Educar el alma

Hace unos días, en el marco de un Congreso para profesores de religión, uno de los ponentes animaba a tan sufridos docentes reconociendo su valía, porque ellos «a diferencia de otros profesores, como los de matemáticas o inglés, que educan el intelecto, tienen la más bonita labor, educar el alma». Evidentemente, le di mi réplica.

La asignatura de religión, de la que he sido profesor catorce años, es de las más denostadas del currículo. Ni siquiera hace falta que nuestros políticos y legisladores la arrinconen, muchas veces somos nosotros mismos los que la tratamos como propuesta menor en el marco del resto de enseñanzas que se imparten en los centros educativos, lo mismo da que sean públicos o privados. Recuerdo una situación que me dejó fuera de juego, eran mis primeros años como profesor de religión, estaba en medio de una clase cuando entró un directivo del centro a dar un aviso, se acordó de la última sesión de evaluación y dirigiéndose a un alumno le dijo, «Antonio, ya te vale, mira que suspender religión, otra puede ser, pero… ¿religión?». Desde ese mismo día mi compromiso, mientras fuera profesor de religión, fue dignificar la asignatura, pero sobre todo a sus alumnos.

No son pocos los que tienen bien aprendido eso de que la asignatura de religión educa el alma, que su ámbito de saber es tan intangible y etéreo como esa región tan abstracta y escurridiza que es el alma. Las otras asignaturas preparan para la vida práctica, o nos abren al intelecto de la cultura, nos permiten diseñar nuevos encuentros, nos enseñan a movernos por el mundo y a tener conversaciones interesantes con personas interesantes. Pero el alma…, ¿qué puede aportarnos más allá de un sentimiento moral?, ¿cómo acceder a ella?

Se dan dos posiciones con respecto a la asignatura de religión. Unos, asociando el alma a la conciencia, lo reducen todo a las enseñanzas morales y a nuestra libertad frente a las opciones que amenazan la integridad personal. Para estos, la propuesta de la religión es un valor que tiene como fortaleza salvarnos de los errores, procurarnos un nido caliente donde resguardarnos de los equívocos del mundo, reafirmar un modo de ver la realidad que, por extensión, nos obliga a defendernos de todo el mal que está ahí fuera. Solo para quienes comparten este análisis espiritualizado de la realidad tendrá un sentido práctico la asignatura de religión, pero el resto la verán, no solo como prescindible, sino como intangible y excesivamente catequizante.

Otros, en un intento de encajar la propuesta de la asignatura en el marco de la oferta educativa del colegio, resaltan el estudio del hecho religioso en sí, de la contribución de las religiones a la cultura, incluso de la ininteligibilidad de la misma cultura sin el conocimiento de la religión. Esta búsqueda de dignidad para la asignatura, equiparándola con otros ámbitos del conocimiento, la reduce al cientismo, esa obsesión por conceder valor solo a lo que podemos medir, alejándola de una profunda comprensión de las intenciones que históricamente han buscado sentido en los reversos de la historia. La religión se incluye, entonces, entre las asignaturas de humanidades, educadoras del intelecto, despojándola de su capacidad para acceder a la trascendencia y comprenderla.

Elegir la dicotomía como elemento de autoafirmación no es más que una distracción de la verdadera esencia de la enseñanza de la religión. Relegarlo todo a la educación del alma, como si fuese algo sencillo, nos sitúa en la periferia educativa, con poco que aportar a la comprensión global de la realidad. Diluir la asignatura de religión en una sabiduría más, nos condena a ser un eslabón de la cadena de estímulos y emociones en que convertimos aquellos aprendizajes que no acertamos a clasificar adecuadamente. Reducir lo medible a la educación del intelecto y lo transcendente a la del alma es un error que nos lleva directamente a etiquetar los saberes en útiles e inútiles. Ya Pitágoras, que puede ser considerado al mismo tiempo uno de los padres de la filosofía y de las matemáticas, estableció una fusión íntima entre religión y pensamiento, al considerar el número como la raíz y fuente de la naturaleza eterna de las cosas inaugura en la historia del pensamiento esa necesaria y profunda relación entre la aspiración moral y la admiración lógica por lo eterno, de la que brotarán los planteamientos de Platón, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Spinoza y Leibniz, como reconoce Bertrand Russell.

Las matemáticas, y el estudio de las lenguas, y la música, y la física, educan el alma, del mismo modo que la religión educa el intelecto, poniendo en nosotros herramientas que posibilitan un pensamiento propio, una comprensión de la realidad que nos ayuda a interpretar lo que nos ocurre. Porque toda educación, incluso la tallada por el peor maestro, es integral, toca sin quererlo todas las dimensiones de la persona. Pretender abrir otras batallas implica acabar con una parte importante de la verdad. Una enseñanza de la religión que solo lo sea para el alma, construirá personas sin trascendencia, más preocupadas en los valores que deben salvar que en su sentido en la vida. Una educación que solo se dirija al intelecto, olvidará que la belleza nos equilibra, que la música y el baile nos salvan, que el pensamiento solo será crítico si lo hacemos propio y creativo, si se hace trascendente.

Mi vida hecha de libros

«Nuestra vida está más hecha por los libros que leemos que por la gente que conocemos»

Graham Greene, Viajes con mi tía

Me reconozco devorador de libros. Aún recuerdo el primer libro que leí conscientemente. Yo tenía doce años y un profesor de clases particulares, a quien desquiciaba mi permanente bloqueo con los números y las fórmulas, quiso explorar mis inquietudes prestándome El hobbit, de J.R.R. Tolkien. Cuando a la semana siguiente se lo llevé de vuelta, él no podía creer que lo hubiera podido leer tan rápido, yo no podía creer que aquel fuera el comienzo de una vida hecha de libros. Don Ezequiel, que así se llamaba quien con tanta paciencia pretendía que yo accediera al equilibrio y la exactitud de las matemáticas, me pidió allí mismo un resumen de la lectura, y lo debí hacer con tal pasión y empeño que ese día me llevé el libro como regalo a casa. Fue el primero de muchos, aún lo conservo, y lo he releído al menos diez veces desde entonces, no por su profundidad literaria, vuelvo a él para recordarme, para sentir de nuevo la pasión por las ventanas abiertas de la vida, para regresar al amor primero y dejarme abrasar por su intensidad.

Mi adolescencia fue un equilibrio de pasiones descubiertas día sí, día también, donde la historia, la arqueología, especialmente la egiptología, disputaban tiempos y sueños con los juegos y los primeros enamoramientos. Como en un guión escrito, todo me llevó a la novela histórica, compartiendo insomnio y tardes de domingo con Christian Jacq, Walter Scott, Manfredi, Lion Feuchtwanger, Robert Graves, Mika Waltari, Juan Eslava Galán… Me invocaban para recrear mundos reales, nada de ficción ni fantasía; me descubría inmenso en sus desiertos egipcios y palestinos, valedor en sus gestas y cruzadas, frágil en sus espacios rotos, misterioso en sus silencios. Las películas Quo vadis? y El nombre de la rosa me llevaron directamente a Sienkiewicz y a Umberto Eco, y me arrancaron la promesa, que aún mantengo, de no volver a ver película alguna de un libro leído o por leer.

Los años de instituto me trajeron lecturas curriculares, obras maestras la mayoría, que no pude disfrutar hasta que fui libre para leerlas con mis propios ojos. Mientras tanto, fuera de mis deberes, dejé definitivamente la novela histórica y me fui dejando llevar por Ana Ozores a las profundidades de la novela social, Clarín, Galdós, Dickens, Hardy, Trollope, Gorki… Cada uno de ellos marcó irremediablemente mi visión del mundo, acompañaron el crecimiento de mi sensibilidad social, me moldearon y sacudieron por dentro, los leía apasionadamente…, y aún vuelvo a ellos de vez en cuando.

En mis años de universidad, estudiando filosofía, me adentré en lecturas más intensas, algunas me costaron meses y más de una crisis personal, pero en realidad eran momentos de replanteamiento vital, de buscar el tiempo perdido junto a Proust, de subir al sanatorio de Davos con Thomas Mann, o adentrarme en la distopía de Orwell en su 1984, y mirarme y ser mirado en el retrato de Dorian Gray con Wilde, de tumbarme en las praderas de Iris Murdoch, resucitar a Matías Pascal con Pirandello o salir de pesca existencial con Melville…

Desde entonces he ido construyendo mi particular salón literario, autores y libros que me han acompañado, han formado mi conciencia, han hecho mi vida, han sido encuentro, han vencido tiempos de tristeza y soledad, me han rescatado de ansiedades no buscadas, y al leer su última página han provocado, con los ojos cerrados, silencios, lágrimas, utopías personales que conquistar: Saramago, Ishiguro, Ángel González, García Márquez, Celaya, Foenkinos, Houellebecq, A.M. Homes, Bolaño… Es un salón interminable e incompleto, porque sigo invitando a nuevos maestros y sigo buscando libros que me hablen, que hagan responder a mi alma.

A lo largo de esta vida hecha de libros he tenido oportunidad de conocer personalmente a tres escritores. En el instituto tuve que presentar a Sánchez Dragó cuando vino a hablarnos de sus cosas, en uno de esos encuentros que se organizan con autores, el premio por aceptar fue compartir desayuno, y quedé fascinado por sus mundos interiores y su facilidad para transportar a ellos a quien tenía delante. Más tarde, estudiando filosofía, me invitaron una tarde al literario café Gijón, allí estaba Camilo José Cela, todos hacían como que no le veían, lanzábamos miradas de soslayo a su rincón, hasta que me armé de valor y fui a decirle, con una actitud más de fan que de lector, lo mucho que me había marcado aquella Colmena de un café parecido a este, Cela me preguntó si la había leído como lectura obligada en el instituto, mi respuesta le descolocó, si es que era posible descolocar a un personaje como él, No, en el instituto solo pasé las páginas, leerla, realmente leerla, ha sido después, y varias veces, se rió con ganas y me estrechó la mano. La más reciente ha sido Carmen Guaita, con ella he podido compartir muchas más cosas, espero seguir haciéndolo, y he encontrado un camino nuevo, conocer a la escritora al mismo tiempo que me voy envolviendo en su obra, reconocer el eco de su voz en la lectura, emocionarme con los personajes que deambulan por esos espacios de amistad y encuentro, y comprender que son incluso más reales que yo mismo, porque me sobrepasan y trascienden.

Aún me queda por hacer mucha vida en muchos libros, pero si algo he aprendido de todas mis lecturas, es que la vida más auténtica solo la he hecho, y la quiero seguir haciendo, en los encuentros que le dan sentido y me acercan a las personas reales, es con ellas que voy escribiendo mi propio libro, el único que al final habré realmente leído.