Aunque en algunos momentos y ante algunas circunstancias perdamos la fe en el ser humano, lo cierto es que vivimos rodeados de maravillosos gestos de donación personal. Es cierto que solemos crecernos solidariamente ante las adversidades, y esas situaciones que nos descolocan existencialmente sacan lo mejor de nosotros mismos y nos ayudan a descubrir la bondad, en medio de la miseria que parece apoderarse de nuestras relaciones. No consiste en ese difícil arte de ver el vaso medio lleno o medio vacío, las percepciones son siempre traicioneras, porque manejan nuestro juicio al antojo de nuestras emociones.
Desde que el filósofo positivista Comte definiera a mediados del siglo XIX el altruismo, aceptando que los únicos actos éticamente aceptables son los que buscan promover la felicidad de otras personas, son muchos los que han querido comprender aquello que nos mueve a perder el propio interés por el bien superior. La tesis de Comte, sin entrar en el debate sobre si es un exceso ético considerar estos actos como los únicos moralmente aceptables, generó dos tipos de posiciones, la de quienes se mantuvieron desde el positivismo en la búsqueda e identificación de las actuaciones altruistas puras, y la del existencialismo, que sin negar la donación defiende que el altruismo puro no existe ya que, incluso aquel que se da por entero por el bien de los demás, busca una mejora del mundo y de las relaciones que, en definitiva, también le benefician personalmente, en lo que podríamos llamar un altruismo egoísta.
Quererse a uno mismo, cuidarse, conocerse, construir buenos principios personales, es un necesario comienzo para poder querer y cuidar a los otros. Pero ya sabemos lo difícil que es salir de ahí. Del subjetivismo de Kierkegaard, cuando defiende que lo personal es lo real, se extraen conclusiones que solo aumentan el presente hiperindividualismo, adornado con una idea de solidaridad que se estremece ante el sufrimiento de otras personas. Somos capaces de defender el cuidado de la naturaleza, incluso de ayudar económicamente o dar parte de nuestro tiempo, pero volvemos después al reducto de realidad de sí mismo, como único espacio de integración y salvación.
Ser para los demás parece quedar para unos pocos. El regalo del propio tiempo, la donación de las debilidades y de las seguridades personales, la negación de los invernaderos de sentido para afirmar que la única realidad posible es la compartida, y la única vida que merece la pena vivir es la que se expande hacia los otros, no siempre son comprendidos como fortaleza de la inteligencia. Si confundimos la donación con la solidaridad no saldremos de la órbita que nos devuelve a nosotros mismos, tras pasar un tiempo compartiendo otras realidades pero regresando a los refugios en los que descansamos de la erosión provocada por nuestra entrega.
Pero es este desgaste el que nos reconcilia con la condición humana, negarnos al hombre lobo para el hombre de Hobbes, para comprometernos en los pequeños actos de donación personal que se convierten en principios éticos y nos salvan de la salvaje destrucción. Arquímedes pidió un punto de apoyo para mover el mundo, otros han pedido personas buenas y honestas para cambiarlo, pero ni el movimiento ni el cambio se producirán por la simple motivación. La donación de uno mismo comienza en el momento en que dejamos de sentirnos amenazados por la presencia del otro, se expande cuando arriesgamos a cambiar nuestro punto de equilibrio, desplazándolo al bien y la felicidad ajenos, se perfecciona al alcanzar un punto de no retorno en el que dejamos de buscar las propias metas y apreciamos la vida en sí, sin posesivos, en su amplitud de sentido.
La poeta Sylvia Plath pide con estos versos desesperados el aprendizaje para salir de sí misma:
Que me haga fuerte, con la fortaleza del sueño reparador,
la fortaleza de la inteligencia, el hueso y el músculo;
que aprenda, gracias a esta desesperación,
a salir de mí: a saber dónde y a quién dar.
Plath nos da una pista imprescindible para esta donación de uno mismo, saber dónde y a quién dar. Es una invitación a encontrar ese momento único en el que dejar el propio centro, a abandonar la órbita de nuestras limitadas ayudas y habitar el espacio común que salva de las rutinas y los personalismos. Una llamada a descentrarse, para mirar con perspectiva el mundo y su complejidad. La donación de uno mismo se realiza siempre y donde hay amor, encuentro, perdón, amabilidad y acogida del don del otro, por tanto tiene una dimensión universal, no restrictiva. Que nadie tenga dudas de que este es el camino más corto para ser perseguido y condenado, porque nadie, ni religiones, ni organizaciones sociales, ni cualquier otro tipo de grupo toleran por mucho tiempo a quienes se entregan a esta donación ilimitada. No lo pueden hacer, porque pronto descubren que esa donación de sí mismos les hace profundamente libres. Y nada hay más peligroso que la libertad.
