Palabras y silencio

He escrito en anteriores post sobre el silencio, sobre cómo mejoran las palabras, sobre su necesidad para una vida de sentido. Es un tema que me ronda constantemente, sobre todo porque, como todos, tengo que vivir en un mundo de palabras, no siempre entreveradas de síntesis.

Aún me impresiona la soberbia película de Phillip Gröning, El gran silencio. La he visto varias veces, sé que no es fácil, muchos me dicen que sus casi tres horas de imágenes y sonidos ambientales no consiguen acallar su palabrería interna. Es un signo de que no toleramos fácilmente los silencios, porque su elocuencia nos cuestiona, nos sitúa ante el devenir de nuestra propia existencia, porque nos han enseñado a expresarnos, escuchar, opinar, modelar,… siempre con palabras y a través de palabras. Mis escenas favoritas de la película, por cierto, son esas entrevistas con los monjes cartujos en las que están en silencio ante la cámara, casi se puede ver su alma.

Retomo, tras este breve descanso de agosto, mis post semanales. Querría que en ellos se entreveren mis palabras con mis silencios, que los espacios en blanco entre cada una de ellas, símbolos de mi pensamiento mientras escribo, inspiren encuentros y nuevas palabras en todos los que cada semana me leéis. Cada septiembre que comienzo de nuevo siento la responsabilidad de mis pensamientos puestos en palabras, a los que despierto y a través de los cuales muchos me acabáis compartiendo vuestro propio despertar. Es por eso que deseo poner más silencios, que mi alma desnudada semanalmente embellezca otras búsquedas, sin aprisionar significados.

A raíz de La celda cerrada, la magnífica última novela de Carmen Guaita, he releído los diarios de Etty Hillesum. En su entrada de junio de 1942, Etty, que busca estímulos para ser escritora y expresar al mundo su alma, dice: Solo quiero escribir palabras que se intercalen orgánicamente dentro de un gran silencio y no palabras que solo sirvan para superar y perturbar el silencio. En realidad las palabras deben acentuar el silencio.

Palabras intercaladas orgánicamente entre el silencio, palabras que no confundan el sonido de la vida, palabras que conduzcan al alma, al sentido. En ello estoy.

Atraer el mañana

Hace poco comenzamos un nuevo Adviento, que siempre nos abre un espacio para la esperanza, con mucho de transformación, aunque también de ensoñación. Hacemos de la esperanza un sueño cuando la necesitamos para preparar el mañana, pero desde la resistencia para abandonar o transformar el hoy que vivimos. Es una esperanza cargada de alienación, que nos embauca con luces futuras, nos anestesia para las llamadas de atención que el presente, y quienes lo representan, nos lanzan continuamente. Vivir la esperanza como una ampliación del presente hacia el futuro, solo consigue cerrar nuestros oídos y nuestro corazón al clamor de la tierra y de los que en ella sufren. Nos conformamos, entonces, con bonitos discursos que nos distraen del arte de vivir, resignados a un presente que aspira a más pero sabe que no lo conseguirá.

La esperanza del Adviento actúa justo al contrario. Es el futuro que vislumbramos el que nos permite comprender mejor el presente y, por tanto, estamos mejor preparados para transformarlo, no con ensoñaciones sino con compromiso. Es la esperanza de la resurrección, que poco tiene que ver con la espera pasiva de un más allá, sino con la lectura del tiempo presente a la luz de la vida abundante que se nos promete. Dice Adorno, en su Dialéctica negativa, que El gesto de la esperanza es el de no retener nada a lo que el sujeto quiere atenerse. Es la invitación a una esperanza que no retiene este presente en un futuro sin entidad, sino que atrae el mañana para salvar e iluminar todos los infiernos que nos habitan.

Entender lo que vivimos desde la promesa nos permite una esperanza verdadera para los vencidos de la historia, mirar y escuchar a quienes no son tenidos en cuenta para escribir el futuro, ni siquiera su propio futuro. Al atraer un mañana lleno de palabras transformadoras nos resistimos a retener un presente condicionante y con vocación de eternidad. Nos vence el miedo cuando abrazamos una esperanza que solo sabe ampliar este hoy incompleto, que no ve ni conoce otro futuro que el construido sobre nuestras seguridades actuales.

Debemos ser capaces de responder a las grandes cuestiones de la vida, pero sobre todo debemos aprender a hacerlo junto a otros que también se preguntan, atrayendo juntos un futuro que sea esperanza para cada uno de nuestros presentes. Se atribuye a Martin Luther King el motivador pensamiento, si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol. Así es la esperanza, no traslada al futuro la angustia del presente, más bien siembra futuro en el presente. Atrae el mañana.

El arte como salvación

Hace un año tomé nota de una historia que Carlos del Amor llevó a las noticias de TVE con motivo del día mundial de los museos, y que merece la pena rescatar: Cuando hacía el reportaje, se encontró con una señora de 92 años que veía por primera vez el cuadro de Las Meninas en el Museo del Prado. Carlos del Amor se cruzó en su camino, y como suele hacer, con su calidez y cercanía, la convirtió en el centro de la noticia. El reportaje termina afirmando que el arte, la cultura, es tan necesaria como el aire que respiramos.

Cada camino escogido nos lleva a encuentros inesperados, es así como se configuran las culturas, a partir de la capacidad significativa de los símbolos y del universo de encuentros que generan. Cuando entro en un museo por primera vez me gusta deambular, dejarme llevar por esos caminos de descubrimiento, en el que me invaden las sorpresas y el asombro, a veces por grandes y maravillosas obras de arte, otras por escondidas y pequeñas obras que parecían esperarme desde hacía tiempo, cada vez más cómplice con el arte abstracto que con el figurativo. Si tengo la oportunidad de regresar al museo, sus caminos interiores devuelven a esos espacios de sentido, que han aguardado pacientemente mi regreso, que han alimentado mis sueños, que equilibran todas las heridas y caídas acumuladas hasta entonces.

Y ya que he comenzado con el Prado, esos caminos me llevan a tres obras que me salvan constantemente. El descendimiento de Cristo, de Roger van der Weyden; la Anunciación, de fra Angelico; y un pequeño bodegón de Juan Sánchez Cotán. Es solo después de estas visitas cuando dejo que mis pasos me conduzcan a otros encuentros inesperados. ¿Por qué esos tres cuadros? Cada uno de ellos ha marcado un momento decisivo de mi vida, fueron encuentros inesperados cuando andaba en busca de respuestas, y me salvaron, de un modo u otro lo hicieron, complejo de explicar, porque hay experiencias que se corrompen con las explicaciones.

El arte es tan necesario como el aire que respiramos, decía Carlos del Amor, porque el arte es salvación, nos rescata de los vacíos que se crean en nuestras relaciones, nos ayuda a encontrar nexos de unión que ni siquiera las palabras pueden concebir, nos conecta con preguntas de sentido que quedaron suspendidas en la memoria, nos salva de la tentación de lo asimbólico, del deseo de lo simple, de las búsquedas infructuosas. El arte nos humaniza, y lo hace porque abre una gran ventana a la trascendencia, nos acerca a Dios, nos permite acceder al acto de creación permanente. Nos salva.