Resucitar no es revivir

No siempre nos damos cuenta, pero solemos usar resucitar cuando en realidad queremos expresar revivir. Resucitar tiene que ver con una revolución personal y relacional, un cambio de ciclo que nos afecta globalmente, descoloca los andamiajes de nuestra vida y nos resitúa frente a las convicciones y los planes preestablecidos. Revivir, sin embargo, es una vuelta a la vida, una revuelta puntual que nos devuelve a la misma vida que teníamos, por un tiempo limitado y con fecha de caducidad.

Hay una famosa anécdota de la historia que puede ayudar a comprenderlo. La noche del 14 de julio de 1789, el duque de La Rochefoucauld-Liancourt, que llevaba días avisando al rey Luis XVI de la compleja situación en París, fue quien informó al monarca de que había sido tomada la Bastilla, liberados algunos prisioneros y desertado las tropas reales a consecuencia de los disturbios. «¿Es una revuelta?», preguntó el Rey. «No, sire, es una revolución», respondió el duque con fama de humanista. La Rochefoucauld intenta hacer ver a Luis XVI, sin mucho éxito, que este cambio no se puede detener, sobre todo porque el pueblo ha comprendido que puede ser protagonista de su propia historia. Así es la fuerza de la resurrección.

Nos ocurre, aún más a los cristianos, que pretendemos ralentizar esos cambios transcendentales mediante concesiones de última hora, esquivando una auténtica relación con el entorno, manteniendo un control artificial sobre lo inevitable. Queremos salir de la muerte, de cualquier tipo de muerte, para regresar a la misma vida de antes, porque de otro modo nos sentimos perdidos y huérfanos. No resucitamos, huimos del compromiso que conlleva aceptar las transformaciones y escuchar lo que nos rodea. Hay una incorporeidad en nuestra nueva condición que nos pide una entrega más allá de la mera apariencia, en realidad es esa incorporeidad lo que más nos incomoda, acostumbrados como estamos a cosificarlo todo, a resolver los grandes problemas con pequeñas revueltas, a sofocar los disturbios de nuestro entendimiento con soluciones temporales y demasiado corpóreas.

Resucitar no es revivir. Lo que celebramos en este tiempo de Pascua es nuestra capacidad de vivir con las heridas acumuladas por nuestras batallas, por eso no la resurrección se prueba metiendo los dedos en las llagas abiertas, que siguen presentes, que denuncian por sí mismas las caídas y clavos y lanzas que las provocaron. No es revivir, porque no hay borrón y cuenta nueva, esa forma de autoengañarnos que borra la memoria de los fracasos, no hay nuevas vidas que consumir, como clones de lo que se quedó a medias, en el videojuego existencial en que nos aventuramos. Al revivir colocamos un paréntesis a la muerte, buscando que nada haya pasado, que nada quede de esa experiencia de soledad y dolor. Por eso, solo resucitamos cuando asumimos nuestro compromiso con las heridas, cuando en lugar de paréntesis aprendemos a integrar, cuando nos hacemos parte del cambio que queremos ver en el mundo, cuando no rechazamos lo que fuimos, sino que lo asumimos como aprendizaje de sentido. Solo así resucitamos.

Reciprocidad

Desde niños nos han enseñado el juego del intercambio, que más allá de lo material nos introduce en el arte de saber dar y recibir también los sentimientos, los buenos deseos, la presencia, la escucha, el amor. Aprendemos a vivir en este intercambio desde la generosidad y el respeto mutuos, ensancha el alma porque cuando compartimos nos hacemos más grandes, porque descubrimos la alegría del dar, de no guardarnos nada para nosotros mismos. Este es un buen cimiento para una sociedad que crece sin dejar a nadie atrás.

Pero bien sabemos, también, que el altruismo contiene una parte de recepción. Adela Cortina habla del homo reciprocans, somos parte de una sociedad que vive sobre la base del ser reciprocante, estamos dispuestos a dar porque vamos a recibir, a veces incluso más de lo que damos. La paz interior viene cuando comprendemos que no siempre recibiremos de los mismos a quienes damos, pero sí de otros. La reciprocidad de nuestras buenas acciones son el núcleo de nuestras sociedades contractuales. Nuestro ser reciprocante nos constituye, hasta el punto de lanzarnos a sembrar árboles que solo darán sombra a otros que vendrán mucho tiempo después de nosotros y de nuestro bello gesto.

No todos llevan bien esta dilación emocional, existencial y trascendental. Prefieren una reciprocidad visible e inmediata, aunque se construya sobre el conflicto, con tal de ver y tocar los frutos de sus acciones. Se provocan entonces actitudes que podríamos llamar de egoísmo racional, incluso de altruismo racional, sopesando pros y contras, impacientados por los resultados y priorizando respuestas inmediatistas para donaciones que requieren el reposo del tiempo y de la madurez de las emociones.

¿Por qué damos? ¿Por qué nos damos? Son respuestas difíciles de encontrar. Cuando la reciprocidad no es inmediata, por ejemplo, cuando damos a aquellos que aparentan no tener nada que dar a cambio, los pobres o los enfermos, los lejanos o los desconocidos, hay muchos que se amparan en promesas religiosas que realmente poco tienen que ver con la trascendencia de la donación. Otros, sostenidos también por la fe, se dan sin fijarse en las promesas, solo por la esperanza de construir juntos un mundo mejor, de plantar árboles frondosos para el mañana. Estos son los imprescindibles, porque no generarán excluidos en su camino de entrega, porque no dejan lugar al mero juego del intercambio, porque han aprendido que la reciprocidad no es racional.

Gracias, sigo adelante

Hoy toca compartir algo muy personal. Necesito agradecer, tomar conciencia del tiempo pasado, desde este presente que se me hace grande y me trasciende, resistiéndome a mirar el mañana para evitar que se convierta en sustituto de la tierra que me toca pisar y recorrer. Un 11 de octubre de hace 25 años recibía la ordenación presbiteral, y aunque evito vivir de los recuerdos, doy gracias por todos los que me han traído hasta aquí, por cada crisis, por cada levantada, por las heridas visibles y por las invisibles, por los encuentros y las despedidas.

Vivo este día con la claridad de una mirada que se ha ido haciendo poco a poco a aceptar los retos y escalar alturas. No me asusto fácilmente, quien me conoce lo sabe, pero tampoco vivo en la fantasía del todo saldrá bien. Junto a mis logros cuento también mis derrotas, y no me quedo a vivir en ellas, por eso solo forman parte de mi biografía pero no de mi presente. Todo lo celebrado, todo lo encontrado, todo lo perdonado es parte de lo que soy; cada mañana afronto un camino sin retorno, sin que los nubarrones o el sol decidan por mí, convencido de ser yo quien construye este día, no como experiencia sino como existencia.

Desde aquella mañana, de hace veinticinco años, me persigue el olor del crisma perfumado que el obispo ungió sobre mis manos. Mi vivir se ha ido impregnando de ese olor, tantas veces sin apenas darme cuenta, otras muy consciente de que mis manos son lo más importante del ministerio recibido, curan, acarician, acogen, perdonan, agradecen. Miré y olí mis manos compulsivamente, no me canso de hacerlo.

Cada vez que mis periferias se han llenado de impotencia y de silencio, en los oscuros vacíos, he llevado las palmas de mis manos a la nariz, he aspirado fuerte, para formar un puente entre la gracia y la realidad, para recordar que el dulce crisma que las consagró también consagra la vida que tocan. A cada ocasión en que mis emociones se han perdido en el dédalo de los imposibles, pidiendo tiempo muerto para volver a los abrazos extraviados, he posado las manos ungidas sobre mi cabeza y mi corazón, para bendecir de nuevo los espacios, para abrazar los retos, con mirada creativa que siempre encuentra una salida en el laberinto. Cada vez que la brújula dislocada de la razón me ha invitado a seguir caminos vividos por otros, para no cansarme ni perderme, he extendido mis manos, con las palmas vueltas hacia abajo, para bendecir el camino que piso, para seguir creyendo que son las sendas no trilladas y las palabras nuevas las preferidas por Dios, que no deben asustarme.

Me siento mejor siendo simplemente alguien que pasa. No soy de los que pisan otras huellas o me quedo a vivir en cómodos sillones, prefiero equivocarme y aprender de errores y aciertos, sentir crecer la esperanza a mi alrededor, leer la vida, olfatear la adrenalina del ser. Creo, he creído y seguiré creyendo, que mi vocación ni fue ni es una opción, más bien un descubrimiento. Por eso busco, me adentro en los recovecos que me revelan la necesidad de darme, no reservo nada al pesimismo.

Ser, es lo que me ocupa ahora. No dejarme arrastrar por principios o apegos que me contradicen, incluidas las vivencias maravillosas que he vivido. Quiero ser, en los encuentros, las gracias, las palabras, los reveses, los misterios, los laberintos, en todo cuanto me habita. Y también con quienes en estos veinticinco años habéis indagado conmigo toda esa belleza del ser. Caminando a vuestro lado sigo descubriendo esta preciosa vocación con la que Dios unge mis manos. Caminando a vuestro lado, soy.