#InspiradoresDeEncuentros

La pasada semana se celebró, un año después, el XVI Congreso de Escuelas Católicas, con el sugerente lema de Inspiradores de Encuentros. Ha sido una experiencia apasionante, tanto por los ponentes como por la posibilidad de reencontrarnos. Comparto aquí algunas ideas de la presentación que hice del Congreso.

Las posibilidades de encuentro se han reducido en los dos últimos años al espacio virtual y a momentos puntuales. Necesitamos encontrarnos, incluso cuando la soledad parece una opción más deseable, en espacios de intimidad y en la plaza pública de la vida compartida con otros. El encuentro no es solo algo cultural, no puede quedarse en una medida antropológica, es más bien un situarse ante el otro y ante uno mismo. El encuentro nos salva de la tentación solipsista, nos incorpora al camino que transitamos con otros, senderos que vienen y van a diferentes lugares pero que pisan la misma tierra y comparten los mismos anhelos.

Dedicar un Congreso de la escuela de ideario católico al encuentro es apostar por uno de los elementos esenciales de la misión educativa. La escuela es lugar privilegiado para inspirar encuentros, los educadores estamos llamados a ser, en nuestra hermosa labor, inspiradores de encuentros. Fuera de la familia, el primer lugar del encuentro es la escuela. Al espacio de relaciones afectivas y de cuidado que es la familia, sucede muy pronto la escuela, primer lugar del encuentro, donde las palabras adquieren una nueva resonancia y las relaciones nos abren al entorno y a la caricia de la amistad. En la escuela nos encontramos con nuevos aprendizajes, a través de la enseñanza de determinadas materias, nos encontramos con nuevas interpretaciones de la realidad, descubrimos e incorporamos valores y comportamientos que transformarán el resto de encuentros que nos esperan en la vida. La escuela da comienzo a los primeros contactos sociales, fuera de la familia, con aquellos que se convertirán en nuestros conocidos, en nuestros amigos.

Inspirar encuentros no es una tarea menor, por eso mismo requiere de todos los que formamos parte de la aldea de la educación. Se nos requiere para el reconocimiento, para una memoria de la mística del encuentro, que abra caminos sinodales y de equidad, que alimenten nuestro deseo de compromiso, de cuidado y de Evangelio. Nos inspira el papa Francisco, que nos invita a crecer en la cultura del encuentro, a salir de nuestros invernaderos para descubrir que la identidad no se cultiva en la autorreferencialidad sino en el encuentro con el entorno y con los otros, en diálogo con aquellos junto a quienes debemos caminar como amigos en la busca de un bien común, en un pacto que mejore las relaciones. Ni el pacto ni el diálogo necesitan de pregoneros y juglares que los canten como emblema, deben ser reales y constructivos, implicados todos en la escucha mutua y en la participación para la mejora de nuestras relaciones y de nuestro sistema educativo.

La historia está llena de encuentros inspiradores, también el Evangelio. Homero acaba la Odisea con uno de los más bellos. Cuando Odiseo, Ulises, regresa a Ítaca, tras veinte años de encuentros y desencuentros por el Mediterráneo, contó con la ayuda de Euriclea, la nodriza de Telémaco. Ella ejerció de inspiradora del reencuentro entre Ulises y Penélope, del lento y complejo reconocimiento entre ambos después de la larga ausencia. Penélope tiene miedo, no sabe cómo actuar cuando tenga delante a Ulises, duda entre besarle la cabeza o tomarle de la mano. Cuando llega el reencuentro se suceden miradas, titubeos, incertidumbres, hasta que las señales del cuerpo y de las cosas ayudan a recobrar, desde la memoria, la presencia perdida. Finalmente, Penélope y Ulises se abrazan. El abrazo, ἀγαπάζω (ágape) escribe Homero, se convierte en signo de proximidad y reconocimiento que facilita el reencuentro.

Años de ausencia, espera inacabable que encuentra la mirada del otro, el gozo del reencuentro y el reconocimiento. Como Penélope y Ulises, también nosotros nos encontramos. Primero, con la mirada, después con los abrazos. Ver y tocar, principio de posibilidad, de encuentro en el otro, inspirados siempre por quien nos quiere y acompaña. Ha llegado el tiempo de mirarnos, de abrazarnos, de encontrarnos. Llamados a nuestra Ítaca particular, sin sucumbir a la voz y los hechizos de las sirenas, para reencontrarnos con quien nos esperaba. Que no tengamos que arrepentirnos, como le pasó a Penélope, de los abrazos rehuidos, porque nuestra es la tarea de inspirar encuentros.

¿Aportar valor o sentido?

Hace unos días asistí a un acto en el que, sobre todo, se habló de la tarea evangelizadora de la escuela católica. Una de las intervenciones me dejó inquieto, defendía con pasión el valor añadido que para un colegio aportaba su ideario católico, reclamaba cuidar los elementos propios de ese ideario, de modo que la propuesta educativa se envuelva de calidad y excelencia como expresión de la tarea evangelizadora. Quienes me conocen bien ya estarán intuyendo que desde ese momento no paré tranquilo en mi asiento. Como estaba entre el público, y no había oportunidad de preguntas ni debate, allí mismo comencé a escribir mi reflexión.

¿Cuál es el objeto de nuestra misión educativa, aportar valor o sentido? Tanto en la escuela como en otros ámbitos de la actividad evangelizadora de la Iglesia, nos hemos sumado con más entusiasmo que discernimiento a la búsqueda del valor de nuestras acciones. En ocasiones, esta aportación de valor se ha originado como línea de defensa ante las acusaciones externas o internas, una justificación que nace tanto de la inseguridad como del acomplejamiento, y que quiere presentar nuestra propuesta desde la autoridad de la excelencia y la calidad. Nuestras instituciones eclesiales han optado históricamente por seguir ofreciendo espacios educativos, caritativos y solidarios evangelizadores, pero sosteniendo esta opción en el valor que supuestamente añade el Evangelio, y desde ahí se justifican decisiones, programaciones y modelos pedagógicos.

Enredados en esta búsqueda del valor añadido que nos diferencie del resto solemos confundir la misión con los medios, evangelización con calidad, acompañamiento con procesos. Convertidos en aprendices de McLuhan, acabamos haciendo del medio el mensaje, y despojamos a la misión de su esencia, adornándola de palabras rimbombantes, tecnología punta y estética minimalista, pero sin lograr desprendernos de nuestra más clásica contradicción pastoral: vender unos valores institucionales que cada vez se identifican menos con lo que mostramos en la práctica con nuestras acciones.

Cuando nos obsesionamos con aportar un valor referencial también nos enredamos con el control, necesitamos resguardar lo que valoramos como imprescindible, porque de ese modo categorizamos mejor las ideas y, maniqueamente, colocamos a cada uno en su sitio. El control busca alcanzar, especialmente, a los contenidos de la propuesta evangelizadora, nada debe salirse de las definiciones que garanticen el valor, el esfuerzo debe centrarse en los elementos diferenciales y no tanto en los integradores. Aparecen entonces las expresiones anticreativas que protegen la inversión realizada, esto es lo que nos define, siempre se ha hecho así, no conviene confundir,…

Nuestra misión, sin embargo, tiene mucho más que ver con un sentido que con un valor. Aquella perla escondida de gran valor, de la que nos habla la parábola del Evangelio, no contiene su valía en lo diferencial sino en el sentido que invita a dejar los apegos y venderlo todo. Solo una pastoral que se construye desde la trascendencia busca la aportación de sentido, fundamenta su estética en el porqué de su propuesta más que la materialidad de los medios, se distancia del control, de la excelencia, de los números, de la institucionalización impuesta.

Aportar sentido supone situar a la persona en el centro, como nos propone insistentemente el papa Francisco, confrontarnos con la realidad y reconocernos parte de ella, antes incluso de pensar en evangelizarla. Resituando tanto a la persona como a la realidad nos ayuda a aceptarlas como don De Dios y nombrarlas, aceptando su autonomía frente a nuestro intervencionismo. Esta es la base de un humanismo integrador y no invasivo, de sentido de la existencia, que acoge e integra la diferencia, en lugar de emplearla como excusa de significatividad.

Una propuesta de pastoral de sentido tiene dos efectos inmediatos: el descentramiento y la desidentificación. Si colocamos a la persona en el centro, y en ella a Cristo, evidentemente, nuestras buenas propuestas y acciones dejan de ocupar el centro, no será ya tan importante buscar referencias que nos identifiquen como abrirnos a una pastoral de relaciones que irradie y promueva la pluralidad, acoja el diálogo y el encuentro, desde una circularidad trinitaria que integra a todos en su misterio. De ahí la necesidad de desidentificación, el paso a una pastoral que no nos obligue a vivir tan ligados a definiciones de autenticidad y de identidad que acabamos promoviendo seguridades en lugar de Evangelio.

La realidad que evangelizamos nos pide aportar sentido, no se entiende una pastoral eclesial que genere espacios de conclusión en lugar de espacios abiertos al encuentro. Es una tarea para la que necesitamos una disposición de las relaciones, sin poner límites en el empeño, que nos pide salir de los búnkeres de seguridad pastoral e institucional, que nos proyecta a la trascendencia.

Educadores trinitarios (2)

En la anterior entrada repasamos las figuras trinitarias más relevantes de la historia de la Orden en lo que hoy llamamos «enseñanzas superiores». Tras la publicación me han llegado mensajes informándome de otros trinitarios que también fueron profesores, tanto en universidades españolas como europeas, más de los que reseñé. Quedó dicho que la lista no era exhaustiva, que tan solo presentaba los más llamativos, al menos para mí, y que la muestra bien valía el acuerdo de que los más de ochocientos años de la Orden Trinitaria no solo han dado a la Iglesia y a la humanidad buenos redentores de cautivos, sino también buenos educadores, teólogos, filósofos y humanistas. En cualquier caso, es de justicia incorporar algunos nombres más a los ya dichos, esta vez del último cuarto del siglo XX y del presente siglo XXI.

Comenzando de nuevo por Salamanca, esta vez por la Universidad Pontificia, hay que destacar en ese último cuarto del pasado siglo a los trinitarios José María Arbizu, en filosofía, José Luis Aurrekoetxea, en Sagrada Escritura, y Nereo Silanes, en Trinidad; y pasando ya a nuestro siglo José María de Miguel, en Sagrada Liturgia y que se ha jubilado siendo vicedecano de la Facultad de Teología, y Juan Pablo García Maestro, en Teología Fundamental y Teología Pastoral, profesor también del Instituto Superior de Pastoral de Madrid. Todos ellos han dejado una profunda huella trinitaria en sus investigaciones académicas y escritos, fruto de ello es el Simposio de Teología Trinitaria que desde hace años acoge la Universidad y promueve la Orden.

En la Facultad de Teología de Granada destacamos a dos trinitarios, Javier Carnerero e Ignacio Rojas, el primero profesor de Derecho Canónico hasta 2008 y desde entonces Procurador y Postulador General de la Orden y oficial de la Secretaría de Estado del Vaticano; el segundo, profesor de Sagrada Escritura y actual vicedecano de la Facultad, con varias obras publicadas y uno de los mejores conocedores en lengua española de San Pablo y de los escritos joánicos. Fuera de España destaco al trinitario italiano Giulio Cipollone, profesor emérito de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Università Gregoriana de Roma, gran especialista en historia medieval.

Saldada la deuda pendiente, avanzo en esta segunda entrega. Que hubiera trinitarios profesores en centros universitarios no ha dado nunca a la Orden un reconocimiento como institución educativa, ni siquiera dentro de ella misma, donde en diversos períodos se ha tenido que justificar con no pocos argumentos la bondad de esta actividad y su complementación con la misión redentora. Comparando la Orden Trinitaria con otras contemporáneas, el número de religiosos dedicados a estas tareas académicas e investigadoras es muy pequeño, aún contando con los que en los pasados días me han sugerido para completar este particular claustro de educadores trinitarios.

Sin embargo, la educación como tarea, y no solo como oportunidad, ha formado parte de la otra actividad propia de la Orden, la de misericordia, que junto a la redención de cautivos, y de forma mucho más sencilla y cercana, ha buscado enseñar al que no sabe para aportar la dignidad y la libertad que tantas veces son arrebatadas por las injusticias, las ideologías o las esclavitudes nuevas y antiguas. No hay demasiada constancia de esta educación trinitaria sencilla hasta comienzos del siglo XIX, menos aún de los educadores, pero encontramos pequeños indicios que, como migajas dejadas intencionalmente, nos van llevando y convenciendo de que el compromiso por la educación no ha sido anecdótico en esta Orden redentora.

En algunas de las casas trinitarias, desde los primeros tiempos de la fundación de la Orden, se daban clases para los niños y jóvenes que aspiraban a ser trinitarios, orientadas a las disciplinas eclesiásticas, si bien es verdad que en aquellos tiempos la mayor parte de la formación académica era de este tipo, son los llamados colegios menores, y entre los más famosos se cuentan el de Salamanca, el de Alcalá de Henares, el de Valencia y el de Coimbra. Hay ejemplos de casas en las que se admitía a estudiantes externos, que de ese modo accedían a un futuro lleno de posibilidades. Uno de esos estudiantes fue San José de Calasanz, que de los 11 a los 14 años fue alumno de los trinitarios de Estadilla, en Huesca (de 1568 a 1571), donde estudió gramática, retórica y poética.

Unida esta misericordia a la actividad redentora, encontramos numerosos ejemplos de improvisadas escuelas promovidas por los trinitarios en las mazmorras de Argel, Orán, Fez o Mequínez, en las que no solo a los niños cautivos sino también a la mayor parte de los adultos, generalmente analfabetos, se daban clases elementales de gramática para que pudieran liberarse de su situación de otro modo.

En los últimos años del siglo XVIII y hasta la desamortización y exclaustración de 1835, coincidiendo con el fin de las grandes redenciones de la Orden, aparecen escuelas en casas trinitarias de pequeñas poblaciones, no ya asociadas a los colegios menores, destinadas a niños y jóvenes pobres y de pocos recursos. Resaltamos algunas más significativas, por la cantidad de vestigios documentales: Alcázar de San Juan y Socuéllamos, Baeza y Úbeda (en ambos casos se las llama escuelas caritativas de primera enseñanza), Calatayud (Escuela gratuita de primeras letras), Lliria y Murcia (Escuela para niños pobres, que en 1816 contaban cada una de ellas con más de 150 alumnos) o Zamora (Escuela de primeras letras, con cerca de 100 alumnos al comenzar el siglo XIX). El trinitario fr. Gregorio de San Francisco, encargado de la escuela de Alcázar de San Juan, escribió en 1790 al rey Carlos IV pidiendo ayuda y exponiendo que «tenemos un aula donde se instruye a los niños y mozos de la villa y del priorato, sin renta ni salario alguno». El Rey envió una limosna de 25 fanegas de trigo y posteriormente el Infante don Carlos María de Borbón (que fue primer pretendiente carlista al trono) otra limosna de 320 reales.

Siendo escuelas trinitarias suponemos en ellas un estilo de sencillez y cercanía propios de la Orden, pero sobre todo ello un sentido de misericordia, abiertas no para las élites ni la creciente burguesía de la época, sino para los más necesitados de letras redentoras. Es triste y lamentable que, doscientos años después, la escuela cristiana, nacida para ser signo de evangelio y de justicia social, tenga que soportar acusaciones de escuela elitista y menosprecios, simplemente por la simple ideología de mentes simples.