Hay dos conocidas frases que me vienen a la cabeza cuando empiezo a escribir esta entrada. La primera, de Emiliano Zapata, una de las figuras de la Revolución mexicana, Mejor morir de pie que vivir toda una vida arrodillado; la otra, de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, Más quiero la muerte dando dos pasos adelante, que vivir cien años dando uno solo hacia atrás. Dejando a un lado el sentido dramático de ambas, resumen aquellos valores que han inspirado una parte esencial de la condición humana, aquella que huye del derrotismo y de la resignación, la que mira de frente las dificultades y se adentra en los laberintos del crecimiento personal.
Nuestra vida, sin embargo, es más parecida a lo que intuía Lenin, para quien el proceso revolucionario tiene que asumir que habrá reveses y fracasos, y por tanto deberá encontrar nuevos caminos, incluso variando la dirección o la velocidad de las revoluciones, hay que aprender a dar algún paso atrás. Lenin propone estas ideas en su ensayo titulado, precisamente, Un paso adelante, dos pasos atrás. Algo así es nuestro deambular por la vida y por las decisiones. Avanzamos y retrocedemos, nos alegramos con las conquistas, y también aceptamos refugio en los retrocesos, aunque cueste; nos acomodamos a una vida arrodillados con la mirada puesta en encontrar el momento de ponernos nuevamente en pie. La muerte de quienes se niegan a vivir de rodillas o a pervivir un siglo dando un paso atrás, es una opción para los héroes, a quienes se levantarán bellos monumentos, pero cuya gesta, para la mayoría, no será más que una inspiración para sobrevivir más allá de los fracasos.
Obsesionados con las grandes hazañas, emprendemos caminos en los que quedan prohibidos los pasos atrás, nos proponemos subir montañas quemando los campamentos base, sin vuelta a atrás, buscando proezas y milagros para andar sobre las aguas y elevar el vuelo más alto que quienes nos precedieron. Pero el verdadero milagro es caminar por la tierra, aprender a amar los tropiezos y ponerse en pie tras cada uno de ellos. La heroicidad que muchos necesitan de nosotros consiste, sobre todo, en evitar la resistencia íntima a crear horizontes de encuentro, en acoger cada paso como una oportunidad, sin importar en qué dirección lo demos. A veces, los otros nos buscarán a su misma altura, y para ello tendremos que aprender también a arrodillarnos; en otras ocasiones, necesitarán que nos elevemos, y adoptemos un nuevo punto de vista que abra nuevas perspectivas y capacite para creer, y para crear.
Todo esto no evita la sensación de que pasamos más tiempo de nuestra vida arrodillados que en pie. Zapata no solo buscaba tallar héroes, él sabía que el verdadero enemigo es la acomodación, convencerse de que hay alturas imposibles de alcanzar, bajar el listón y creer haber conseguido los objetivos, renunciar a las grandes empresas con la excusa de que la talla dada será imposible de mantenerla en el tiempo. Algunos optan por ponerse rodilleras, para afrontar una realidad que se impone por encima de sus deseos, también los hay que desgarran sus pantalones para demostrar que no hay herida suficiente para su capacidad de resistencia. La poeta estadounidense Emily Dickinson nos sugiere otro camino, y nos recuerda que ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos de pie.