta de que crecemos imparablemente, al tiempo que nos invade una artritis emocional y espiritual que impide moverse como antes.

He estado los últimos días en Roma. Me entristece sentir por todos lados, especialmente en los que más se ven, la artritis espiritual que afecta a las formas y a los tiempos de la Iglesia. Más que movida por el Espíritu, he visto una Iglesia encorsetada, que vive de las estructuras y para ellas, incapaz de atender a todo lo emocional que la mantiene viva y con esperanza, que nos viste de verde, no de negro. Ya sé que no es toda la Iglesia, y que juzgamos al conjunto por las rarezas de unos pocos, por desgracia son esos pocos los que callan indiferentes ante la lucha de miles de indignados (cuyas palabras se parecen más a las del Maestro que seguimos que las que nosotros mismos pronunciamos); son esos pocos los que hacen callar a quienes encienden velas de cumpleaños porque siguen creyendo que la vocación, y aquel primer amor, son para celebrarlos (hay quien no quiere que Torres Queiruga y Gastón Garatea soplen este año las velas de la tarta); y son también esos pocos los que hablan por contentar y mantener el puesto, perpetuando un institucionalismo tan peligroso como antievangélico (en estos días los sacerdotes y algunas asociaciones de laicos de la diócesis de Alcalá de Henares, lanzaban proclamas en «defensa» de su obispo, al que califican ya de perseguido, por defender en nombre de la Iglesia -de mi y de ti también- la necesidad de una terapia para curar la homosexualidad).

Sólo el Espíritu Santo anima nuestra vocación y la convierte en guinda y nata de la tarta eclesial, por eso sólo cuando dejamos que sea este Espíritu quien sople nuestras velas y nos cante «cumpleaños feliz», estaremos siendo fieles a lo que seguimos, valientes también para saber mirar y estar allí donde Él se mueve, y participar entonces de su fiesta de la vida. Porque sólo así la vocación, en una Iglesia que se sabe suma de todas las vocaciones que la forman, será un signo de cambio y de esperanza.

Mujer

Poco a poco, demasiado lentos, la sociedad ha ido pasando de celebrar el día de la mujer «trabajadora» al día de la mujer, sencillamente, pero con toda la carga que, a pesar de lo que socialmente hemos avanzado, conlleva el papel de la mujer. Vivimos envueltos en una misoginia que pretendemos superar a base de cuotas de paridad, cuotas que suenan a desafinado para la mayor parte de las mujeres, especialmente aquellas que sienten cada día en sí mismas el poder de la violencia, de la inferioridad, de la sospecha.

En la Iglesia no estamos precisamente en las mejores condiciones para dar lecciones en este tema. Incluso vocacionalmente parece que vuelve cierta idea de que «no es lo mismo». Y no quiero reducirlo todo al detalle de si las mujeres pueden o no recibir el ministerio sacerdotal, porque si nos fijamos bien eso es sólo un detalle comparado con la nueva ola de testosterona eclesial.

Que nadie se me mosquee, pero hoy no voy a ser yo quien defienda el acceso de la mujer al sacerdocio, y no porque no crea en ello, sino porque antes debemos resolver el acceso de la Iglesia a lo femenino, recuperar el valor de lo simbólico, romper definitivamente con ritos de trasfondo machista, poner por delante lo emocional y lo espiritual, vivir nuestra vocación como una gracia de la dimensión femenina de Dios, porque quien nos mueve, y eso sí que lo creo profundamente, es el Espíritu, la Ruah, llenándome de ella me reconcilio con lo femenino que hay en mí. Hoy, día de la mujer, pido que la Iglesia también se deje invadir por Ella.