Es uno de los ejercicios más humanos, de hecho nos permite ser humanos, porque en su búsqueda somos conscientes de que pensamos, y este sencillo gesto, como ya adelantó Descartes, nos abre a la existencia, y en ella a todo lo posible. Pero es trabajo para toda una vida, porque nos constituye también envuelve nuestras decisiones, forma parte del proceso de personalización, y como tal embellece éticamente las circunstancias que nos rodean.
Sin embargo, la búsqueda de sentido no es la tarea más sencilla que tenemos. Desde que podemos considerar a los seres humanos como tales, nuestra naturaleza se ha embarcado continuamente en desentrañar el sentido de cuanto nos sucede, y especialmente de la propia existencia. Las religiones han jugado un papel decisivo, ofreciéndonos espacios de pensamiento e imágenes que nos ayudaran a interpretar las preguntas fundamentales sobre quiénes somos, qué nos constituye, de dónde venimos, a dónde nos encaminamos… Es en esta apertura existencial donde las religiones mantienen su valor de sentido, frente a las respuestas cientifistas de otros ámbitos de conocimiento, que basan su convicción en la verificabilidad y su fuerza en la defensa de una teoría del todo, pero que no satisfacen la falta de respuestas ante las necesidades de sentido en que nos movemos tan torpemente.
Pero, ¿qué ocurre cuando es la misma religión la que ofrece respuestas enlatadas? Si la principal característica de la religión es la búsqueda de sentido, esta queda atrofiada en el momento en que convertimos la religión en una suma de dogmas, la praxis eclesial en una liturgia mistérica, la moral en un listado de pecados y virtudes. En esos espacios religiosos se anula toda búsqueda, más bien se persigue y aparta a quienes se hacen preguntas, a los creativos, a quienes abren nuevos caminos, a los que dudan. Son espacios cerrados, marcados por ideas repetidas desde una tradición que no quiere saber de nuevas palabras, y en su oscuridad rechaza toda mirada presente y futura, afectada por la consabida tortícolis eclesial.
La búsqueda de sentido no solo se da en los aspectos fundamentales de la existencia, esas grandes preguntas que nos hacemos y que antes citaba, especialmente nos confronta en los pequeños giros que da nuestra vida, esas pérdidas de control cuando parecía que teníamos todo dominado, en esas circunstancias es cuando el sentido se nubla, la mente divaga y las preguntas se simplifican, ya no atañen a la existencia como finalidad sino al nucleo mismo de la persona, la mayoría se reducen a un sencillo ¿por qué?, los verbos, sujetos y predicados se hacen implícitos, a pesar de estar más presentes que nunca.
Es en estas búsquedas de sentido donde la fe, más que la religión, debe acompañarnos. La fe, y no la religión, porque la persona se enfrenta desnuda de ideas y de prejuicios a las pequeñas crisis que la van a definir sin contemplaciones; la fe, y no la religión, porque provoca un diálogo interior con Dios, repleto de gracia, en el que sobran actos y justificaciones. La religión, ante ese abismo solo sabe volver a ideas antiguas, consagrar países, liberar indulgencias, sacar procesiones, imponer rogativas, volver al pensamiento mágico de la protección sobrenatural.
Puede que me esté afectando el confinamiento, pero creo realmente que para ayudar a la fe de nuestra gente no tenemos otra opción que aportar sentido desde la sencillez y la trascendencia; y siento una profunda lástima cuando veo a clérigos aprovechando este pisuerga para vendernos humo religioso, que a algunos tranquilizará, pero será pasado mañana una nueva crisis de fe. Da la sensación de que preferimos las prácticas religiosas caducas antes que colaborar en una búsqueda de sentido, que nadie más está haciendo, pero que muchos, no solo los creyentes, es lo que realmente esperan de quienes tenemos fe, a pesar de todo.
