La callada por respuesta

Tengo un debate interno con el que llevo años lidiando, esas circunstancias en las que no es fácil decidir si hablar o callar. No es cuestión de saber o no la respuesta, ni tampoco un quedarse en blanco, como puede pasarme en un examen, sino una duda trascendental, de las que en milésimas de segundo soy capaz de percibir que de mi decisión va a depender mucho de lo que vendrá después. El bloqueo temporal, ese punto medio que me lleva a una rápida valoración de pros y contras, no siempre se resuelve con la agilidad y el acierto que me gustaría.

Cuando tomo el camino de hablar, las palabras salen desordenadas, partícipes de la inseguridad que las ha traído al mundo. A veces, después, me arrepiento, cuando las rumio desde la paz que sobreviene al desaparecer la presión de expresarme. Otras, me alegro de haberlas pronunciado. Pero es difícil acallar el volcán de emociones que bulle ahí dentro, que pugna por liberar la tensión de un magma largo tiempo controlado, apresado, incluso reprimido. Las palabras no siempre salen con la precisión deseada, muchas veces son hirientes, ni siquiera se unen unas a otras desde la verdad. Aunque dolorosas, son mías, soy yo en ellas.

Dice Camus, en El mito de Sísifo, que un hombre lo es más por las cosas que calla que por las que dice. Ese es el otro camino, que cada vez tomo con más frecuencia. Últimamente soy más consciente de la tranquilidad que a mi vida y a mis decisiones trae el silencio, hay quien lo atribuye a la madurez, yo lo interpreto desde la sensatez y el respeto ante quien tengo ante mí. El silencio no siempre es entendido por los otros de este modo, me cuesta no pocas incomprensiones, pero sigo aprendiendo a callar, a mostrar lo que soy, a poner más que palabras en lo que expreso.

Lo que eres me distrae de lo que dices. Ya he traído aquí otras veces este verso de Pedro Salinas, me inquieta al mismo tiempo que me inspira. Admirar yo también los silencios, educarme desde su paciencia, aceptar que falte el enunciado de palabras que no mejoran la presencia, amar el ser de quien tengo ante mí sin renunciar a la esencia del encuentro, sin adulterarlo con la prolijidad de las urgencias, aprender a esperar, como dice Salinas, más allá de los fines y los términos.

Sigo caminando en este adiestramiento personal. La callada por respuesta puede ser más un signo de respeto que de desaire, siempre que el silencio mejore mis palabras, que no olvide poner amor, haga lo que haga. En la película de Disney, Bambi, soy consciente de que estoy bajando mucho el listón de las citas pero esta no puedo callarla, Tambor dice a Bambi: Si al hablar no has de agradar, te será mejor callar. Eso mismo…

Palabras tardías

Intuyo que no soy al único que le pasa: mantengo con alguien un diálogo interesante, intenso, todo parece fluir con naturalidad, intercambiamos ideas, palabras, imágenes mentales, y poco después de terminar aquel encuentro comienzan a venir a mi mente palabras y argumentos que debería haber dicho. Es solo ahora que surgen con facilidad, recreo el diálogo incorporándolas y me parece mucho más vivo e interesante, pero ya es tarde, porque cualquier encuentro futuro tendrá sus propios caminos y las palabras a veces parecen tener vida propia.

Las palabras tardías se me aparecen con más frecuencia tras diálogos difíciles, muchos de ellos discusiones, intercambios complejos de opinión. A menudo solo pasa un breve espacio de tiempo, suficiente para que el encuentro se de por terminado, y mis pensamientos recurrentes se llenan de fantasmas que rehacen el diálogo y el ambiente. Pero ya estoy solo, la divagación me permite controlar con mayor precisión los términos del intercambio de palabras, ahora soy capaz de encontrar las adecuadas, de expresar argumentos perfectos y rotundos, incluso de adornarlos con citas concluyentes que decantan claramente el resultado a mi favor. Tarde ya, probablemente en mi próximo encuentro real sea incapaz de recordar toda la definición que ahora tiene mi lenguaje.

El escritor y Nobel francés André Gide dice, Muchas veces las palabras que tendríamos que haber dicho no se presentan ante nuestro espíritu hasta que ya es demasiado tarde. Los espectros de las palabras tardías, de las palabras no dichas, nos atormentan aún más cuando el reencuentro se hace imposible. El estado relajado de nuestra mente, que favoreció el rumiar reconstructivo del diálogo incompleto, se convierte, con la ausencia de la posibilidad, en estado de tensión y remordimiento. Son especialmente las palabras amables, las palabras de perdón o de cariño, las que más se nos retrasan, sobre todo el tono de las mismas. Cuando ya es demasiado tarde vienen a rondar nuestro espíritu y alterar nuestras emociones, envueltas en arrepentimiento y asimilando la pérdida de futuras oportunidades.

En el prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas, Ortega y Gasset afirma, La palabra es un sacramento de muy delicada administración. Un sacramento, que sitúa a la palabra en el reino de lo simbólico y de lo ritual, donde no solo hay que venerar sino también cuidar, porque representa ausencia y presencia a un mismo tiempo, reclama la delicadeza en su administración. Estamos invitados, obligados incluso, a que las palabras tardías dejen de habitar el limbo de nuestros territorios olvidados, sabedores de que el pensamiento vuela y las palabras andan a pie (Julien Green). Pronunciar nuestras palabras como sacramento puede salvarnos de la recurrencia de los pensamientos tardíos, pero sobre todo de nuestra pasividad en las presencias y los encuentros.

Palabras no dichas

Dicen que las palabras no dichas son las auténticamente verdaderas. En lo que hablamos y en lo que callamos suele haber poco equilibrio, por lo general es mucho más lo que no decimos, palabras que siguen latiendo por debajo de nuestros sentimientos y prolijidades, convertidas muchas veces en guardianes de los espacios secretos, de los pensamientos más intensos y privados. Por cada palabra pronunciada hay al menos tres que no decimos.

En ocasiones, las palabras no dichas originan traumas y trastornos difíciles de detectar, nos sumen en silencios que se pasean por las relaciones interpersonales, secuestrando la vida compartida. Otras veces, callamos palabras para evitar trastornos, mantener la fiesta en paz, decimos, confiando en que, al ocultarlas, desaparezca también lo que nos inquieta.

Hay palabras que, al pronunciarlas, iluminan los oscuros pasajes de las ansiedades sociales, ayudan a entender las complejidades de la vida, aclaran ideas, actitudes, deseos. Son palabras de verdad, nadie duda de su fuerza transformadora, no necesitan traducción a la vida, su intensidad es un salvavidas para nuestros caminos perdidos. A veces, las pronunciamos como bálsamo, otras como purga de los silencios, casi siempre como expresión del espacio amado y de la necesidad del encuentro.

Me gusta cuando callas, porque estás como ausente, escribió bellamente Neruda. La ausencia de las palabras no dichas las dota también de un halo de misterio. No siempre lo que no se pronuncia genera traumas incontrolados, también son palabras que emergen en la interioridad, y de ahí transforman los tiempos y espacios de la vida, son hallazgos en la sombra de nuestras presencias. Por eso son también palabras verdaderas, que nos ayudan a conocer esa realidad que se nos escapa. No son simples palabras calladas, o silenciadas, son vida interior, amor intenso que despeja dudas y afianza los descubrimientos sencillos.

Las palabras no dichas me han salvado de todo lo indigno que conlleva el rencor, porque no las hago refugio de mis tristezas ni justificación de mis espacios personales, no esquivan mi compromiso con las personas que quiero, ni mi respuesta a quienes preferiría ignorar. Las pronuncio desde la libertad de mi conciencia, son mucho más que mi pensamiento. Hay una belleza intrínseca en cada una de ellas, porque dejo que nazcan de la admiración por cuanto vivo. Crecen y se unen entre ellas, como contemplación de lo que voy amando, incluso sin comprenderlo aún del todo.

Pero cada una de mis palabras no dichas me exige aceptar las que tú tampoco dices. Descubrirnos en ese espacio de verdad, nos salva de las vanas esperanzas, nos libera del resentimiento. Es ahí, en esa intemperie habitada por las palabras no dichas, donde realmente nos encontramos, y podemos amarnos, cuando no necesito que pronuncies mi nombre, ni mi historia. Con Neruda, yo también espero que me dejes que te hable también con tu silencio.