El orden de los factores

Desde niños hemos aprendido que el orden de los factores no altera el producto. Cuando maduramos nos damos cuenta de que no siempre es así, y hay ciertos modos de ordenar las cosas que cambian por completo el sentido y la relevancia que tienen para nosotros. Me ronda desde hace unos días uno de esos cambios de orden que alteran profundamente el producto. Del sabes lo que necesito al sabes que lo necesito. El orden de solo dos pequeñas palabras traslada la fuerza y la responsabilidad de la frase, y nos da una pista imprescindible para aquello tan necesario como huidizo que es la aceptación.

Sabes que lo necesito. Lo que parece un inocente cambio de orden trastoca todo el sentido de la oración. El foco de atención ya no está en el otro sino en uno mismo. De la necesidad se pasa al deseo, y no se tiene reparo alguno en mostrarlo y exigirlo, reclamando que el otro no solo lo conozca sino que responda a mi deseo en el tiempo y el modo que yo quiero, que creo necesitar. La súplica evita el encuentro, ya no importa tanto lo que el otro sabe de mi necesidad, solo es importante que conozca mi deseo, mi carencia no integrada, aquello que me convierte en indigente de una atención que se desvía del ser para hacer hogar en los diferentes modos de estar. La necesidad surge de la carencia, pero no siempre se integra en emoción, como afirmaba Maslow, a veces la respuesta a la necesidad se trastoca en deseo, solución urgente e inmediata a la carencia, sin la reflexión de la conciencia. Platón lo describe con maestría en su diálogo El banquete, cuando Sócrates hace ver a Agatón que el deseo nace de la necesidad cuando no se tiene lo que se desea, y es así como nos volvemos profundamente infelices.

Sabes lo que necesito, salmo 139. Nos abre a un espacio de confianza y de respeto. En el encuentro con el otro, y con Dios, hay una sabiduría intrínseca al mismo que es fundamento y sentido de su crecimiento y oportunidad. El deseo da paso a la necesidad, las palabras al conocimiento, no hace falta rebuscar expresiones que condicionen el diálogo del encuentro, a la presencia empoderada en el amor le basta con saberse, estar ahí, reconocerse. Y esa guía del corazón aprende a integrar mis necesidades y las del otro, a ver mis carencias y las del otro, sin trampa ni cartón. No ha llegado la palabra a mi boca, y ya te la sabes toda. Sondeo de los sentimientos que nos sitúa en un espacio sin condiciones, en el que no impongo mis necesidades, tan solo las reconozco y las respeto, incluso si el encuentro contigo no las cubre, sobre todo si ese encuentro no las abriga, porque sabes darme lo que necesito.

El medio y el mensaje

Tantas veces hemos escuchado y leído aquello de Maquiavelo de que el fin justifica los medios, que copiamos y aplicamos constantemente la esencia inquietante de su propuesta. El medio se convierte en territorio en el que proyectar, pactar y definir, incluso en el que hacer morada. Revela la condición efímera del discurrir de la vida, podemos aceptar , con más facilidad que otras cosas, que los medios cambian, y que en ese cambio permanecemos en una búsqueda de identidad que nos aporta constancia, y que en esa constancia se nos desvela la memoria como línea transversal de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que podremos ser. Frente a los medios, el fin siempre estará ahí, inalterable y conciso, y se hará dogma que aporte valor a los medios para alcanzarlo, muchas veces sin cuestionarnos los caminos por los que nos lleva.

El filósofo de la comunicación Marshall McLuhan acuñó una máxima que se ha hecho universal, el medio es el mensaje, y nos embarcó, tal vez sin prever las consecuencias, en esta montaña rusa de emociones y sentidos figurados en que se ha convertido nuestro modo de comunicarnos. Cuando reducimos el mensaje a los medios para transmitirlo nos obligamos a hacernos con herramientas que dignifiquen los modos y las maneras, evitamos lo sencillo y abrazamos lo deslumbrante. El medio es entonces más importante que aquello a lo que señala, suple al fin y nos hace olvidar el mensaje.

Solemos enredarnos en muchos medios, en los que no siempre está la virtud. Abanderamos cambios a través de nuevas metodologías, nos refugiamos en tecnologías que nos venden inmediatez y claridad de la información, nos calzamos y vestimos con coloridos camuflajes, aprendemos a pronunciar palabras de las que desconocemos el sentido pero que nos sacan del silencio que nos atormenta, inventamos transportes que sin a penas cansarnos nos lleven lejos de esta realidad abrumadora. Y todo por hacer más creíble el mensaje, pero sin el mensaje. Una especie de despotismo ilustrado actualizado que nos convierte en androides que sueñan con ovejas eléctricas.

El medio aproxima al mensaje, pero no es el mensaje. Más bien acoge todos los estar que hay en el ser del mensaje, pero sin agotarlos. De ahí que sean los medios más sencillos los que mejor hablan de la misión en la que nos hemos embarcado, nuestro estar como palabra, nuestro estar testimonial, nuestro estar también efímero y desapercibido… Son los medios más potentes y eficaces, porque no agotan el mensaje, lo dejan fluir y lo preparan para encarnarse en cada realidad en que es anunciado. Hasta descubrir que cada uno de nosotros mismos es un mensaje, para otros, para la creación, para la vida compartida. No es este el aprendizaje más sencillo que nos toca incorporar, hay que sentirlo y creerlo. Y mientras nos sigamos conformando con ser medio empoderado, dejaremos que otros fines ocupen el espacio del mensaje que somos por nosotros mismos, se harán verdades y nos desplazarán del centro vital que merecemos.

Caminos sin retorno

Todas las mañanas del mundo son caminos sin retorno. Tengo anotada esta frase en un pósit sobre mi mesa de trabajo, la leí en la novela Tous les matins du Monde de Pascal Quignard, que después Alain Corneau convirtió en una bella y delicada película. A pesar de su aparente estoicismo, incluso de su sentido trágico, la idea no deja de ser apropiada para estos momentos que vivimos.

Nuestra forma de manejarnos en la vida nos ha acostumbrado a los retornos, incluso los preparamos, esperando volver a lo que hacíamos antes, sobre todo a cómo lo hacíamos, una facilidad innata para convertir en tradición nuestras rutinas y defenderlas de cualquier intento de cambio, avance o revolución. Últimamente pareciera que nos hemos instalado en un comienzo continuo. No es solo que hayamos aprendido a manejarnos en el intrincado dédalo de las medidas de protección y cuidado, tampoco es una resignación a lo que venga, como si ya nada nos pudiera asustar y nos hubiéramos convertido en los valientes pulgarcitos de la vida. El momento actual es diferente porque nosotros lo somos, porque la realidad nos ha enseñado a amar el misterio y la incertidumbre, porque hemos comenzado a superar esa peculiar tortícolis que afecta a los proyectos y las programaciones, siempre preocupados por volver a lo que nos hizo felices.

Este aprendizaje nos impulsa al frente, nos recuerda que no debemos tratar de volver a aquello que nos ha hecho felices, como canta Sabina. Los caminos sin retorno son una invitación a salir de la obsesión por repetir modelos y valores, instantáneas de un pasado, resistencia íntima a abandonar ese eterno retorno que tranquiliza conciencias. Es así como la creatividad se convierte en un camino sin retorno, cada mañana nos incluye en la lista de quienes confían en el valor de lo por venir, de quienes arriesgan sus equipajes metodológicos y pastorales para hacerlos vida, no leyes ni moldes. Es así como la creatividad se nos presenta nuevamente como capacidad intacta y hecha de trazos.

La vida nos embarca en sendas tortuosas, que se cruzan entre ellas, que a veces se difuminan y otras se llenan de obstáculos, que vuelven sobre sí mismas y nos fuerzan a repetir la historia, como si no hubiéramos aprendido nada de lo recorrido. Solo cuando hacemos nuestras esas sendas y miramos su recorrido sin miedo, comprendemos que no admiten el retorno, nos llevarán a novedosos paisajes del aprendizaje, nos embarcarán en espacios de evangelización que abran, a su vez, nuevos caminos para otros, tal vez acostumbrados a las trochas y atajos.

Dice el filósofo estadounidense Joseph Campbell que debemos estar dispuestos a dejar ir la vida que planeamos, para poder tener la vida que nos espera (we must be willing to let go of the life we planned so as to have the life that is waiting for us). Se nos hace real esta recomendación, obligatoria incluso para poder mirar cada mañana, ese espacio común que nos capacita para la vida, siempre con un ojo hacia lo sabido y otro a lo por saber, en un equilibrio que nos permite creer, avanzar y sentir.

No se nos pide abolir la historia, levantar una pira en cada comienzo, en la que quemar el pasado y recibir lo nuevo. La tarea supone adentrarnos en todas las relaciones, en todas las posibilidades, en todos los encuentros que cada mañana nos ofrece. Se nos pide confianza en las oportunidades, mirada firme y penetrante al futuro incierto que se empaña en nuestros ojos. Se nos pide decisión y paso firme, no paso seguro, porque ese se queda al abrigo de las tempestades, sino un paso que no tema las tortuosas sendas que la mañana nos regala, y decisión para salir del confort y la comodidad de los caminos trillados, para emprender los viajes que solo el corazón entiende y la creatividad propone. Se nos pide creer en esos caminos sin retorno, porque para aquel que se abre a ellos todas las ventanas dan al mañana.