Envuelto en pañales

καὶ τοῦτο ὑμῖν σημεῖον, εὑρήσετε βρέφος ἐσπαργανωμένον καὶ κείμενον ἐν φάτνῃ. Lc 2,12

felicitacion navidad 2015

A veces creemos estar protegiendo nuestra fe de las inclemencias de un tiempo poco propicio para lo nuevo. Tener a Dios localizado es algo más antiguo que los actuales sistemas de geolocalización que llenan las memorias de nuestros teléfonos inteligentes, porque desde esa sencilla estrategia nos ilusionamos con aquella vieja aspiración de ser como Dios.

La señal que de parte del mismo Dios nos viene, para saberlo identificar, se resume en aquel «ἐσπαργανωμένον», envuelto en pañales, tan claro como directo, abofeteador de conciencias, desvelador de presencias. Dios parece jugar con nuestros sentimientos colocando ante nuestros ojos el misterio del Dios escondido. Un dios envuelto en pañales es una presencia desprotegida, herética, casi ridícula; es una broma teológica para nuestras sesudas disquisiciones sobre la naturaleza y la esencia divinas; es un absurdo vestido de futuro con olor de presente.

Pero son, precisamente, esos envueltos en pañales de todos los tiempos quienes mejor nos hablan de Dios. Nuestro esfuerzo para ver gestos de divinidad en ese débil niño del pesebre, roza los ridículos de vestirlo de encaje y ponerle aureolas doradas, hacer que sus dedos bendigan nuestro hogar o ver cruces sobre su frente. Pero no hay más que un signo, el más simple, unos pañales. Los pañales son carga de presente, no un presente cualquiera, sino uno que se abre a un futuro de esperanza, que sitúa adecuadamente a la realidad, y por esa misma razón nos enseña a descubrir ese presente de Dios en salvavidas para niños sirios o iraquíes (sí, sí, aunque ya casi no se hable de ellos siguen cruzando mundos huyendo de la guerra), en los niños esclavos de las multinacionales de la moda o del deporte (también siguen existiendo, aunque haga tiempo que nadie los recuerda, y a pesar del lavado de conciencia que Nike, Adidas y otros han hecho con nosotros), en los menores que son víctimas de abuso (no hace mucho me querían convencer de que cierto pobre sacerdote era la auténtica víctima en un caso de abuso que clama al mismo cielo).

Los envueltos en pañales no han llevado nunca las de ganar, por eso Dios no tiene más remedio que encarnarse en ellos, a pesar de lo que digan nuestros jerarcas o nuestros teólogos, protegidos aún en el palacio de Herodes y aferrados a signos que ya no dicen nada a nadie.

Salir cada día al encuentro de estos envueltos en pañales supone arriesgar mi imagen de Dios, aprender a postrarme ante ellos como auténtica presencia de Dios, supone arriesgar mi fe y mi prestigio, pero es el único modo en que «feliz Navidad» me suena realmente feliz.

¿Vocación o trabajo?

Coincide esta entrada con una huelga general en toda España, protesta ante una reforma laboral que se presenta como lucha contra el creciente paro y la crisis socio-económica que nos está ahogando poco a poco a todos, pero que es también protección para quienes contratan y sensación de desamparo para quienes siempre van a estar dependiendo de otros. Esta mañana, andando por mi barrio, me he ido fijando en los pequeños negocios que habían echado el cierre a causa de la huelga general, cuando después he comentado en la comida, con mis hermanos, que eran más de los que preveía, algunos me explicaban indignados que los dueños de pequeñas tiendas se ven obligados a cerrar para que no les destrocen sus negocios los piquetes sindicales, porque además «a ellos no les afecta la reforma, así que no necesitan hacer huelga». Bueno, no había contado todo lo que vi: la mayoría de los locales cerrados no lo han hecho por la huelga, menos aún por miedo a los piquetes, se vieron obligados a bajar por última vez el cierre hace meses, algunos incluso en esta misma semana, porque no han podido soportar más la presión económica.

Estos y tantos trabajadores, y cada vez más parados, se han convertido en protagonistas de una huelga que comenzó hace ya unos cuantos años, se ven obligados a ceder cada vez más derechos en patronos, políticos, sindicatos… para mantener una esperanza que sólo ven unos pocos desde detrás de la mesa de su despacho.

En las dos últimas semanas me han llegado dos noticias escandalosas, que hoy me rondan sin tregua. La primera es de Arcadi Oliveres, que cifra en 4.600.000.000.000 de dólares USA lo que hasta ahora han dado los gobiernos europeos a la banca, una de las responsables de esta crisis, cómplice de la situación de hundimiento de tantas familias españolas, una cantidad suficiente para acabar con el hambre en el mundo, y para mejorar las condiciones de vida de los que van cediendo derecho tras derecho, hayan parado hoy o no. Como creyente me siento indignado por esta injusticia, y por el silencio de mi Iglesia, que sigue mezclando a Dios y al César en todos sus potajes, sólo preocupada en que lo sean de vigilia y así salvemos esta cuaresma, tan empañada por esas comisiones de la HOAC que tan mal han dejado a sus diócesis.

La otra noticia es el tan traído vídeo de la Conferencia Episcopal para atraer vocaciones a sacerdotes entre los jóvenes. Alguna mente lúcida, que alguna hay en Añastro, pensó que contando tal número de jóvenes parados y sin expectativas de empleo, lo mejor era presentar el sacerdocio como empleo fijo. No niego que el video tiene más calidad gráfica que otras campañas episcopales a olvidar muy en el fondo de un baúl bien grande. Pero ese no puede ser el mensaje. En primer lugar, porque es una falta de respeto para quienes viven el drama del paro, un juego ausente de sentimientos. En segundo lugar, porque me parece una torpeza andar confundiendo vocación y trabajo a estas alturas. El sacerdocio no es un trabajo, y llamarlo así es como reírse de quienes ahora lo buscan, lo pierden o se desvelan por conservarlo, es un servicio que nace de sentirse llamado, sin horarios, sin «sueldos justos», sin pagas de antigüedad, sin jubilación… por eso le llamamos vocación, por eso se le supone el sentimiento de justicia y de misericordia, por eso no necesita de ningún uniforme para transparentar lo que vive. Convertir el sacerdocio en un trabajo no nos acerca al mundo obrero, entre otras cosas porque contamos con una «casta» sacerdotal, especialmente la que sale en los últimos años de los seminarios, que se parece más al patrón que al obrero. Y así nos va.

Dignidad

Estos dos últimos días he celebrado la Misa de Navidad en la cárcel de Changwon, un día con presos preventivos y hoy con presos de cumplimiento. La Misa la ha presidido el hermano Chanmo, trinitario y capellán católico del centro, que me pidió que hiciera la homilía, a lo que me resistí en la primera pero me dejé tentar en la segunda, evidentemente hablé en castellano, y Chanmo pacientemente fue traduciendo mis palabras. El trasfondo de esta homilía de la Misa de Navidad, que he vuelto a celebrar en la prisión ocho años después y a miles de kilómetros de la última, ha sido la dignidad.

En España he sido capellán en las prisiones de Granada y Sevilla, pero además he conocido otras muchas, incluso en Madagascar, una experiencia que me dejó marcado al encontrarme frente a frente con la indignidad e inhumanidad más atroces. Mi historia vocacional como trinitario comienza precisamente en la cárcel, la primera en Colombia, con apenas dieciocho años, muy lejos aún de lo que ahora soy, y con motivaciones que pocos se atreverían a llamar vocacionales, pero ya comenzaba Dios a tocar ciertas cuerdas; después en Herrera de la Mancha, esta vez ya en plena búsqueda. En todos esos momentos, que han marcado mi vocación trinitaria, he encontrado situaciones de dolor, de soledad, de alejamiento, de soberbia…

Tal vez por eso, cuando me disponía a hablar a los presos de Changwon, han venido a mi mente experiencias y situaciones ya vividas, porque los muros de la cárcel son todos iguales, y sus puertas, y sus rejas. Sin embargo, hoy tenía delante de mí un grupo de cien presos vestidos con uniforme azul, la cabeza rapada y zapatillas blancas, todos exactamente igual, sin distinción, con tan solo un largo número en el pecho como elemento identificador y diferenciador. Había preparado unas cuantas cosas para decir, palabras esperanzadoras sobre la Navidad, sobre lo difícil que es parar la fuerza salvadora de Dios, a la que no resisten ni las rejas de la prisión, sobre lo parecidas que son las cárceles en cualquier parte del mundo, sobre la sorpresa de la encarnación para nuestra fe. Pero, no he podido, esta vez la sorpresa me la he llevado yo. Esos cien presos, esas cien personas, perfectamente sentados frente a mi, uniformados hasta en la forma de saludar y de sentarse, me estaban diciendo con su presencia que lo han perdido todo, especialmente la libertad y la identidad, pero nadie puede arrebatarles su dignidad, y es precisamente esa dignidad la que les ayuda día a día a dejar de contar los largos años de condena y reencontrarse con la persona que hay bajo el uniforme.

Ya no podía hablarles de esa Navidad engolada y pagana que nos hace creer por un día, o por una noche, que todos somos iguales y que tenemos que recordar sonreír de vez en cuando, como si se tratase del programa de desarrollo empresarial de alguna de esas marcas que estos días se nos meten hasta en la sopa. Toda esa dignidad, que nunca he visto y sentido tan fuerte en el interior de una prisión, ni incluso fuera de ella, me sitúa en el camino del Niño Dios, que nace y muere arropado por la indignidad de unos pañales y una cruz, que desde lo más bajo se pone frente a mí para recordarme que me coloca en primer lugar, que me necesita a mí, y no a mis agobios, ni a mis programas, ni a todos los mis con los que creo estar más justamente en este mundo, me necesita a mi por entero, necesita mi dignidad, que aprende a ser cuando toco fondo desde fuera se me etiqueta con un largo número sobre mis esperanzas.

Contemplando a esos hombres que me saludan inclinándose y con su sola presencia me transmiten paz, descubro el sentido de la dignidad como vocación a la que Dios me llama, como programa de liberación, y todo mi cuerpo, no solo mi cabeza, mis sentidos también, mis ideas y mis cálculos, se inclinan profundamente ante esos presos de Changwon y sólo acierta a decir, gamsa-hamnida, gracias por vuestra dignidad.